Cada mañana el sufrimiento al que estaba atado por toda la eternidad lo hacía despertar en sus dominios. Siempre en medio de la penumbra de la oscuridad, el miedo y la soledad.

Cuando la noche caía, arrebatando la vida de unos cuantos y bañando los subsuelos con la luz de la luna llena, a Asgore siempre le molestaba un "ánima": La figura de un pequeño cabrito pintado de negro que lo obligaba a seguirlo hasta su patio, siempre le llamaba por "Papá" o, como su ahora desaparecida y tal vez muerta esposa le decía: "Señor Felpudito", todo esto acompañado de una risa incrédula.

Cuando el Rey, con temor inundando su blanquecino corazón, se armaba de valor para descifrar las intenciones de ese ente, esta desaparecía entre los jardines llenos de vida. El cabrón indagaba en el gigantesco patio, atravesando flores doradas o extensos campos de pasto verde, sin éxito volvía a la cama con un escalofrío recorriendo su espalda, esperando poder olvidar lo sucedido.

Algunas veces la melancolía lo atacaba cuando él se sentaba en medio de su jardín, recordaba con añoranza esos momentos de alegría que pasó junto con Toriel y Asriel, de cómo tomaban deliciosas tazas de té de flor dorada y exquisitas tortas de caracol -Mismos que aceptaban perecer en manos de Toriel- o de algún fruto.

El ánima desaparecía al saber que Asgore maduró en el aspecto que deseaba, su fortaleza, la paz interior al saber que todo lo que amó se perdió en medio de la nada. Que aquello nunca podría ser reconstruido.

Le dolía mucho existir y, empezar a olvidar la cara de su precioso hijo y de su bella esposa, poco a poco olvidaría sus voces, sus figuras, sus nombres.

Ese era el costo de ser un rey.

Debía asumir su responsabilidad e impedir que la derrota lo masacrara.

Tenía que sembrar en su gente las esperanzas que murieron en él.

Era necesario seguir adelante, aún si se debía caminar entre el campo de flores marchitas.