Cuidador a la fuerza
-¿Por qué no has fregado el maldito suelo? -preguntó Enrico, rojo de rabia, mirando al muchacho que se encontraba repanchigado en el sofá, viendo la televisión muggle que había en aquella casa. Casa en la que no había más ocupante que ellos dos. El adolescente, de pelo gris, clavó en él una mirada gélida, como si le estuviera perforando la piel para meterse dentro de él. Enrico sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Aquello siempre le pasaba, y siempre retiraba la mirada. No era capaz de sostenérsela por más de dos segundos.
-A lo mejor porque yo no soy la señora de la limpieza -respondió, con una voz que casi pudo oírse crujir de lo fría que era-. Si mal no recuerdo, el jefe te dejó a ti a cargo de esta casa, y por eso de todo te ocupas tú. Y a mí básicamente me la pela que tengas siete años o los que sea que tengas. Yo me limito a esperar a que contacten con nosotros y luego haré lo que haya que hacer. ¿Te ha quedado claro, cucaracha?
Enrico agarró con tal fuerza el mango de la fregona que casi lo partió. Llevaban tres días viviendo en aquel apartamento en Bari, donde al parecer el misterioso hombre vestido de blanco los había dejado tirados, porque no había ido allí en ningún momento, y Enrico estaba harto de aquel adolescente arrogante y déspota. ¿No podía haber salido de otra manera? Al parecer no. Al jefe le había gustado así, y así se había quedado. Y ni siquiera le había dado un nombre nuevo. Pero por extraño que parezca, al chico antes conocido como Romano Falcone parecía importarle un pepino no tener nombre. Enrico siempre le llamaba "tú", así que estaba bien con eso.
-¿Se puede saber qué estás haciendo ahí parado? -preguntó el muchacho, incorporándose del sofá y levantándose, acercándose a Enrico con aquella mirada que a veces no parecía humana. Enrico retrocedió, con las piernas temblándole. Cada vez que hacía eso, sentía como si estuviera leyéndole la mente, que era más o menos lo que ocurría en realidad. Los poderes de augur del chico habían aflorado con el ritual y ahora era capaz de leer mentes y corazones con una exactitud casi milimétrica. Enrico no podía ocultarle nada.
-D-déjame en paz -le pidió, con un involuntario temblor en la voz. Una sonrisa sardónica asomó a los labios del mayor.
-Pues si quieres que te deje en paz, haz tu trabajo y ni se te ocurra volver a dirigirme la palabra...cucaracha -escupió con desprecio, para luego volver al sofá y adoptar la misma postura que antes. Enrico se arrepentía, y mucho, muchísimo, de haber sentido lástima por él tras el ritual.
