¡Muy buenas a todas! Tengo que decir que este es el primer Snamione que escribí, aunque haya sido el segundo en ser publicado. Estoy muy emocionada también porque es la primera vez que publico un Long Fic que no es un Dramione, lo cual es un cambio interesante a mi carrera amateur. Solo espero que os guste, que os divirtáis con él y que no lo juzguéis por la cubierta, en este caso por el título. Solo quisiera aclarar que es un universo alterado en el que, a pesar de que Albus Dumbledore está muerto, no hay mucho más relacionado con la forma directa en la que se desarrollan los acontecimientos en la historia canon.
Disclamer: Todos los personajes y algunos lugares pertenecen a J.K. Rowling, magnifica escritora y mejor persona aún. Yo me atribuyo el mérito de la trama de la historia.
Capítulo 1: Un nuevo hogar
En el despacho del profesor Dumbledore, con la mirada triste y sus manos enredadas en el regazo, Hermione Granger lloraba silenciosamente por la muerte de sus padres.
Guerra.
Ahora comprendía con toda su amplitud el significado de aquella palabra, y todo lo que la misma se llevaba para no volver. Heridos, lucha, fuego, muerte…
Estaba, sentada en la silla al otro lado del escritorio, esperando a que el profesor Dumbledore la reubicara. Ella había pedido al hombre un tutor y un refugio hasta que todo pasase. Alguien que la mantuviera a salvo, ahora que sus padres ya no podían hacerlo. Ella ya no se sentía con fuerzas para seguir luchando.
El despacho del anciano mago se hallaba exactamente como se lo encontró innumerables veces su compañero y amigo Harry en el pasado, con todos sus libros, cachivaches y su fénix en el perchero. Ella no había estado nunca antes en aquel lugar y, si no fuera por aquella circunstancia que la había traído hasta él, estaría recorriendo con su mirada los títulos de la biblioteca privada del profesor Dumbledore, que ocupaba prácticamente la totalidad de las paredes.
La profesora McGonagall entró al despacho por una puerta en la zona interior del mismo, alejada de la puerta principal. Ella se retorcía las manos en la falda, mirándola a los ojos y buscando consuelo en una mirada cómplice.
–Señorita Granger –la llamó la mujer. Ella alzó la vista de su regazo y la miró directamente a los ojos pardos–. No puede imaginar lo descorazonador que es para mí personalmente que usted esté pasando por esta situación. Ha perdido, al igual que Harry, a los seres que más la han querido en el mundo, incondicionalmente. Harry apoya sus fuerzas en este pensamiento, en sus padres, pero usted ha decidido dejar de luchar, mantenerse segura. Cuenta con mi apoyo en esto –le aseguró– porque no todos tienen la fuerza para soportar una pérdida así con tanto temple. Vamos a refugiarla en una casa franca de la Orden del Fénix especialmente escondida y protegida, en una ciudad al norte de Devonshire, en el condado de Barnstaple. Es de pocos habitantes y muy poco turismo.
–Confío en que usted me ha buscado un buen hogar para pasar la guerra –le aseguró Hermione–. Y estoy segura de que vivir con muggles por un tiempo me hará sentir mejor, en cierto modo.
–Así lo esperaba, Señorita Granger. Su tutor no tiene ningún inconveniente en ofrecerle su casa y su protección, siempre que cumpla sus escasas normas y ayude en la limpieza del lugar.
–Me parece una condición muy justa –aceptó Hermione–. Profesora, ¿Podré seguir en contacto con Harry y Ron? –La mujer frunció el ceño, sopesando su respuesta–.
–Podrá mandar cartas a sus amigos, pero éstas deberán ser entregadas por su protector y también serán entregadas sus respuestas por este medio. Pero no es probable que pueda verles con frecuencia, ellos deben ser discretos también –explicó la bruja. Miró en su bolsillo y consultó su reloj dorado–. Su tutor estará esperándola, ¿Tiene su equipaje?
–Sí, profesora, mi baúl está ya organizado desde ayer. Iré a por Crookshanks.
–Estupendo. Estaré esperándola en el vestíbulo, señorita Granger, y la acompañaré hasta la puerta. Le deseo la mejor de las suertes.
–Gracias, profesora –le agradeció, y salió de la habitación.
A Pansy Parkinson la habían pillado. Había estado evadiendo a la Orden del Fénix por tres días, después de que los Mortífagos huyeran de aquel barrio muggle tras un ataque algo fallido, dejándola atrás. Sin embargo, ella tenía la esperanza de que, al igual que los miembros del otro bando deambulaban por allí, los Mortífagos también estarían rastreándola, y era muy difícil dejarse ver de vez en cuando sin saber muy bien quien la iba a localizar. Finalmente, un miembro poco conocido de la orden la encontró buscando comida en un supermercado muggle, y fingiendo ser su pariente la sacó de la estancia y la inmovilizó en un callejón antes de realizar una muy bien planeada y escondida aparición conjunta.
Una vez Pansy hubo llegado al cuartel general de la Orden, fue sometida a un interrogatorio. Primero la interrogó Kingsley Shaklebolt, pero debido a que sin duda sabía muy bien quien era él y cuáles eran sus contactos, se negó en rotundo a decir una sola palabra. Ahí fue cuando entró en juego el profesor Lupin, con quien había compartido un curso entero en Hogwarts en relación docente–alumna, y con ello pretendían que la chica dijera algo.
Lupin abrió la puerta de la cocina, se acercó con un sándwich en un plato y un vaso de zumo y los dejó frente a la chica rubia, que los miraba con ansia.
–Son para ti. Me han dicho que te han encontrado en un supermercado, intentando hurtar algo para comer –explicó–. Debes estar hambrienta, come –ella cogió el plato, lo arrimó frente a sí, miró el contenido por un segundo y le dio un mordisco generoso. El profesor sonrió un poco–. Eso está mucho mejor. Aquí estarás a salvo, no vamos a hacerte daño.
–Cielos, son todos unos santos –ironizó ella, tragando su segundo bocado con un buen trago de zumo–. Mire, profesor, sé que piensan que van a conseguir algo de mí, pero yo no sé nada en absoluto. No pertenezco a ellos, ¿Lo ve? –Dijo, remangándose ambas mangas de su jersey–. ¿Qué pruebas tienen de que yo tengo relación con Mortífagos?
–Tu padre es mortífago, y tu madre… bueno, sabemos que la señora Parkinson murió cuando tú eras pequeña, y que tu padre nunca se volvió a casar –comentó, intentando ser comprensivo con la situación de la chica–. Lo que me hace deducir que vives con tu padre mortífago. Eso no quiere decir que tú compartas su opinión sobre lo que ellos hacen. Pero el hecho es que has estado en un barrio muggle tres días, durmiendo en la calle en la que dos muggles fueron asesinados -la chica se atragantó por un segundo con el bocado de su sándwich y tuvo que tragar zumo para que se le pasara-.
– ¿Qué? –preguntó, espantada.
Su misión era quedarse en la esquina de la calle que abría paso a la avenida principal, vigilando por si alguien aparecía y dar el soplo a los demás. Misiones sencillas de cumplir, misiones que no bañaban sus manos de sangre, o eso pensaba ella. Descubrir que ella estaba siendo cómplice de los asesinatos de muggles completamente desconocidos que no le habían hecho ningún mal la ponía enferma. De pronto se le fueron las ganas de comer, dejando el sándwich en el plato.
–Han muerto dos personas, a manos de quien–tu–sabes, y murieron el mismo día que tus compañeros te dejaron abandonada allí –dijo seriamente–.
–Yo no sabía que iban a asesinar a alguien, solo… solo quería que dejaran de hablar sobre mí y mi padre, quería que no le pasara nada malo. Si hablo, el morirá –dijo, sintiendo como la pena hacía a su corazón encoger.
El profesor le tendió un poco más de zumo y ella lo bebió con un movimiento autómata, ajena a sus actos. Después, se quedó completamente quieta, con las manos acurrucadas en el regazo, y mirando la mesa fijamente. El profesor Lupin se levantó, le pasó por los hombros una mano protectora y trató de infundirle confianza.
–Te quedarás con nosotros en una de nuestras casas francas, Pansy. Con todo lo que nos has contado, y sabiendo que los Mortífagos no tenían ninguna intención de buscarte, si te entregamos y averiguan que has estado aquí te torturarán, y también a tu padre. Es la única forma de mantenerte a salvo.
–Una casa franca… ¿Es que hay más de una casa que haga de sede de esta organización? –preguntó, confusa–. Debéis ser muchos.
–No, Pansy, pero somos muy precavidos, y eso vale por dos –sonrió haciendo una broma. Ella sonrió débilmente, y con esto la envió a uno de los dormitorios, donde pasaría la noche antes de que los miembros decidieran dónde debía ir.
Ya estaba lista para partir. Ya había dicho adiós al colegio, se había despedido de sus amigos y solo quedaba bajar su baúl, la cesta de Crookshanks y partir. Miró con tristeza las cortinas de su cama con dosel, la ventana con vistas a llago, y la enorme estufa en la que calentaban sus bufandas y calcetines en invierno. Escuchando de lejos una triste despedida de la Señora Gorda, Bajó por los pasillos y pasadizos hasta llegar a las escaleras de mármol en cuya base se hallaba el vestíbulo. Al bajar las escaleras, la profesora McGonagall y el profesor Snape estaban abajo esperándola. Ella miró a la directora, esperando sus indicaciones.
–Señorita Granger, el profesor Snape hará el viaje con usted para llevarla hasta su nuevo hogar, en un tren que saldrá de Hogsmeade en exactamente treinta minutos. Ahora deberían darse algo de prisa –les apremió. Luego se giró y subió las escaleras, dejándola sola con el profesor de pociones–.
El profesor Snape, con sus ojos negros y su piel pálida, se dio media vuelta brevemente para observarla. Pronunció el hechizo "baúl locomotor" y alzó todas las pertenencias de la chica. Hermione le miró, sin saber muy bien si podía hacer preguntas. Finalmente se decidió y despegó sus labios:
–Profesor, ¿Es un sitio agradable el lugar en el que me voy a hospedar? –inquirió–.
–Es un lugar seguro –contestó cortante el hombre–. Creo que con eso podrá quedar satisfecha, señorita Granger.
–Claro, un lugar seguro –repitió las palabras del hombre, que ya la conducía por los caminos de los terrenos hacia la puerta de los cerdos alados–.
Una vez en la puerta tomaron un carruaje que los dejó justo en la estación, donde una locomotora de color rojo intenso parecía estar esperándolos a ellos. Todos los pasajeros del tren estaban ya en su interior, esperando a ser trasladados al hospital de Londres en cuanto bajaran en King Cross. Pronto ellos también subieron al tren, en el que tenían reservado el vagón de los prefectos, con mullidos sillones y comunicación con el maquinista. Ambos se sentaron, visiblemente incómodos, uno frente al otro en los asientos. El profesor la observó por unos instantes, notando como el tren comenzaba a moverse, y le preguntó:
– ¿Piensa hacer algo, señorita Granger, tras este retiro temporal? –preguntó, intentando por todos los medios no sonar burlón, en pos de comenzar una conversación trivial. Al ver la cara de la chica, que seguramente esperaba cualquier cosa menos una pregunta semejante, añadió–. ¿No piensa seguir estudiando?
–Creo que de momento me conformaré con seguir con vida –respondió secamente–, porque no creo que una hija de muggles fuera bienvenida en ningún lugar que tenga que ver con el mundo mágico en este momento, profesor.
–Claro –aceptó el hombre–.
Tras esta incómoda y breve intervención, ninguno de los dos dijo nada más en todo el trayecto. Hermione vio como el paisaje cambiaba de las planicies cercanas al castillo a las colinas y valles recorridos por las ovejas, y más adelante los pequeños pueblos rurales cercanos a Londres. Ya era media tarde cuando llegaron a la estación, en la que hicieron un transbordo a otro tren, esta vez de media distancia, que los dejó en la estación de un pequeño pueblo.
Cuando llegaron, Hermione despertó cuando el profesor Snape le dio pequeños golpes en la cabeza para incorporarse de él, en quien había estado cómodamente apoyada durante su siesta. Ella se incorporó avergonzada y bajó rápidamente con la cesta de Crookshanks bajo el brazo. Hermione leyó el amarillento cartel, Cokeworth, y observó la capa de espesa niebla (también amarillenta) que le llegaba a los tobillos, por la oscura calzada. Aquel parecía un pueblo completamente industrial, un pueblo obrero. Una antigua chimenea asomaba por el fondo de su vista como una gigantesca y grotesca sombra oscura, y junto a la estación se hallaba una cuesta en la que había un río al fondo, muy sucio y pestilente, lleno en ambas orillas de basura.
– ¿Por dónde…?
–Es esta misma calle, la calle de la Hilandera. Es la última casa, al frente del callejón –señaló. Al ver Hermione que él la acompañaba caminando y arrastrando el baúl, le preguntó–.
–Profesor, ¿Quién va a ser mi tutor? –dijo mientras caminaba por la acera. Pronto llegaron a la puerta de la casa, hecha por completo de ladrillos rojos, bastante desvencijada–.
–Señorita Granger –le respondió, abriendo con una vieja llave de latón la puerta de la casa y entrando con el pesado equipaje de ella–. Esta es mi casa, yo soy su nuevo tutor. Pensaba que era usted inteligente, ¿Es que piensa que he realizado todo este viaje en un transporte muggle solo para acompañarla?
–Entonces ya está decidido –concluyó el señor Weasley, mirando a los demás miembros reunidos en la cocina–.
–Seguro que la chica estará bien, es muy inteligente, necesita mantenerse ocupada y esta es la única forma que veo de conseguirlo –dijo convincentemente Lupin–.
–Estoy de acuerdo contigo, Remus –dijo la profesora McGonagall, colocando su sombrero–. Si ya no hay más asuntos que tratar, debo volver al colegio. Buenas noches.
Pansy oía lo poco que podía asomada desde la barandilla de las escaleras. Había podido oír cosas como "Campo", "Protección" y "aislado". Esto último no le había gustado nada. ¿Aislado? ¿Dónde la iban a llevar, a un campo de concentración? Ella se temía lo peor, pues desde el día anterior solo había podido moverse por su pasillo, en el primer piso, lo justo para visitar el baño, y le traían la comida al dormitorio, que disponía de un pupitre con silla para poder comer sin tener que arrodillarse en el suelo frente a la cama. Sospechaba que ese día la cena vendría con noticias sobre su incierto futuro. Realmente ella no quería seguir teniendo que ver con los actos de los Mortífagos, pero sentía verdadera aversión hacia la Orden del Fénix, lo que la hacía hallarse en una posición un tanto solitaria, pues si no pertenecía a ninguno de los dos bandos, ¿Con quién debería estar? ¿Los Muggles? "Oh, cielos, no –se dijo a sí misma, reprimiendo un escalofrío".
– ¿Puedo pasar? –preguntó una voz de mujer. Era la primera vez que oía a una señora llamar a su puerta, pues por lo general siempre subía el profesor Lupin. Algo recelosa, decidió contestar–.
–Pase.
En la estancia entró una rechoncha mujer pelirroja, con el cabello recogido en una coleta y con un chal de ganchillo de colores que la hacía ver de campo. Llevaba una bandeja con un humeante plato de sopa de cebolla, y un trozo grande de pan con zumo de calabaza.
–Aquí tienes, cielo, espero que te guste. La he hecho yo misma –le explicó con una sonrisa–.
–Gracias, señora… por su pelo diría que es la señora Weasley, ¿No? –preguntó, algo cohibida. Tantos años criticando a Ronald Weasley y su familia por ser pobres y pelirrojos, y ahora esa señora estaba haciendo todo lo posible por mantenerla cómoda y bien alimentada–.
–Sí, cariño, soy la señora Weasley. Como sabes, hoy hemos tenido una pequeña reunión sobre qué ocurrirá contigo después de tu estancia aquí. No quiere decir que nos queramos deshacer de ti, por supuesto –comentó con una sonrisa tierna–. Tenemos claro que no vamos a volver a entregarte a los Mortífagos, pero imaginamos que no te gustaría tampoco estar en la sede de sus enemigos por temor a ser descubierta y que tomen represalias contra ti. Por eso, hemos pensado en refugiarte en una casa franca. Una casa que sea como la de cualquier otra familia, donde puedas pasar la guerra de la forma más segura posible.
–Entiendo. Voy a ser una refugiada –concretó ella. Miraba con deseo la sopa de cebolla. Realmente estaba muy hambrienta aún, pero temía ser descortés comiendo mientras otra persona estaba manteniendo una conversación trascendental con ella–.
–Sí, eso es. Hemos pensado que lo mejor que podríamos hacer sería traerte con nosotros a casa. Con Arthur y conmigo.
Pansy la miró como si fuera la primera vez que la veía. Una señora pobre, con muchísimos hijos, con un sueldo unifamiliar y a quien le costaba llegar a fin de mes, la estaba invitando a pasar con ella una temporada, a expensas de que la guerra finalizase. Y ella, además, no lo veía una buena idea. Los Weasley eran traidores a la sangre, todo el mundo lo sabía, y si algún mortífago fuera capaz de rastrearla hasta allí, ella sería castigada. Y los Weasley serían asesinados.
–Señora Weasley, estoy muy agradecida por ofrecerse a tenerme en su casa –dijo en un tono que intentaba sonar de gratitud–, pero… ¿No es demasiado arriesgado? Es decir, ustedes son… digamos, demasiado afines a los muggles. Si descubrieran que están alojando a una fugitiva del bando del Señor Oscuro, ¿No correrían riesgos?
–Cielo, todos corremos riesgos constantemente. Es una guerra. La gente muere, y nosotros debemos llorarles y seguir adelante. ¿Tendremos problemas si nos descubren? Por supuesto, pero una buena persona sabe cuáles son las cosas por las que merece la pena luchar –le contestó, mirándola con ternura–. Tú tienes, cuanto, ¿diecisiete años? Acabas de empezar a vivir, y no pienso dejar que te lleven a una casa franca cualquiera, donde no vas a hacer una vida normal y te tendrán en una alcoba encerrada sólo con permiso para salir al aseo. Eres una adolescente, aún tienes elección, y me voy a encargar de que cuando llegue tu momento de elegir, llegues sana y salva.
Pansy quiso llorar, pero no lo hizo. Aquellas debían ser las palabras que una madre dedicaría a sus hijos. Su padre solo le inculcó las delicias del bando oscuro, mientras una niñera que cambiaba con los escarceos de su padre la educaba para ser una señorita de buena sociedad y una estudiante ejemplar. Frío y sin sentimientos, simplemente ella nunca había sentido el calor de una madre como ahora lo había explicado la señora Weasley. Puede que sus hijos y ella fueran enemigos naturales, pero aquella mujer le gustaba. Y haría lo que fuera por estar con ella todo el tiempo que fuera posible, aunque tuviera que ser más que el necesario para su protección.
–Señora Weasley… iré con usted. Iré a su casa –aceptó–. Pero, si pudiera ser, me gustaría que me dejara ayudarla en todo lo posible mientras esté a su cuidado.
–Es una oferta muy generosa, pero ya veremos cómo nos organizamos una vez lleguemos a casa. Vendré a recogerte mañana por la mañana, y cogeremos un tren muggle. Así que si no tienes ropa de muggles, dímelo y te traeré algo de Ginny.
–No tengo, es verdad– cayó en la cuenta la muchacha-. Le agradecería que me trajera algo de ropa, para poder asearme un poco. Gracias por todo, señora Weasley -le dio una mano en señal de agradecimiento a la señora Weasley, pero ella tiró de su brazo y le dio un abrazo cálido y consolador–.
–No te preocupes, cielo, todo irá bien.
