Disclaimer: Candy Candy y sus personajes pertenecen a Mizuki e Igarashi respectivamente. La historia que leerán a continuación es de mi total autoría con el fin de entretener y no de lucrar.
Aviso: En algunos momentos no específicos, habrán escenas de contenido sexual no ofensivo, pero explícito, se te extiende la advertencia para que leas bajo tu propia responsabilidad.
Mis historias completas:
1. El rebelde y la dama del establo
2. Amor de verano
3. Tu mayor tentación
4. Entre el amor y el odio
5. Sálvame, por favor
6. 100 Sapos y Terry Grandchester (Mi biografía)
7. Zafiros y esmeraldas
Minifics:
1. Amor rebelde
2. Boleto de ida
3. Conquistando al profe
4. El amor de mi escuela
5. La historia más bonita del mundo
6. Trampa de amor
7. ¿Eres terrytana de corazón?
8. Bajo el sol (Conjunto de poemas)
9. Un ángel con gafas (Poesía en honor a Stear)
Los ojos del alma
Por: Wendy Grandchester
Prólogo
Le gustaba mirar por la ventana. Pasar las horas así, sintiendo el sol sobre su rostro y absorviendo el aroma de las flores silvestres en primavera.
Le encantaba, sobre todo, sentarse en el borde de su ventana y olvidarse del mundo y su ruido cuando se metía profundamente en la historia de algún libro. Encariñándose con los personajes, haciéndolos reales en su corazón.
—¡Candy! Niña, pierdes la noción del tiempo. Neil lleva quince minutos esperándote para llevarte a la escuela.
Era su madre y Candy era la segunda de tres hermanas y la que se llevaba toda la atención. A sus diecisiete años, aún la custodiaban como a una niña pequeña y frágil que podía romperse en cualquier momento, aún cuando ella era tan independiente y autosuficiente.
—¡Ya voy!— Salió tropezando con todo, dirigiéndose a las escaleras, en busca de Neil.
—¡Candy! Cuidado, no tan de prisa... ¡Dios!
—Tranquila, mami, mis movimientos están fríamente calculados.
La jovial Candy se dezlizó por la baranda de la escalera que conducía al salón y ahí estaba Neil, esperándola impaciente y con un humor de perros que por fortuna ella no percibió.
—Candy, siempre me haces dejarte tarde innecesariamente. No eres una chiquilla, deberías mostrar ya algo de madurez.
—Lo siento, Neil... no volverá a pasar... es que estaba leyendo y no me di cuenta de que...
—¡Leyendo! Deberías emplear tu tiempo en algo más eficaz...
Candy bajó la vista. Al principio fue un sueño que un muchacho como Neil Leagan se fijara en ella, era guapo, de familia acomodada y puso sus ojos en ella, que era sencilla y de una familia humilde. Nunca había tenido novio y sinceramente no había albergado esperanza alguna en ese aspecto, hasta que lo conoció y pensó que con él podría vivir algún romance idílico, como el de los libros que leía.
—Puedo caminar sola...
—Pero vas más lenta que una tortuga, mejor dame la mano.
La tomó bruscamente y salió con ella hasta su auto. Neil no se comportaba así cuando sus suegros o sus cuñadas estaban presentes.
—¡Candy! Pensamos que no llegarías.— Su profesora de arte la saludó con una sonrisa alegre. Candy era muy querida y no sólo por los profesores, sino también por sus compañeros.
Buscó su lienzo y ocupó su lugar entre los demás. Las pinturas estaban acomodadas por un orden numérico y en un lugar específico.
—Recuerda, Alex, el uno es el blanco, el dos es el azúl, el tres es el verde, el cuatro amarallillo... y el envase que no está rotulado es el de agua para limpiar los pinceles.
Ella ayudaba a los alumnos nuevos. Tenía un corazón muy noble y puro. Ella era pura alegría, energía, sin embargo, hace unos meses, todo eso se había ido apagando poco a poco.
—Candy, me gustaría hablar contigo antes de que te vayas, si no tienes prisa, claro...
—Por supuesto, señorita Pony, sólo déjeme guardar mis cosas...
Meticulosamente, Candy puso todo en su lugar y se dirigió hacia su profesora con gesto titubeante.
—Candy, te he notado un poco triste últimamente... ¿hay algo sobre lo que quieras hablar?
El rostro de Candy se desfiguró por un instante. Era más fácil hablar con su profesora que hablar con sus padres o sus hermanas, pues ellos la sobreprotegían tanto que ella a veces se sentía como una verdadera inútil.
—No pasa nada, estoy bien.
—Pequeña, los ojos no mienten.— Sus ojos estaban aguados, aunque sus labios sonreían era evidente que su alma lloraba.
—Yo no merezco a Niel, señorita Pony... hago de todo para que esté feliz, pero... es que yo vine dañada de nacimiento...
Se rompió en llanto y a la señorita Pony se le rompió el alma.
—Candy, no digas eso. Neil es muy afortunado de que una chica tan especial como tú haya tenido el valor para andar con él. Además de especial y dulce, eres preciosa.
—Pero no es así como él me ve... soy torpe, inútil y no tengo esperanzas...
—¿Inútil? Esta escuela no sería lo mismo sin ti... ¿cómo puede ser inútil alguien que haya pintado esta preciosidad?
La señorita Pony señaló su lienzo, dibujó a una chica con la mirada perdida en la ventana con vista hacia una colina tapizada de hermosas florecillas.
—Pero no me llevan a ninguna parte. Todo ésto no me sirve de nada... seré siempre una carga para todos...
—No lo creo así y si eso es lo que piensa Neil, definitivamente no te merece.
La campana sonó en ese momento, poniendo fin a la conversación y Candy salió junto con todos los demás hacia su casa. El camino no era muy largo y ella se sabía cada rincón de memoria, conocía la más mínima piedra y muro del trayecto que llevaba tres años recorriendo.
...
—¡Vamos Grand! ¡No te dejes!
El callejón ancho de la calle Hell Down del barrio Lost Land de Nueva York servía de cuadrilátero para las peleas clandestinas. Había una sinfonía entre el ruido de la jauría de jóvenes masculinos y femeninos que apoyaban a su favorito y el sonido seco de los puñetazos, las patadas o los quejidos de algún golpe bajo.
—¡Aaaarrrrr!— Un chico robusto y tosco se impulsó con todas sus fuerzas hacia Grand para arrinconarlo contra la pared de ladrillos y molerlo, pero Grand, alto y fornido, era mucho más ágil, sus reflejos eran los de un felino, pero ya estaba bastante apaleado, estuvo a un escaso segundo de ser aplastado por su contrincante, pero lo esquivó, estrellándose el grandulón contra la misma pared en la que pensaba acorralarlo. Su furia se encendió más, pero Grand estaba preparado. No había mejor refuerzo que su voluntad y el propósito por el cual deseaba ganar.
—¡Acábalo, Dust! ¡Que no escape!— Animaban los del bando contrario.
Dust era más grande y corpulento que Grand, pero era torpe y confiado, Grand era listo, calculador, sabía cuándo y cómo atacar, por eso, Dust no vio venir el puñetazo que le torció el rostro y se lo desfiguró, expulsando un escopetazo de sangre. Grand aprovechó el aturdimiento y lo derribó de una patada, digna de una escena de alguna película de Jean-Claude Van Dame.
—¡Eso es! ¡Grand! ¡Grand! ¡Grand!
Algunos festejaban la victoria, otros simplemente se marchaban con la cara larga y los bolsillos vacíos.
El callejón quedó despejado. Grand contaba sus ganancias. Ochocientos dólares. La mitad iría para la renta del apartamento que compartía con su madre, el resto... para su carrera universitaria, con la esperanza de poder completarla algún día.
Era verdad que se sentía molido, pero satisfecho. Sacudió su cabello castaño, casi hasta los hombros, lo traía sudado y con algún rastro de sangre. Estaba mallugado, pero aún así, era un guapísimo chico de veintiún años, de rasgos finos y fuertes, como mandíbula cuadrada y nariz recta, labios delgados y varoniles, dientes blancos y en perfecta simetría a pesar de todas las peleas callejeras y unos ojos azules que hechizaban.
Iba dispuesto a caminar hasta su casa. Sólo pensaba en el sermón que le daría su madre, no importaba si él llegaba con un millón de dólares en su bolsillo, su angustia de madre temía que un día no volviera, al menos no vivo.
—Lo siento. No te vi.— Se tropezó con la chica, tumbándole sus libros y asustándola de pronto, tanto que la pobre cayó de rodillas en el suelo.
—No... no te preocupes...— Respondió nerviosa. La voz de Grand, a pesar de su olor a sudor y a sangre, le pareció cálida.
—Venía distraído. Toma...
Le extendió el libro que había caído al suelo y ella lo tomó sin mirarlo. Grand pensó que era muy tímida o que estaba asustada como un cachorro. No la culpaba, él debía lucir de terror luego de la lucha.
Reparó en ella. De complexión delicada, una faldita mona, pero discreta, encima de las rodillas y una blusa de manguillos, sus curvas eran perfectas para su figura delgada, tenía un larguísimo cabello rubio ondulado, sus rasgos eran delicados. Nariz pequeñita y respingada, mejillas rosadas, pómulos perfectos, boquita pequeña con labios generosos, su cara estaba salteada por pecas de un hermoso color pardo, pero él se perdió en sus dos ojazos verde esmeralda que se negaban a mirarlo. Sus ojos lo atraparon, llenos de luz, grandes, como dos piedras preciosas que embellecían un rostro angelical.
—¿Estás bien?— Le volvió a preguntar, una vez ella se puso de pie y él le pasó su mochila.
—Sí. Ya estoy acostumbrada al suelo.— Le sonrió, iluminándolo todo, embelleciendo incluso ese horrible callejón.
—Discúlpame otra vez. No deberías caminar sola por éstas calles, son muy preligrosas...
—Es la primera vez que me tumban.— Aunque su comentario fue irónico, ella sonrió con tanta dulzura que él casi podía tocarla.
—Espero entonces que el peligro en tu camino no sea yo. Soy Terruce Grandchester, puedes llamarme Grand...— Le extendió la mano, pero ella no la tomó.
—Mucho gusto, Terruce. Yo soy Candice White. Candy.— Ella le extendió la mano ésta vez, pero no en dirección hacia él y entonces él lo supo y se quedó en shock. No tenía miedo de mirarlo a los ojos. Era ciega.
Continuará...
¡Hola!
Chicas, ésta historia no era lo que tenía en mente, pero surgió ésta mañana y la quise compartir con ustedes, espero que hasta ahora, haya llamado su atención.
Un beso y espero que nos sigamos leyendo,
Wendy
