"Si tú me dices ven, yo te mando a la mierda"

Enemigos de infancia, enemigos de imperios, enemigos de países, enemigos de monarquía. Enemigos hasta para respirar, por dios. ¡Es que no había otra palabra que les describiera! Uno porque era un bastardo insensible sin corazón que clava puñales por la espalda como si fuera un hobby y el otro, tonto como él solo y confiado como nadie, sujeto de abrazos y sonrisas despreocupadas que provocaban una y mil traiciones.

España era incapaz de no abrazarse a alguien y sonreírle e invitarle a recoger tomates en su huerto, aún si el tipo era un desconocido que se acabara de topar por la calle. Y claro, a carácter español… Se le llenaba la casa de gente antes de poder decir 'jamón'. Por todos es sabido que los españoles son despistados.

Inglaterra, por su lado, no podía vivir sin desconfiar. ¡Cómo hacerlo si quizás en las sombras de su casa se esconda aquel bastardo barbudo y francés, presto a clavarle un tenedor en el ojo! Ingleses, precavidos por naturaleza, quisquillosos como zorros y truhanes como duendes, dispuestos a sacar provecho en cuanto la oportunidad lo ofrezca sin pedir perdón ni permiso y, desde luego, sin mirar atrás.

Véanse aquí a dos espléndidos ejemplares opuestos en características y virtudes, tan diferentes entre sí como el día y la noche, como el blanco y el negro, como la lluvia y el Sol. Dos criaturas que están destinadas a pelear y odiarse con todo lo que les salga del pecho, a gritarse e insultarse como si la vida les fuera en ello.

Francia opina, y ojo que Francia sabe mucho de esto, que la tensión es tan tremenda en su relación que algún día es posible que les explote la cabeza. Él, en su infinita y retorcida sabiduría, sabe que existen atardeceres, que el color gris no es inventado y que los arcoíris son bonitos.

Pero vamos, vemos a Inglaterra, al señorito Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, con su ceño fruncido y su elegante vestir, y luego vemos a España, al graciosillo burlesco e inocentón del Reino de España con aquellos pantalones viejos y desgastados y esa sonrisilla estúpida… y es que sólo nos faltan las palomitas porque todos sabemos que en cuanto hagan contacto visual se van a dar de tortas de lo lindo. Cosa fina, oye.

Desde que la máxima afrenta que podían hacerse mutuamente era quitarse el postre en casa de Imperio Romano, pasando por las batallas a cañonazos en el Caribe y llegando incluso a aquellos extraños matrimonios con fines no demasiado convincentes, Inglaterra y España han tenido que aguantarse como hombres aquella espina que les ha acompañado a lo largo de la historia, forcejeando un poco por aquí, tirándose los trastos por allá, que si mira que te ahogo, que verás cómo te arranco los ojos…. Una convivencia más o menos sana, con roces aquí y allá, pero fastidiándose y manteniendo el tipo como los dos señores imperios que eran.

El problema, señoras y señores, es que eran enemigos declarados, pero el concepto no acababa de cuajarles a ninguno, se quedaba corto.

Y aquí entra en escena nuestro bien amado Francia, que intentó ponerle un nombre a tan singular relación y a cambio se llevó un trabucazo. España e Inglaterra no estaban mal siendo enemigos, y tenían clarísimo que nadie, y mucho menos el petardo de Francia, se iba a meter en sus cuestiones, así que en cuanto España guardó la escopeta volvieron a darse de bofetones como si no les hubieran interrumpido.

El concepto básico para comprenderles radica en ese natural 'no-me…no-me…que-te…que-te…' con el que amenaza una madre a su hijo, mano en alto y advertencia sin formular, que hace que el niño se encoja y acuda a la velocidad de la luz a cumplir con sus deberes. Ya les dijo, por aquellos años en que ninguno de los dos levantaba medio palmo del suelo, su señor Imperio Romano con la mano amenazante bien esgrimida, que como no se llevaran bien iban a limpiar las cuadras de toda Roma con la lengua, habiéndose llevado previamente el bofetón.

Quizás la culpa de todas sus rencillas fuera esa mágica amenaza. Quizás si Imperio Romano no les hubiese obligado a darse la mano como buenos amigos y estar todo el maldito día juntos, con el estúpido niñato de Francia revoloteando a su alrededor y burlándose, su relación hubiera sido bien distinta, quizás no rosa, pero sí abandonando ese rojo iracundo.

Francia descubrió, por su parte, cierto día que andaba navegando por las aguas de la actual Cuba, observando con el catalejo a dos gigantescos galeones llenos hasta los topes de piratas armados hasta los dientes (corsarios, en el caso de Inglaterra), a los dos capitanes, con sus casacas de pesadas y ricas telas, sus alhajas doradas cubiertas de rubíes y zafiros, sus pistolas de plata lacadas, las espadas de acero con el pomo de platino, oro y marfil y, lo más espectacular de todo: sus dos pares de ojos madreselvas, cada cual más salvaje e indomable que el anterior.

Y luego, frente a las poderosas y bravas aguas del océano, un barco abordaba al otro, da igual cual, pues acabarían los dos destrozados con sangre y miembros humanos. Y entre las velas en llamas, dos bastardos partiéndose la cara a puñetazo limpio, gritando como bestias, arañándose como salvajes e incluso mordiéndose.

Francia iba a gritar, a acercar su propio navío plagado de cañones para ayudar a su no demasiado fiel amigo, tan leal como él mismo, pero entonces Inglaterra decidió que no le gustaba que le mordieran y que prefería agarrar a España de los pelos y plantarle un señor morreo, metiéndole la lengua hasta las amígdalas.

España, conocido por todo el mundo mundial como el país de la pasión, poco pudo hacer salvo arrancarle a tirones la pesada gabardina empapada en sangre y rasgar la camisa en dos mientras el propio Gran Bretaña usaba una daga para cortarle la faja y los pantalones al castaño, gruñendo en su boca y mordiendo todo lo que pillara. España atacó con los dientes el cuello del rubio mientras buscaba desesperadamente el cierre del pantalón, arañando cuanta piel le fuera posible y rompiendo en pedazos la cara tela de los bombachos bretones, recibiendo una protesta e insultos mascullados entre dientes y tres o cuatro tirones de pelo salvajes que solo consiguieron que subiera la cabeza y se comiera la boca de Inglaterra con un hambre voraz.

Y Francia, con la boca tocándole las botas, observó como aquellos dos animales sudaban y arriesgaban sus vidas bajo las telas ardientes, sus dos cuerpos juntos y solitarios en una cubierta repleta de cadáveres y moribundos, ahogando suspiros y dándose algún que otro puñetazo fortuito en honor a las viejas mañas.

Claro, que a buen entendedor, pocas palabras bastan.

Francia salió disparado al primer puerto neutral a esperar a su medio hermano castaño, que apareció entre botella de ron y botella de ron con toda la ropa hecha unos zorros y una sonrisa idiota que se le caía de lo grande que era. Mas, cuando el buen francés quiso comentarle los hechos, España se hizo el tonto, le mandó a la mierda y se largó en su barco con la misma gigantesca sonrisilla estúpida.

Pero, vamos, sabemos que Francia no se quedó quieto y se conformó. ¡Por Dios, es Francia! Era más que obvio que esperaría a que Gran Bretaña apareciera para hacerle la gran pregunta que satisfaría su incesante necesidad de chismorreo. Lo que al de la barba no se le ocurrió es que Inglaterra no sólo se limitaría a darle una patada en el culo como España, sino que sacó la pistola y Francia se vio obligado a salir por patas de la isla y no volver en al menos unas cuantas semanas a riesgo de que el rubio de cejas superpobladas se decantara por pegarle un balazo.

A lo largo de la historia se sospecha que han ocurrido más de estos episodios de necesidad, pero no quedan confirmados a causa de la negación de las naciones implicadas a comentar estos desmanes, cosa que ha dejado a países chismosos (véanse Hungría, Taiwán, Francia, Italia, Prusia, Dinamarca, Austria, Japón, Grecia, Turquía, Nueva Zelanda, Australia, Finlandia, China, Seychelles e incluso Liechtenstein (cuando Suiza no mira)) con las ganas de saber si hay romance o sólo sexo.

Nos parece increíble, además, que fuera Francia el que los pillara por segunda vez, muchos siglos después, en la biblioteca de la Academia W, cuando se vieron obligados a acudir a clases como cualquier persona normal. Boquiabierto quedó el galo al ver a su fiel compañero castaño estampado contra una estantería, libro en mano y boca jadeante, siendo aprisionado por Inglaterra, que parecía muy a gusto mordiéndole el cuello al sureño, arrancándole la corbata y toqueteando bajo su camisa.

Tras los imprescindibles bofetones en nombre de las viejas glorias, el asunto se convirtió en algo muy similar al anterior que vio el gabacho, pero siendo este tan idiota de no grabarlo y tener pruebas para demostrar la extraña relación; más tarde sería linchado por los susodichos países interesados en los cotilleos por imbécil.

Así ocurren las cosas, con España e Inglaterra odiándose como ellos solos y demostrándoselo de maneras tan extrañas que van desde los disparos hasta los bofetones, pasando sin dudar por el sexo, los arañazos, las mordidas y los insultos entre dientes. No pueden vivir sin odiarse, eso queda más que claro, pero al mismo tiempo sienten la necesidad de encontrarse, de liberar tensiones y de necesitarse como sólo personas con su brutal temperamento animal pueden hacerlo.

Lo que les une no sólo radica en el desprecio, sino en la simbiosis que logra que sigan viviendo. Porque al fin y al cabo, no se puede concebir un mundo donde los dos grandes titanes no se necesiten el uno al otro.

Fin.

Esto pasó porque se me ocurrió el título y me dio tanta risa que me dije 'tienes que escribir algo con esto'. Y como soy así de lista, pues venga, SPUK-UKSP o como carajos se diga.

Opté por meter a Francia porque, vamos, Francia lo sabe todo de España, que para eso convivieron durante tropecientos años en casa del abuelo Roma. Y de Inglaterra ya ni hablamos, sabe cuál es el color de sus calzoncillos sin saber el suyo propio, así que ahí lo dejo.

Planeo hacer algún que otro capítulo más, pero no sé cuando, por lo que lo dejaré como 'completo', pero esto no se acaba aquí, ojo.

¡Besitos con miel para los lectores que dejan comentario!

Yatinga