Las manecillas del viejo reloj sonaban a cada segundo que pasaba, en la calle, se podía escuchar un perro que ladrada a la nada mientras que Gabriel se removía a lo largo de la cama. Tenía la frente llena de sudor, el pijama le molestaba y la cabeza le punzaba.
Cada segundo que pasaba lo estaba matando.
Se sentó al filo de la cama con la espalda encorvada, tomó sus lentes deseando ver algo más que siluetas borrosas y se levantó. Esa era una de esas noches en las que las derrotas de cada día le pesaban en suficiencia, todas a costas de unos críos que no entendían el poder que portaban.
De forma certera caminó hasta el closet, abriendo uno de los pequeños cajones que esporádicamente se abrían ante él; las yemas de sus dedos acariciaron las diversas telas, deteniéndose en la sensual suavidad de un camisón aperlado. La prenda fue sacada del cajón lentamente mientras sonreía, recordando esas noches en las que la misma terminaba en el piso como si no existiera otro lugar para ella.
Inhaló con ganas el olor a jazmín que se combinaba con la tenue fragancia de Emilie que aún estaba presente. El dolor de cabeza menguó ligeramente, pero no fue suficiente. El corazón seguía encogido en su pecho, incapaz de latir de forma correcta desde el día que ella se hundió en un profundo sueño. Lo mismo pasaba con su voz, que a veces desaparecía de su garganta y le impedía hablar de su dolor.
Era lo que más odiaba de las noches, no tenía nada que hacer para despejar su mente; ni trabajo, ni akumas. No porque no existiesen personas con sentimientos obscuros, después de todo, ahí estaba él como muchos otros.
Era un momento emocional, que no le permitiría trabajar en realidad; mucho menos con todos los recuerdos que adornaban la mansión. Las obras al estilo de Klimt y las estatuas eran un ejemplo de ello, en esos momentos de soledad pensaba que debía quitarlas, seguramente cuando Emilie regresara no se sentiría comoda al encontrar su rostro en cada esquina. Pero en las mañanas al despertar, le era imposible pedir que se deshicieran de ellas.
¿Cómo hacerlo? Si eran el recuerdo constante del porqué hacía lo que hacía. De que, en ese mundo lleno de mierda, aún existía la belleza. Además, le aterraba la idea de que Adrien malentendiera la acción y pensara que ya se había olvidado de ella. Cómo si pudiera.
No existía nada en el mundo que le recordara con mayor fuerza a la mujer que amaba que él, que tenía el mismo color de ojos, de su piel y su cabello. Nada a excepción de su cuerpo.
Inhaló de nueva cuenta el camisón de satén, sintiendo en sus manos las piernas de Emilie que tanto le gustaba recorrer, imaginando que su frente se acurrucaba en su fino vientre y que ella se avergonzaba al recordar las estrías que dejaron huella en su piel tras la concepción de su bebé.
Un tirón en su cuerpo lo trajo a la realidad, provocando que se moviera a lo largo de la habitación como si fuese un león enjaulado, intentando mantener la compostura. No era correcto lo que pensaba en ese momento; los últimos meses se mostró bastante descuidado al respecto y si seguía así, Adrien o cualquier otro se percataría de que Emilie estaba escondida en lo más profundo de la mansión y no perdida como todos creían.
Pero, ¿podían culparlo? Nada lo llenaba más que dormir a los pies de su cuerpo, ver su rostro tranquilo que le recordaba su dulce voz diciéndole que todo estaba bien y que no había qué temer. Imaginándose que todo su dolor la traería de vuelta aun cuando no tenía los prodigios en sus manos. Que, Dios la traería de vuelta porque sabía lo mucho que la necesitaba.
Y a pesar de que su razón le pedía que se quedara en su habitación, sus pasos no hicieron caso. En su cuello acomodó el camisón como si de una bufanda se tratase y sus dedos se amoldaron a los botones escondidos que lo permitirían abrir la puerta secreta. Caminando por el puente estrecho que estaba rodeado de agua hasta ella que yacía, tan bella como siempre, con la respiración acompasada y el rostro sereno.
Gabriel no dejaba de preguntarse si la última vez que hablaron habían peleado y la mujer ahora se mostraba dormida frente a él cómo una clase de venganza, una ley del hielo que no terminaría hasta que se percatara de su error. Ojalá solucionarlo todo fuera así de sencillo.
Acarició su rostro y se permitió sonreír, disfrutando de la calidez que el cuerpo inerte aún emanaba. Deseando que solo estuviese durmiendo la siesta y no fuese una clase de bella durmiente moderna que cayó bajo la maldición de un poder que no entendía.
Ya llegaría el día, en el que volvería a estrecharla entre sus brazos y dejaría de observarla como si fuera una estatua que adornaba la mansión, desistiría de aspirar su olor de la lencería fría y ya no coleccionaría ningún otro objeto en el patético intento de mantenerse cuerdo.
—Ya llegará el día… —Dijo a la mujer frente a él que no podía escucharlo, recordándole la promesa de amor que le hizo cuando se casaron.
La palabra es: coleccionista. En este caso, se trata de Gabriel llenando su hogar de la imagen de Emilie. xD
Algunos de los oneshots tendrán contenido maduro, al inicio de cada escrito haré la advertencia correspondiente para que puedan saltárselo si es que así lo prefieren.
Gracias por leer, votar y comentar.
