Para Little Oldman.
Buenos días, Moony.
No era el recuerdo de una noche tumbados en la playa. No era un polvo rápido en el armario de las escobas. Ni siquiera era el vistazo, prohibido y excitante, de la piel que no se exhibe y que está debajo de la ropa. No.
Era algo más. Algo asfixiante e inquietante. Algo que juega a dejarte sin aire. Algo que te oprime el pecho cuando sientes su presencia en algún lugar. Algo que te hace daño. Que te enloquece. Que provoca dolor de cabeza. Marea, excita, hiperventila.
Es desquiciante. Te hace suspirar. Respirar hondo, profundo. Te hace respirar hondo. No te deja dormir. No te deja vivir. No te deja pensar. No.
Pero nada importa, no, cuando él se desliza a tu lado, justo antes de amanecer, entre tus sábanas. Con esos movimientos elegantes. Se desliza así. Con movimientos elegantes, deliciosamente enloquecedores.
Con el pelo revuelto y la mirada soñolienta. Su piel acaricia la tuya y está cálida, enloquecedoramente cálida. Y el corazón se te acelera mientras él enreda sus piernas, largas, bien torneadas, con las tuyas y te dice con voz ronca, como desgastada de tanto usarla: "Buenos días, Padfoot"
Y, joder, qué deliciosamente ronco ha sonado. Ha susurrado. Para ti. "Buenos días, Padfoot". Y, joder, deseas tener una noche en la playa tumbado junto a él. Deseas echarle un polvo rápido en aquel armario, entre las escobas. Deseas besar la piel prohibida y excitante de sus muslos. Y, joder, deseas tener un día el valor de meterle en tu cama, cubierto por tus besos, y echarle un polvo aderezado con jadeos y promesas de amor entre tus sábanas.
