Una tabla pecaminosa de 7 pecados Austro-Prusianos.
Avaricia
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— Señor avaro si no vas a pagar un taxi para regresar a casa por lo menos lleva tus cosas tú mismo — objetó furioso el prusiano, atiborrado de las cajas y bolsas que envolvían los objetos que Roderich había comprado.
— Deja de quejarte Gilbert y camina más aprisa — regañó el austriaco caminando sobre una de las banquetas que poseía su bellísima ciudad; Viena. Iba rumbo a su casa en el corazón de esta ciudad, después de haber comprado algunas cosas necesarias y se había llevado a la fuerza al prusiano que ahora cargaba quejumbroso todas sus compras.
Era ya a punto de entrar el anochecer, a pesar de haber salido temprano, gracias a la extremada minuciosidad que Roderich tenía al comparar precios y comprar los artículos donde fuese más barato se habían alejado bastante de su residencia y había gastado un montón de tiempo que Prusia ya le reclamaba.
El cielo pintaba un grisáceo color acentuado aún más por la inminente noche. Pronto, la inmutabilidad se rompió y comenzó a llover sobre ellos, Gilbert y Roderich apresuraron el paso pero no pudieron ir tan lejos pues en poco tiempo la torrencial lluvia se intensificó y tuvieron que refugiarse bajo la pequeña carpa de una tienda.
— Quiero que sepas que te culpo de esto — dijo Gilbert molesto y empapado, al tiempo que sobre su cabeza Gilbird sacudía su plumaje mojado.
Austria no respondió y se quedó mirando a la distancia.
— Dame el dinero. Hay una tienda cerca, compraré una sombrilla para que dejemos de mojarnos — ofreció.
— No. Tenemos sombrillas en la casa, no hace falta, esperaremos — contestó.
— ¡Avaro! ¡Te pudrirás con todo y tu din…! — no pudo terminar su frase cuando vio al castaño toser violentamente.
Dejó las cosas en el suelo cuidando que no fuesen a mojarse y se acercó por atrás al austriaco. Pasó sus manos alrededor de su cuello y recargó su cuerpo en su espalda, se movió hacia adelante, dejando a su cabeza reposar en el hombro del aristócrata y colocó un ardiente beso en el nacimiento de su cuello. Roderich se estremeció.
— Se que no comprarás un abrigo y también que no querrás gastar en un hospital —
Y así, cálidamente abrazados esperaron a que la lluvia parase.
