Ah, uno de mis fics favoritos de todos los que escribí; una personita muy especial me recordó que quería resubirlo~ ¡Gracias!
Ni Kuroko no Basket ni sus personajes son de mi propiedad, todos ellos pertenecen a Tadatoshi Fujimaki.
Cerró los ojos, inspirando hondo y tratando de armarse de una paciencia que no tenía. Contó hasta diez, repitiéndose a sí mismo "Aomine, cálmate; Aomine, tranquilo". Por amor a Dios, él era Aomine Daiki; desinteresado, tan orgulloso que pasaba más de la mitad de su vida fingiendo que nada lo perturbaba. Era consciente a medias de su actitud, por lo que sabía que todo lo afectaba más de lo que aparentaba, pero no le daba demasiada importancia.
Sin embargo, y dentro de la amplia gama de sentimientos y arranques emocionales que luchaban por dominar su cuerpo y su alma a diario —y que él sometía a su mirada gélida y su eterna actitud desinteresada—, los celos eran la emoción que más le costaba controlar.
—Ah, Taiga, tienes la cara manchada con helado…
—Cállate, Tatsuya, no eres mi madre —se quejó Kagami; pero dejó la cuchara dentro de la copa de vidrio y, tomando una servilleta, se la pasó al azar por el rostro, frotándola por todas partes excepto por el sitio donde, en efecto, se vislumbraba una mancha de color rosado—. ¿Dónde? —preguntó, a regañadientes.
El otro rió; sus risas eran ligeras, tan efímeras que se desvanecían en el aire en un segundo, dejando detrás de ellas la sensación de que nunca habían estado ahí. Con los ojos apenas entrecerrados por la gracia, el pelinegro tomó la servilleta que el otro sostenía en la mano y se la pasó por la mejilla, arrastrando consigo la sustancia rosácea de sabor frutilla.
Kagami frunció el ceño, antes de arrebatarle la servilleta de regreso y dejarla por cualquier parte sobre la mesa, arrugada. Luego de dirigirle una mirada fulminante —en plan "no soy un niño, puedo limpiarme solo"—, volvió a tomar la cuchara y continuó comiendo, contemplando los brillantes colores de su helado como si éste tuviera la culpa de lo que acababa de ocurrir. El pelinegro se limitó a observarlo, apoyando el codo sobre la mesa y descansando la cabeza sobre la palma de su mano como si el pelirrojo comiendo fuera el espectáculo más interesante del universo entero.
Aomine sintió que la sangre le hervía.
No podía. Simplemente no podía. Era inmanejable, como si un líquido oscuro y corrosivo le recorriera la columna vertebral hacia arriba, arrasando con todo a su paso y borroneando su juicio. Quizás era porque era demasiado posesivo, o tal vez sólo estaba mal de la cabeza. O, quizá, tenía que ver con su desprecio intrínseco hacia ese muchacho, ya que sus peores arranques de celos siempre parecían estar dirigidos a él…
No podía evitarlo.
Era todo la culpa de ese imbécil de Himuro Tatsuya.
Aomine llevaba más de seis meses saliendo con Kagami Taiga. En realidad, ninguno de los dos sabía bien cómo había sucedido, pero con toda probabilidad había sido esa química explosiva entre ellos la que los había llevado a acercarse tal vez demasiado después del segundo partido de Seirin contra Tōō —lo que a la larga había desembocado en que, encandilados el uno por el otro, empezaran a salir juntos. Kagami era todo lo que Aomine siempre había deseado: un rival de su calibre, alguien que había logrado ponerle los puntos y frenarlo dentro de la cancha. Y la luz que el moreno emanaba cada vez que entraba al campo de juego, como un relámpago azulado, había sido más que suficiente para que el pelirrojo se viera primero deslumbrado y luego atraído por él.
Sin embargo, esos seis meses no habían bastado para que Aomine se acostumbrara a la constante presencia del "hermano" de Kagami en su día a día. Luego de la Winter Cup, las tensiones entre los dos muchachos se habían suavizado hasta borrarse por completo, por lo que ahora era frecuente que el pelinegro apareciese en el departamento del tigre, que fuesen a jugar uno contra uno juntos; en fin, que hicieran todas esas cosas que los hermanos o mejores amigos suelen hacer. Y Aomine, incluso al día de hoy, no había aprendido a tolerarlo.
Le molestaba. No sabía qué era lo que tenía, lo que hacía que los nervios se le crisparan y que sintiera como si la rabia le saliera a borbotones por los poros. Tal vez era su gesto usualmente inexpresivo, de facciones delicadas pero firmes, con ese odioso lunar debajo del único ojo visible en su rostro —puesto que el otro se hallaba casi siempre tapado por sus finos cabellos negros. Quizá tenía que ver con el color de sus ojos, de un gris apagado, que se volvía casi negro en las raras ocasiones en que se enfadaba. No era imposible que también entrase en juego su forma de ser, amable en su naturaleza fría; distante, pero cariñoso con sus seres queridos al mismo tiempo; poseedor de una determinación glacial.
Lo fastidiaba, lo fastidiaba y punto. Pero era alguien importante para Kagami. Y por eso tenía que convivir con él con una frecuencia mayor a la que le hubiera gustado.
Todo habría sido más fácil si ese idiota se hubiera limitado a desaparecer.
A veces, le daba la sensación de que Himuro lo hacía a propósito; provocarlo, jugarle malas pasadas en la que Aomine sentía que los celos se lo comían. Dos o tres veces, había alcanzado a percibir una miradita desafiante de parte del escolta de Yōsen, como si se burlara de él; justo antes de que el muchacho hiciera algo por lo que los celos del moreno habían rugido como leones enfurecidos. Pero claro, no tenía pruebas. Y Kagami no quería ni oír hablar del asunto; siempre reaccionaba igual, alegando que Himuro era su hermano, que una cosa así estaba fuera de consideración, y que el moreno sólo exageraba.
A Aomine no le gustaba sentirse como esas adolescentes histéricas que parecían capaces de secuestrar a sus novios con tal de que no hablaran con otras chicas, por lo que al final él también terminaba por abandonar el tema.
Pero los celos no se iban así como así.
—Aominecchi… —Sintió que una vocecilla lo llamaba desde lejos. Él no le prestaba atención; sus ojos, en ese momento, se hallaban clavados en la forma en que Himuro había pasado el brazo por encima de los hombros de Kagami, riéndose de él por algo que el pelirrojo acababa de hacer. Sus cabellos negros relucían bajo la luz cálida de la heladería, y su piel nívea contrastaba con el tono más bien bronceado de Kagami—. Aominecchi…
Arrugó la frente, observando cómo Kagami no hacía nada en absoluto por quitarse a su supuesto hermano de encima, cuya camisa blanca se arrugaba allí donde su cuerpo hacía contacto con el del pelirrojo. El as de Seirin vestía una sencilla camiseta sin mangas de color bordó, por lo que su piel expuesta era la suficiente como para que Aomine sintiera que estallaba de rabia al percibir los puntos donde el cuerpo del pelinegro y de su hermano se tocaban directamente. Los orbes rojizos se alzaron hacia el lado opuesto a donde se hallaba Himuro, contemplando con asombro algo que Aomine no llegaba a ver, hasta que…
—¡Aominecchi! —El moreno puso una mueca de dolor cuando sintió un fuerte golpazo justo en la coronilla. Emitió un gemido, girándose para mirar fulminante a la figura alta y de finos cabellos rubios que se encontraba parada justo al lado de su asiento —eso que Kagami había estado mirando, y que Aomine no se había visto venir. Su expresión era una mezcla de diversión y contrariedad, y por la forma en que mantenía el brazo en alto, debía haber sido él quien acababa de golpearlo.
Kise Ryōta sonrió cuando por fin tuvo su atención. Yacía allí parado, con una de sus típicas sonrisas deslumbrantes —de ésas que nunca se sabe si son sinceras o no—, vestido con una sencilla camisa blanca y una corbata rojo oscuro, y cargando su abrigo color beige en una mano. Se pasó la mano por la frente, echando su cabellera rubia hacia atrás como si estuviera orgulloso de sí mismo.
—Diablos —masculló Aomine, frotándose el lugar de la cabeza donde había recibido el golpe, y entrecerrando los ojos al volver a mirar al modelo—. ¡Kise! —escupió el nombre del contrario—. ¿Qué demonios quieres?
—¡Hola, Aominecchi! —saludó el otro, como si no supiera leer la atmósfera hostil que transmitía Aomine, o como si lo hiciera pero simplemente no le importara—. ¿Cómo estás? ¿Puedo sentarme aquí?
Kagami y Himuro habían dejado lo que estaban haciendo para mirar al recién llegado; el primero, con los ojos muy abiertos por lo sorpresivo de su repentina aparición; el segundo, con apenas un dejo de curiosidad tiñendo sus facciones.
Aomine soltó un bufido antes de hacerse a un lado, dejándole un sitio en la larga butaca en la que se hallaba sentado. Sabía que, si le decía que no, montaría una escena; y era algo que prefería ahorrarse. Kise se colocó a su lado, tarareando alegremente una melodía mientras se quitaba dejaba su bolso y su saco de manera desordenada sobre el asiento.
Un rápido vistazo hacia Kagami reveló al moreno que éste había fruncido el ceño al ver a Kise sentarse a su lado, pero decidió no darle importancia. ¿Qué quería que hiciera? Se trataba de Kise, a fin de cuentas. Si se negaba, empezaría un berrinche en el medio del local, y lo último de lo que Aomine quería formar parte era de una puesta en escena en medio de una heladería.
Además, ¿quién demonios era Kagami para quejarse? Él estaba ahí con su adorado Himuro, así que si Aomine quería permitir que su amigo se sentara a su lado, ¿por qué no podía hacerlo? Encima, por irritante que fuera el rubio, en algún sitio profundo de su ser Aomine sabía que estaba en deuda con él. Había temido que se tomara a mal la relación que Kagami y él mantenían ahora; pero Kise, lejos de enfadarse o sentirse asqueado, les había manifestado su apoyo desde un principio. Lo mismo valía para Himuro, tal vez… pero a él le importaba un carajo lo que pensara ese idiota.
—¿No comes helado? —le preguntó el rubio, al notar que no había nada sobre la mesa frente a Aomine. Éste sacudió la cabeza, y Kise infló las mejillas como si hiciera pucheros—. ¿Por qué no? ¡Si no pides helado, no puedo pedirte que me convides!
Aomine lo miró con incredulidad, dividido a su vez entre el hastío y el aburrimiento.
—¿Por qué harías algo como eso? Pídete uno para ti y ya —soltó sin más, con sorna. Pero Kise negó con vehemencia, sacudiendo sus rubios cabellos a uno y otro lado mientras lo hacía. Miró a Aomine con sus ojos dorados brillándole con decisión.
—Claro que no, el helado engorda demasiado como para que me pida uno entero yo solo —señaló, poniendo un extraño tono solemne que no le sentaba para nada bien—. Tengo que cuidar mi figura.
Aomine no contestó nada. No tenía nada que decir contra eso, ni le interesaba hacerlo. Al mismo tiempo, Himuro informó a Kagami que había vuelto a mancharse con helado, y Kise en seguida se distrajo; deshaciéndose en carcajadas mientras el pelinegro trataba de limpiar el rostro de su hermano con una servilleta —Kagami, por supuesto, contorsionándose y tratando de escapar de las garras del escolta.
El moreno se hundió en su asiento, limitándose a permanecer callado mientras los demás reían y charlaban. Mantuvo la vista clavada en el exterior, a través de la ventana, donde los transeúntes iban de un lado para otro bajo el cielo anaranjado del atardecer que se cernía sobre las calles de Tokio.
Suspiró, volviendo a dejarse llevar por sus pensamientos, tratando de no mirar demasiado a Kagami y Himuro por temor a que sus celos volvieran a tratar de dominarlo.
—Te digo que no es así…
—Lo veo, Bakagami, ¿piensas que soy idiota?
—Es mi hermano, Aomine.
—Pero no lo es, en realidad. No es como si no pudiera tener otras intenciones contigo.
—Ya hemos tenido esta conversación cientos de veces, joder. Ya déjalo. —La voz de Kagami se oía cansada, mientras se dirigían a paso desgarbado rumbo al departamento del pelirrojo. El cielo se hallaba casi por completo azulado; sólo en algunos puntos poseía un tinte más violáceo, meros vestigios de un anochecer que ya había culminado. Por fin estaban solos; y Aomine, una vez más, no se rendía.
—No puedo creer que sigas con eso, que no te des cuenta. ¡Diablos! —exclamó, pegándole una patada a una piedrecilla en el camino. La roca rebotó varios metros sobre el suelo, antes de desviarse hacia la calle y desaparecer de la vista—. Es tan jodidamente obvio.
—¿Y Kise qué? —siseó el pelirrojo de pronto, deteniéndose con brusquedad y colocándose de brazos cruzados justo por delante del moreno. Lo miraba serio, frunciendo el ceño con los ojos clavados en los de Aomine—. De él no dices nada, ¿eh?
El ala–pívot de Tōō suspiró con abatimiento.
—Te digo que Kise no tiene nada que ver —repitió por lo que se sentía como la milésima vez—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Él no–…
—¡Aomine, por Dios! —protestó Kagami a viva voz, despertando la preocupación de una anciana que pasaba por allí cerca y causando que ésta empezara a caminar más rápido, alejándose de ellos—. ¿No te das cuenta de cómo te mira? ¿Y qué con todo ese "Aominecchi, Aominecchi", piensas que eso es normal?
—Eso es así desde Teikō, no puedo hacer nada para que lo cambie —masculló Aomine. La verdad era que el apodo que Kise le había puesto resultaba bastante irritante, pero sabía que era la manera del rubio de expresarse y que no iba a cambiarlo aunque se lo pidiera—. Y ya que estamos con ésas, ¿por qué ese idiota puede llamarte por tu nombre de pila y yo no? —contraatacó, enfadado. Ése era uno de los aspectos de Himuro que más lo molestaban; que él pudiera referirse a Kagami como "Taiga", y él no—. ¿Eh?
Kagami se revolvió incómodo.
—Eso es porque como nos conocemos desde chicos… Él siempre me llamó así, si lo hicieras tú sería… —Sus mejillas adquirieron un intenso tinte rojizo, y ambos entendieron a qué se refería. Las únicas circunstancias en las que Aomine había utilizado el nombre de pila del tigre, habían sido durante el sexo. Por el resto, Kagami tenía prohibido al moreno llamarlo "Taiga", aunque si tenía que ser sincero, a Aomine le daba la sensación de que era porque le gustaba tanto escucharlo de él que sentía vergüenza. El pelirrojo sacudió la cabeza y espetó—: Además, Momoi te llama "Dai–chan", si ése es el caso. ¡Ella también usa tu nombre de pila, y tú la llamas "Satsuki"!
Echó a caminar de nuevo, enfurecido. Justo entonces se encontraron con un paso a desnivel, y Kagami empezó a subir los escalones de tres en tres, mientras Aomine lo contemplaba incrédulo.
—¿Qué demonios tiene que ver Satsuki en todo esto? —soltó, siguiéndolo en su subida por la escalera. Kagami no respondió; sí, se había cabreado, sin lugar a dudas. Aomine suspiró con pesar, contemplando el suelo con mala cara. No entendía cómo era posible que Kagami no se diese cuenta de que Himuro le estaba muy encima, demasiado encima. Kise no tenía nada que ver, él se le había confesado hacía ya mucho tiempo, cuando estaban en Teikō, pero su relación no había avanzado más allá de una cercana amistad. El rubio había desistido después de eso, por lo que el ala–pívot de Tōō no veía motivos para que justo ahora volviera a intentar aproximársele de esa forma. Además, Kise había conocido montones de gente nueva, tenía senpais que lo apoyaban y un sinfín de admiradoras. Podía escoger a quien quisiera, no era como si Aomine fuera su única opción.
Hicieron el resto del camino en silencio. La tensión era palpable en el ambiente; estaban enojados el uno con el otro, y lo sabían, pero eran los dos demasiado cabezas duras como para aceptarlo y tratar de reconocer que quizás el otro tenía parte de razón. Por lo que avanzaron a través de la ciudad en absoluto silencio, caminando uno al lado del otro pero sin mediar palabra en ningún momento.
Así fue hasta que llegaron a la entrada del edificio donde Kagami vivía. Para ese entonces ya era completamente de noche, y no había demasiados transeúntes por esa parte de la ciudad. El pelirrojo se quedó parado en la entrada, girándose sobre su eje para mirar a un Aomine que también yacía de pie allí y clavaba sus ojos azul marino en los de él con una intensidad tal que el as de Seirin sentía que lo atravesaba de lado a lado con la mirada.
Se miraron por unos instantes, sin decir nada, hasta que por fin el moreno suspiró.
—Ugh… —masculló, clavando la vista en el suelo y poniendo expresión de abatimiento—. Lo siento, es que… —Buscó palabras con las que justificarse, mas no las halló. Tampoco iba a reconocer sus celos en voz alta, aunque fueran más que evidentes. Aun así, aquel pobre intento de disculpa pareció bastar a Kagami, que también suspiró y relajó un poco su gesto y los hombros, que había mantenido rígidos en todo momento.
—Lo sé —murmuró, mirando el suelo mientras hablaba—. Lo siento también por lo de Kise, tú no lo llamaste allí, al fin y al cabo —reconoció; y era verdad. El rubio había aparecido allí como si se materializara de la mismísima nada; probablemente, luego de una sesión de fotos en los lujosos estudios de Tokio.
No se miraron el uno al otro, por unos instantes. Fue Aomine el primero en levantar la mirada, para luego acercarse a pasos lentos pero decididos hasta el pelirrojo, subiendo una mano hasta su cuello y juntando sus labios en un beso suave.
Como siempre cuando se besaban, fue como si el aire a su alrededor se electrificara. Una sensación llameante crepitó en el sitio donde sus labios se encontraban, llenándolos de una calidez que era sólo comparable a la de la luz del Sol. Por unos momentos, el resto del mundo se borró y sólo existieron ellos dos, atrapados en su pequeña burbuja y moviendo sus bocas una contra la otra en una danza acompasada, cargada de deseo pero sin apuro, ardiente en su infinita lentitud.
Cuando sus lenguas se rozaron una contra la otra, ambos supieron que pronto tendrían que parar. Lo sabían porque estaban en la calle, donde no podían ceder a sus impulsos más primitivos y entregarse al éxtasis del anhelo sexual; y eran esas emociones las que despertarían si ellos no les ponían un freno pronto.
Al final se separaron. El beso había ido aumentando en intensidad con cada segundo, por lo que ambos se encontraban un poco agitados, respirando a un ritmo más acelerado de lo normal. Kagami tenía las mejillas enrojecidas, y Aomine podía sentir el calor que emanaba su propia piel, esa sensación vertiginosa al borde de la excitación que enviaba corrientes eléctricas a través de todo su cuerpo y le producía un cosquilleo en la piel.
—… Nos vemos mañana —saludó; Kagami le dedicó una leve sonrisa, y luego de despedirse de él con un gesto de mano, se alejó a través de la calle a paso desgarbado.
Sin embargo, las disculpas no eran omnipotentes, y los celos no iban a remitir así como así, sólo porque Kagami se disculpara con Aomine y viceversa. Era un sentimiento demasiado fuerte, como una mancha negra impresa en sus corazones, que se negaba a borrarse sin importar con qué la trataran. Así que, más temprano que tarde —y luego de unas cuantas rabietas de Aomine, y bastantes "¡Aominecchi, Aominecchi!" aportados por Kise, llegaron a un acuerdo: aprenderían a confiar el uno en el otro y a convivir tanto con el rubio como con Himuro, aunque los celos se los masticaran por dentro.
A Aomine lo irritaba sobremanera la presencia de Himuro. Y a Kagami lo fastidiaba la actitud pegajosa que mostraba Kise en torno al moreno. Por eso mismo, ambos acordaron —a regañadientes— que el primer paso para salir de ese agujero de celos en el que se habían hundido hasta el cuello era tratar de aceptar un poco a esas dos personas con las que chocaban tanto. Entenderlas, quizás. Aprender de ellas.
Pronto, el único tiempo a solas del que pudieron disfrutar fue cuando se encontraban en el departamento de Kagami, a altas horas de la noche. Todas sus salidas involucraban a los otros dos. En un principio, habían odiado que fuera así: pero sabían que era un mal necesario y por eso —aunque con ceños fruncidos y muecas de fastidio— se lo aguantaban. Con el tiempo, sin embargo, fue volviéndose un poco más… llevadero.
Kagami fue el primero en abandonar la tensión cuando Kise estaba cerca. Quizás tenía que ver con que él era el menos posesivo de la relación, o con que era más flexible que Aomine; o tal vez era sólo que Kise era demasiado amigable y por eso no era difícil llevarse bien con él. En cualquier caso, tampoco era como si no existiese un vínculo entre el ala–pívot de Seirin y el alero de Kaijō. El rubio había sido el primer integrante de la Generación de los Milagros al que Kagami se había enfrentado, y el primero al que le había puesto los puntos. Ambos se reconocían como oponentes formidables, y podían disfrutar de un uno contra uno, juntos.
El pelirrojo no tardó en descubrir que Kise era pegajoso con Aomine porque era pegajoso con todos. Cuando se tomó el trabajo de conocerlo un poco más, descubrió que coincidía con el modelo en más cosas de las que pensaba; y en seguida se encontró a sí mismo siendo bombardeado por mensajes de texto, invitado a cinco fiestas distintas por semana, y acosado por Kise en todas las circunstancias imaginables. El moreno, que sabía cómo era el rubio, no le dio demasiada importancia a nada de eso. Se trataba de Kise, después de todo.
De hecho, Aomine ya tenía un problema bastante grande con el que lidiar por su propia cuenta, como para prestarle atención a ninguna otra cosa. Y era que, por mucho que lo intentara, Himuro no terminaba de cerrarle.
En sus salidas de a cuatro, Kise charlaba muy animado con Kagami, arrastrándolo en ocasiones para que lo acompañara a algún sitio —ya fuera a ver una vidriera, a comprar una bebida para el cine, o alguna tontería similar. Himuro y Aomine nunca hablaban demasiado, pero era en esos momentos más que nunca cuando la tensión entre ellos se volvía más que palpable, hasta incómoda. Himuro nunca emitía señal alguna de disgusto, siempre tenía ese gesto ligero y esa cara de póquer que tanto lo caracterizaban; Aomine, sin embargo, mantenía el ceño fruncido y la vista clavada en el suelo, como contrariado porque esa situación se hubiese dado una vez más.
Como ése, había incontables ejemplos. Y al moreno no dejaba de ponerlo en tensión el hecho de que había algo que se le revolvía internamente cuando estaba Himuro presente; algo que iba más allá de los celos. No podía sentir celos del pelinegro si Kagami no estaba presente, así que ¿qué era?
Su vínculo no iba ni para atrás ni para adelante. No se conocían mucho, no funcionaba igual que en el caso de Kagami con Kise —donde ya existía algún tipo de relación previa y por eso las cosas se daban con mayor naturalidad. El moreno se frustraba, porque al fin y al cabo era un fastidio estar en tensión constante con alguien a quien no conocía, y su propia frustración no hacía otra cosa más que ponerlo de mal humor.
—No muerdo, ¿sabes? —comentó Himuro por fin, una tarde, luego de que pasaran un largo rato en silencio. Ambos se hallaban sentados a la mesa de un bar, esperando a que Kagami y Kise regresaran de la barra, donde el rubio charlaba muy animado con el barman. Aomine alzó la vista, que había mantenido clavada en uno de los ángulos de la mesa durante todo el rato, para fulminar al pelinegro con la mirada; el brillo oscuro de sus ojos azules, sin pasar desapercibido al contrario. Pero Himuro, lejos de mostrarse intimidado, le sonrió—. Aunque me da que tú sí lo haces.
Soltó una risita.
—¿Y tú qué sabes? —espetó el moreno, irguiéndose sobre su silla y contemplando al contrario con mala cara.
Hubo un fulgor burlón en el único ojo visible del contrario; pero fue tan ínfimo y tan fugaz, que Aomine bien podría habérselo imaginado.
—Taiga me ha hablado un montón de ti —explicó, como si fuera obvio; antes de añadir—: Aunque… se nota con sólo mirarte.
Ése fue el primer paso, la primera llama para derretir el hielo que llevaba mucho tiempo alzándose entre ellos dos como un muro. Aomine en seguida quiso saber qué le había dicho Kagami de él, por lo que en seguida lo instó a hablar al respecto —claro, siempre fingiendo desinterés, fastidio, y mediante preguntas indirectas. Himuro le sacó la ficha en un segundo, dándose cuenta de las intenciones detrás de su máscara, pero no hizo comentario al respecto y le dio la información que quería.
A partir de entonces, todo cambió. Himuro poseía montones de información valiosa sobre Kagami: entre ella, detalles del pelirrojo sobre los que Aomine no tenía idea, anécdotas de cuando vivían en Estados Unidos que lograron sacarle unas risas —algunas de ellas, tan graciosas que el pelirrojo se derretía de vergüenza cuando su hermano las contaba, y eso hacía que cada segundo de su relato valiera la pena. Desde ahí, la relación entre Aomine y Himuro continuó cargada de la misma tensión extraña de antes, pero podían hablar —aunque el tema de conversación siempre fuera Kagami— y eso ya era una mejora.
Pero el cambio no se detuvo allí.
Aomine llevaba semanas sintiendo que las cosas estaban raras. Eso no significaba que estuvieran mal; pero sí, como mínimo, extrañas. No sabía bien qué era lo que sucedía. Y, aun así, era como si todo hubiera cambiado, dando un giro de ciento ochenta grados.
—Oi, Kagami, ¿qué dices de un uno contra uno en la cancha que hay aquí cerca? —ofreció una tarde de sábado particularmente aburrida, en la que se encontraba echado en el sofá del living del pelirrojo, mirando por encima una revista de baloncesto.
—Lo siento —se disculpó Kagami de inmediato, apareciendo a través del pasillo mientras se guardaba la billetera en el bolsillo de la chaqueta. Aomine enarcó una ceja, dándose cuenta de que parecía tener intenciones de irse a alguna parte, y el pelirrojo en seguida se aclaró—: Prometí a Kise que iría con él a Akihabara… hay un evento de unas idols y tiene entradas gratis…
—¿Idols? —preguntó Aomine con incredulidad—. ¿Desde cuándo te importan a ti las idols?
Kagami arrugó la frente.
—A mí no me interesan —dijo con clara contrariedad—, pero le dije que iría con él y no puedo cambiarlo. Ya sabes cómo se pone. —Aomine no pudo exponer ningún argumento en contra de eso último. Sí, sabía lo insoportable que podía volverse Kise cuando alguien le cancelaba los planes. Si querías vivir tranquilo, nunca debías cancelar un encuentro con el rubio.
De modo que Kagami se fue, y Aomine se quedó allí solo, echado de cualquier manera sobre el sofá del living, sin ninguna otra cosa mejor que hacer que ojear esa revista que ya había mirado incontables veces.
No tardó demasiado en ponerse de pie, arrojando el ejemplar por cualquier sitio y encaminándose a la habitación del pelirrojo para tomar prestadas algunas prendas deportivas y buscar una de las tantas pelotas de baloncesto que tenía allí guardadas. Vale, si Kagami se había ido, bien por él; pero el as de Tōō no pensaba quedarse allí sin hacer nada. De modo que se calzó las zapatillas y, tomando una de las copias de las llaves, salió del departamento, rumbo a la pequeña cancha pública que había por ahí cerca.
Apenas había dado un paso fuera del edificio, cuando sus ojos se toparon con una figura muy familiar.
—¿Aomine? —La suave voz de Himuro denotaba una mezcla de curiosidad y sorpresa, mientras su único ojo visible se ampliaba al visualizar al moreno saliendo del edificio.
—Himuro —masculló él—. Si vienes a ver a Kagami, pierdes el tiempo. Se fue con Kise a Akihabara, y no volverá hasta la noche.
El escolta de Yōsen lo contempló asombrado por unos instantes, antes de volver a relajar su gesto y asentir. Entonces echó una mirada al moreno y preguntó:
—¿Vas a jugar baloncesto? —Aomine resopló, revoleando los ojos en un gesto que decía "es obvio". El otro le sonrió y preguntó—: ¿Puedo ir contigo?
El ala–pívot dudó por unos segundos. ¿Jugar al baloncesto contra Himuro? Se le hacía una idea extrañísima. Pero… un oponente era mejor que ninguno —al fin y al cabo, no tenía la certeza de que fuera a haber alguien en la cancha pública, mucho menos alguien que valiera la pena—; y por las veces que había visto jugar al pelinegro sabía que, si bien no era el mejor rival con el que podía soñar, era un contrincante más que aceptable.
De modo que se dirigieron juntos a la cancha pública; y, en ese pequeño encuentro, Aomine se dio cuenta de varias cosas.
Kagami se había vuelto importante para él porque había sido el que le había hecho recobrar las esperanzas, el que le había mostrado que existía alguien capaz de ponerle un freno en el baloncesto e incluso de superarlo. El pelirrojo lo había deslumbrado en cierta manera, lo había encandilado… impidiéndole ver a otros buenos jugadores que también estaban allí afuera, esperando por enfrentarse a él. Kagami, dentro de la cancha, le había parecido tan magnífico que lo había hecho olvidarse de todos los demás.
El estilo de juego de Himuro era bien diferente del de su hermano. Él utilizaba jugadas ortodoxas, pero aplicadas de manera tan perfecta que detenerlas no era tan fácil como uno podría haber pensado. Era un maestro de los detalles, y cada uno de sus movimientos estaba perfectamente calculado —siendo ejecutado sin falla alguna. Además, Kagami dependía casi de forma exclusiva de sus mates; pero Himuro no era escolta sólo porque sí. Sus tiros de tres puntos, sumados a la infernal destreza con la que dominaba las fintas, se volvían un arma letal.
Aomine logró vencerlo, pero no sin dificultades. Se había acostumbrado mucho a los estilos fieros, más agresivos, de Kagami y de Kise. Jugar contra Himuro era distinto; había que cuidarse de sutilezas, no perderlo de vista por un segundo, predecir el sinfín de las ínfimas fintas que ejecutaba una tras otra.
El as de Yōsen mantenía las manos apoyadas en las rodillas, con la parte superior de su cuerpo inclinada hacia abajo mientras jadeaba tratando de recuperar el aire. Incluso en su cansancio, se lo veía igual de tranquilo que siempre, aunque pequeñas gotitas de sudor se deslizaran a través de su piel, encima de su rostro. Sus cabellos negros caían de forma desordenada sobre su cabeza, y cuando levantó la mirada para contemplar a Aomine, musitó:
—… Supongo que vivirlo en primera persona es todavía más impresionante que verlo.
El moreno no supo por qué, pero con ese halago, algo se revolvió en su interior. ¿Acaso se debía a que Kagami siempre buscaba pelea con él y, por eso, no estaba acostumbrado a recibir halagos de su parte? Imposible saberlo. De modo que, incómodo, respondió:
—Claro que sí. —Sacó pecho como si se diera aires, aunque internamente se sintiera más confundido que nunca. ¿Qué demonios estaba sucediendo?—. El único que puede vencerme soy yo mismo.
Himuro rió con ligereza, logrando estabilizar su respiración al fin e irguiéndose en toda su altura. Su camiseta blanca estaba húmeda, y se sacudió el cabello hacia atrás, volviendo visibles sus dos ojos. Aomine sacudió la cabeza al darse cuenta de que se había quedado mirándolo de manera intencionada; y Himuro no pareció darse cuenta de nada, mientras decía:
—¿Crees que puedas dejarme pasar al departamento de Taiga? Necesito una ducha urgente.
El ala–pívot se limitó a asentir, demasiado hundido en sus confusos pensamientos como para llevarle la contra.
Con el transcurso de los días, las diversas sensaciones extrañas que albergaba Aomine en su interior y que no sabía identificar siguieron creciendo. Y, pasadas dos semanas, logró descifrar a qué se debían —por lo menos una de ellas.
Kagami y él ya casi no se veían. No era que el pelirrojo lo estuviera evitando, o que los exámenes, las prácticas, o alguna circunstancia similar les impidieran verse. No, era distinto: porque el tiempo que él y su pareja pasaban juntos se veía cada vez más reducido por culpa de Kise.
Sí. Se trataba de Kise, nada más ni nada menos. Desde que Kagami se había "amigado" con él, habían empezado a pasar muchísimo tiempo juntos, más del que Aomine hubiera podido predecir. A los eventos de idols les siguieron salidas de compras, al cine, a jugar uno contra uno, y un gran etcétera compuesto por un sinfín de otras circunstancias.
De hecho, era más el tiempo que Aomine pasaba con Himuro que con cualquiera de los otros dos. No porque él quisiera, claro estaba. Pero el moreno solía desperdiciar gran parte de su tiempo en el departamento del pelirrojo, aunque su dueño no estuviera en él; y como el pelinegro acudía con frecuencia a visitarlo, al final terminaban los dos allí solos, ya que Kagami casi nunca estaba —cortesía de Kise.
Lo que más asombraba al moreno —dejando de lado su recién descubierta capacidad para relacionarse de manera civilizada con Himuro— era el darse cuenta de que no le molestaba que Kagami pasara tanto tiempo con el rubio. La falta de sexo lo ponía de mal humor, sí; pero no sentía celos como antaño le había sucedido con el pelinegro, cuando éste se acercaba demasiado a su novio.
Asumió que se debía a que se trataba de Kise. Conocía al rubio muy bien —al fin y al cabo, habían sido amigos desde mucho antes de que ninguno de los dos conociera a Kagami—, y debía ser por eso que no le importaba demasiado que Kagami pasase el tiempo con él. ¿Por qué iba a ser, si no?
Que se llevaran bien con los amigos cercanos de sus respectivas parejas había sido el objetivo desde un principio, ¿no?
—Aomine, ¿quieres que vayamos a jugar un uno contra uno? —ofreció la suave voz de Himuro, una noche de sábado. El moreno yacía echado de cualquier manera sobre el sofá —para no perder la costumbre—; sin moverse en absoluto, emitió un gruñido bajo de disconformidad.
Himuro rió con ligereza. En algún lugar del camino, había aprendido a descifrar el lenguaje no verbal del ala–pívot de Tōō.
—¿Por qué no? —cuestionó con calma—. Taiga no volverá hasta bien entrada la madrugada.
Chasqueó la lengua, fastidiado. Ahora sí se incorporó sobre el sillón, sentándose y colocando los codos sobre las rodillas mientras clavaba la mirada en el suelo. Lo que acababa de decirle Himuro era cierto: Kise se lo había llevado a una fiesta consigo, y era poco probable que regresaran antes de las cuatro de la mañana.
—No entiendo —masculló en voz baja—, ese Kise es un cabrón. ¿Por qué invitó sólo al Bakagami?
—La fiesta era privada —señaló Himuro, tomando asiento en otro de los sillones de la sala—. Sólo podía llevar un invitado. —Se encogió de hombros, reclinándose contra el respaldo y observando a Aomine desde allí.
—De todas formas —espetó éste—. Normalmente, las invitaciones de Kise iban para mí.
—¿Acaso estás celoso de Taiga? —preguntó Himuro con una risita.
Aomine alzó la mirada, fulminándolo. Sus ojos se toparon con un joven relajado, vestido con una camisa blanca y un pantalón beige que, combinados con su piel clara y sus cabellos oscuros, le conferían el aspecto de una criatura sobrehumana.
—Claro que no —siseó, un poco aturdido—, es que… ugh, no hay una mierda que hacer aquí —se quejó, echándose contra el respaldo y cruzando los brazos—. ¿Y tú qué esperas? ¿Por qué no estás con Murasakibara?
—Él nunca quiere venir conmigo desde Akita —replicó Himuro con una sonrisa tenue—. Ya sabes… "Muro–chin, es una molestia viajar tanto" y así.
Aomine no pudo contener una pequeña risa. Sí, sin dudas sonaba como Murasakibara. Eso no explicaba por qué estaba el pelinegro en Tokio ese sábado tan tarde, pero al menos dejaba en evidencia por qué no había visto jamás al pívot de la Generación de los Milagros por esa zona. Cerró los ojos, echando la cabeza hacia atrás mientras se dejaba perder en sus pensamientos. Nada que hacer.
—En realidad… —empezó a hablar Himuro—. Estoy aquí porque a mí también me invitaron a una fiesta. Pensaba pedirle a Taiga que viniera conmigo, pero…
Dejó la frase sin acabar. Aomine levantó la cabeza, mirándolo fijo sin decir nada.
El as de Yōsen no pareció en absoluto perturbado por su aura intimidante.
—Pero ya que estás tan aburrido… —Sólo lo miró. El primer impulso del moreno cuando entendió su mensaje fue burlarse de él. ¿Estaba de broma? ¿Él, Aomine Daiki, yendo a una fiesta con Himuro Tatsuya, de entre todas las personas? Pero entonces se dio cuenta de que era eso o quedarse ahí toda la noche; y entonces recordó a Kise y Kagami y la respuesta salió de sus labios sin que pudiera hacer nada por detenerla.
—No suena mal. ¿Dónde es?
Si Himuro estaba sorprendido de su reacción, no lo demostró para nada. Sonrió al contestar:
—No muy lejos de aquí. No quería ir solo, ya que no conozco a casi nadie allí. Pero si vienes conmigo…
Volvió a encogerse de hombros.
Aomine se preguntó si estaría volviéndose loco, dado lo que estaba a punto de hacer.
El bullicio era terrible. La música retumbaba contra las paredes, tan fuerte que ensordecía y causaba una sensación extraña en el cuerpo, como si se caminara sobre nubes. El flash intermitente de las luces, blancas y de colores, impedía pensar con claridad. Y la gente que había allí parecía infinita.
El salón era enorme, tanto que era difícil saber cómo habían hecho para construirlo en los reducidos espacios de la ciudad de Tokio. Dejando de lado sus dimensiones, no era nada del otro mundo: estaba conformado por una pista de baile amplísima, una extensa barra, y un sector apartado repleto de sillones y mesas bajas. A lo lejos, un pasillo daba a los baños. La música se oía desde cualquier punto del lugar, por lo que era difícil entablar conversación en alguna parte.
Himuro conocía a pocos; pero Aomine no conocía a nadie en absoluto. Cinco minutos después de entrar, el pelinegro se cruzó con unos compañeros de segundo año de Yōsen —los que lo habían invitado ahí en primer lugar—; sin embargo, el moreno no atisbaba ninguna cara conocida. Había un sinfín de personas, jóvenes y muchachas que, a veces, hacían gestos señalándolo y hablaban entre ellos; con toda probabilidad, reconociéndolo como el jugador estrella de la Generación de los Milagros. Pero nada más que eso.
Quizás tenía que ver con que, como no conocía a nadie, no tenía mucho más que hacer allí. Tal vez estuviera relacionado con el hecho de que, como llevaba un largo tiempo sin salir prácticamente a ninguna parte con Kagami, tenía bastante dinero acumulado. Fuera por el motivo que fuese, pronto se encontró a sí mismo sentado a la barra, pidiendo un trago tras otro y bebiendo solo, sin hablar con nadie. Unas cuantas chicas cotillearon entre ellas, haciendo gesto de ir a acercársele; pero él siempre las fulminaba con la mirada, lo que acababa por intimidarlas y ahuyentarlas. Joder, él ya estaba saliendo con alguien. No era que las tipas no estuvieran buenas, pero…
Se llevó el vaso a los labios, sintiendo el vidrio frío como un placebo sobre estos, agobiado por las repetitivas notas de una melodía cuya letra no comprendía. Le costaba entender el inglés. Su mirada deambulaba a través de las distintas etiquetas de las botellas tras la barra, en las estanterías de la pared. Kagami y Kise se habían ido a otra fiesta. Él estaba allí con Himuro, que había desaparecido hacía rato.
Kagami no estaba… Kise se lo había llevado consigo, una vez más.
Rió con amargura, estampando el vaso contra la barra y haciendo un gesto al barman para que volviera a llenárselo. Rayos, eso era jodidamente ilegal, considerando que era menor de edad. Pero aquel sitio parecía ser de aquellos en los que, una vez que entrabas, a nadie le importaba quién fueras ni qué edad tuvieras. Si conseguías pasar, asumían que eras mayor de dieciocho —y, por lo tanto, responsable por tus actos.
Cuánta ingenuidad, ¿no?
El ardor del alcohol le abrasó la garganta.
¿Por qué había venido con Himuro? Ah… claro… Kagami se había ido con Kise. ¡Con Kise! El rubio había empezado a pasar más tiempo con el pelirrojo que el propio Aomine. Es más, ahora que lo pensaba…
—¿Te diviertes? —le preguntó una voz suave; lo cual era extraño, dado que casi tenía que gritar para hacerse oír por encima de la música. Él se giró, dispuesto a echar a patadas a quien fuera que se hubiese atrevido a encararlo; pero se encontró frente a frente con Himuro Tatsuya, que lo contemplaba con una sonrisa torcida pintada en el rostro.
Aomine chasqueó la lengua, pero fue imposible que se oyera en medio del barullo. Tratando de ganar tiempo, volvió a llevarse el vaso a los labios, antes de mascullar:
—No.
—¿Qué? —preguntó Himuro, incapaz de oírlo.
—¡Que no! —espetó el moreno con fastidio. Esa vez, el as de Yōsen sí lo oyó, pero lejos de mostrarse intimidado, se limitó a volver a reír.
—¿Por qué no bailas, entonces?
—No tengo ganas.
—¿Qué?
—¡Que no tengo ganas, joder!
—¡Ah, vamos! No seas así. —Y antes de que Aomine pudiera hacer nada por impedirlo, el pelinegro lo tomó por la muñeca y lo arrastró consigo a la pista de baile, haciendo oídos sordos (o, tal vez, sin escucharlo realmente, dado el volumen de la música) de los balbuceos que empezó a emitir el moreno cuando intentó protestar. Diablos, ni siquiera había terminado su bebida; el vaso había quedado a mitad de vaciarse, sobre la barra.
Su amargura y su contrariedad iniciales, sin embargo, pronto se vieron opacadas por una extraña sensación que comenzó como una mera vibración y fue oscilando hacia el éxtasis, recorriendo todo su sistema. La música retumbaba en su interior; las melodías se deslizaban en el aire como si corrieran por sus venas, llenándolo, instándolo a seguir el ritmo. No era un fanático del baile, pero tampoco le disgustaba; y en seguida sintió como si sus extremidades se movieran solas, en trazos cortos y sencillos, imitando lo que veía a su alrededor.
La gente se movía como si todos fueran uno solo, en movimientos dispares pero marcados por un mismo ritmo. Las luces intermitentes le impedían ver con gran detalle, pero percibía a Himuro por delante de él, esbozando una sonrisa efímera mientras él también se dejaba llevar por la música. Aomine pronto se abandonó a sus sentidos, olvidándose de todo, dejándolo todo atrás, sin pensar en nada en absoluto…
Y la gente era mucha, el aire estaba viciado, y el espacio era cada vez más reducido…
La mente se le nublaba; confundía los sonidos con colores, podía sentir el sabor de las notas musicales mientras retumbaban en su cabeza; Himuro estaba cada vez más cerca…
Sus labios a escasos centímetros de los suyos fueron la nota de alarma; cuando se percató de las intenciones del contrario, se apartó de golpe, casi de un sacudón. La fibra consciente que restaba en su cerebro se encendió, instándolo a tantear entre la multitud y alejarse dando tumbos, respondiendo más por instinto que por verdadero raciocinio. La gente reía, demasiado ocupada en sus asuntos como para quejarse cuando él la apartaba a empujones; sintió que una voz por detrás de él lo llamaba, pero continuó avanzando y no se detuvo hasta que una pared le impidió continuar.
¿Dónde demonios estaba? Sentía la música retumbando contra sus huesos; había caminado hasta ahí sin prestar atención a hacia dónde iba, pero un vistazo rápido le informó que se trataba del pasillo que daba a los baños. Apenas tuvo un segundo para procesar aquello, cuando sintió que una voz se dirigía a él.
—Aomine…
Se giró para encarar al contrario, sin esperar que éste se le acercara tanto que terminara apresándolo contra la pared. Trató de zafarse, pero sus sentidos estaban embotados producto del alcohol, y el rostro níveo del pelinegro estaba muy cerca…
¿Por qué no lo echaba? Podría haberle encajado un puñetazo, si hubiera querido. Incluso con sus pobres reflejos de ese momento de debilidad era capaz de hacerlo. Entonces, ¿por qué no lo hacía?
Tampoco entendía qué demonios pasaba.
—Aomine… —repitió el pelinegro; en la penumbra de aquel pasillo apenas iluminado, percibía el tinte ansioso del único ojo gris visible, entre sus párpados entrecerrados. Sus labios esperaban, entreabiertos, derramando su cálido aliento sobre el rostro del moreno.
Diablos, quería hacerlo. Era muy tentador inclinarse hacia adelante y dejarse llevar por el frenesí del momento.
—Espera —tartamudeó, dándose cuenta de lo cerca que había estado de dejarse arrastrar por el contrario— e–espera. —Se pegó contra la pared, consciente de que no tenía a dónde escapar. ¿Por qué no lo golpeaba? Se irguió en toda su estatura, quedando por encima del contrario, parpadeando varias veces en un pobre intento por aclararse la mente—. ¿Qué… qué demonios…?
Era difícil formular un interrogante que tuviera sentido cuando nadaen ese momento lo tenía. La cabeza le daba vueltas, y Himuro estaba casi pegado a él. El aroma a alcohol se entremezclaba con su perfume, sus cabellos negros reflejaban la tenue luz de una manera que lo hipnotizaba; y los sentidos de Aomine le pedían a gritos que se dejara llevar.
—Aomine… —Himuro repitió su nombre una vez más, adelantándosele—. Perdiste a Taiga desde que le pediste que se volviera amigo de Kise, ¿no te das cuenta? —Había un brillo frío en su mirada, como si en algún lugar de su interior todavía mantuviera la compostura a pesar de que ansiaba dejarse arrastrar por sus deseos—. ¿No te das cuenta de que pasan juntos demasiado tiempo? Kise se lo llevó, se lo llevó y tú sigues sin notarlo…
—¿Kise? —preguntó Aomine; primero, sin comprender; luego, con el entendimiento deslizándosele por la espalda como si se tratara de un líquido gélido.
Kise.
Sin embargo, seguía habiendo algo que no cuadraba. En ese mar espeso de interrogantes sin respuesta y formas confusas e indescifrables, la manera en la que Himuro continuaba pegándose a él era la pregunta más contundente de todas. Sentía las manos del más bajo rozando los costados de su torso, deslizándose por debajo de su ropa para acariciar su piel directamente, sin la barrera de la tela. Y su cuerpo se encendía ahí donde Himuro lo tocaba.
—Joder —masculló el moreno, sin saber si se sentía más confundido por la actitud de Himuro, porque él quisiera dejarse llevar por sus intenciones, o porque acabaran de revelarle que Kagami y Kise…—. Joder, e–espera, ¿tú no…? Diablos, ¿a ti no te gustaba Kagami? ¡Tú estabas celoso de mí!
Entonces Himuro echó la cabeza apenas hacia atrás, sin apartar las manos de la piel de su cintura, pero contemplándolo a los ojos con una sonrisa torcida que reflejaba una mezcla de burla y pena.
—¿De ti? —preguntó con tono risueño, como si se mofara de él. Su ojo visible se clavó en su boca, y él se mordió el labio inferior antes de decir—: Era de Taiga de quien estaba celoso.
Lo último que Aomine vio fue ese lunar tan característico del contrario, antes de cerrar los ojos; al tiempo que Himuro acortaba la distancia entre ambos y sus labios se encontraban; sin permisos ni dudas, sin el tanteo que caracteriza las primeras veces; sin que la boca del otro manifestara la curiosidad del que prueba sin conocer, marcándolo con lo irrefrenable de las ansias de quien lleva esperando por mucho tiempo.
Aomine se sentía como si flotara en el aire. La música seguía retumbando en su interior, sus pensamientos eran un torbellino confuso de ideas inconexas; y los labios del contrario le resultaban extrañamente fríos, pero demasiado apetecibles como para decirles que no. Himuro era el hielo, era la fría determinación de una cara de póquer, la naturaleza imperturbable del que no cede ni en las más intensas heladas. Y aunque su tacto estaba cargado de sutilezas, todas ellas se sumaban para conformar un todo que era contundente; fiero, en cierta forma —casi salvaje.
Arrasando con la misma vehemencia que el fuego. Tan devastador como las llamas.
El pelinegro se pegó a él, apretándolo contra la pared. Y Aomine no huyó. No sólo porque no estaba en su naturaleza huir, ni porque intentarlo fuera demasiado problemático; no huyó porque al sentir los labios del más bajo contra los suyos, entendió esos interrogantes que se habían ido acumulando como nubes en su interior, durante semanas; comprendió la tensión, esas ansias sexuales que había asociado con la falta de Kagami, cuando en realidad se debían a la presencia de Himuro. Entendió los guiños del contrario, las sonrisas burlonas cada vez que se acercaba demasiado al pelirrojo, las miraditas desafiantes en plan "atrévete".
Himuro no había estado provocándolo para que sintiera celos por su cercanía con Kagami. Himuro había estado llamando su atención; había hecho uso de todas sus fintas para evidenciar la contrariedad que sentía ante la relación que ambos ala–pívots mantenían. Y no porque ansiaba a Kagami, como el moreno había pensado.
No. La presa del as de Yōsen, desde un principio, había sido el propio Aomine.
No hubo culpas. Mientras sentía cómo la lengua de Himuro se movía contra la suya, en húmedos y lentos trazos, no sintió pena ni remordimiento por lo que estaba haciendo. ¿Cómo había podido no darse cuenta? Kise se había llevado a Kagami. Su relación con el pelirrojo se había roto desde que éste empezara a pasar más tiempo con el rubio que con él. La sorpresa era que Aomine no estuviera enojado por eso.
Aunque, claro; tal vez se debiera a que él le estaba pagando con la misma moneda.
¿Desde cuándo había empezado a sentirse así? Las tardes en compañía de Kagami se le hacían lejanas, muy lejanas, ahora que sentía las manos de Himuro colándose por debajo de su ropa y aferrándose a su espalda, atrayéndolo más cerca de él. Aomine tanteó sus texturas; los trazos del contrario demostraban la impaciencia del que llev interminables noches imaginándose cómo se sentirá la piel de su objeto de deseo debajo de sus manos, pero él estaba descubriendo esas ansias por el otro sólo ahora, y por eso lo palpó probándolo, como quien se acerca por primera vez a algo que desconoce por completo.
Himuro se estremeció apenas cuando las manos del más alto bajaron por su espalda, asentándose en su trasero y tomándolo no con brusquedad pero sí con una vehemencia superior a la del leve roce. Sus labios se volvieron más insistentes, casi hambrientos, como si le suplicaran que continuara. Eso fue una novedad para Aomine, que estaba acostumbrado a lidiar con un Kagami que, igual de orgulloso que él, rara vez admitía que algo le gustaba; y cuando masajeó las nalgas del contrario y logró arrancarle un suave gemido que retumbó desde lo más profundo de su garganta, sintió que el éxtasis se lo comía desde adentro.
Nadando en la euforia del alcohol, a flote en las densas melodías de la fuerte música, supo que lo había encontrado. Había encontrado algo distinto, especial. Algo que llevaba mucho tiempo ansiando, sin saberlo.
Sus manos habían tocado el cielo, y había encontrado algo que nunca había sabido que estaba buscando.
Un año después, la situación se le hacía familiar de un modo que resultaba escalofriante.
—Ah, Taiga, tienes la cara manchada con helado…
—Cállate, Tatsuya, no eres mi madre.
Observó cómo, del otro lado de la mesa, el pelinegro extendía un brazo para pasarle una servilleta por el rostro al muchacho alto y pelirrojo. Este último frunció el ceño al darse cuenta de las intenciones de su hermano, apartándose con brusquedad y tratando de zafarse. El otro sólo rió, pasándole un brazo por encima de los hombros para atajarlo e impedirle escapar; y Aomine sintió cómo se sacudía de rabia.
¿Cómo podía ser todo tan igual pero tan distinto a la vez?
—¡Aominecchi, Kagamicchi! —exclamó una voz alegre. Todos en la heladería se giraron para observar la alta figura rubia que avanzaba casi a saltitos entre las mesas, acercándose con una deslumbrante sonrisa hasta donde ellos tres se hallaban. Una vez ahí, tomó asiento al lado del moreno como si nada, envolviéndolo de inmediato en un abrazo del que Aomine en seguida luchó por zafarse—. ¿Cómo estás~?
Los ojos rojos chispeaban de tal forma que Aomine pudo casi sentirlos aguijoneando su piel. Celos, inconfundibles celos. Pero no de Kise, no.
—Kise… —masculló él, contorsionándose hasta quitarse al rubio de encima. Él le dirigió una sonrisa radiante, pero el as de Tōō estaba demasiado ocupado observando cómo Himuro deslizaba un dedo por la mancha de helado de chocolate que Kagami tenía en una de sus mejillas y, tras examinarlo por un instante, se lo llevaba a los labios, chupándolo.
Kagami en seguida soltó un jadeo de indignación y empezó a quejarse en voz alta, abochornado por la actitud de su hermano; pero entonces Aomine se incorporó con brusquedad —la mesa, estremeciéndose cuando sus manos aterrizaron en un golpe seco sobre ésta— y los otros tres dejaron lo que estaban haciendo para girarse y mirarlo. Él, tras fulminar al pelinegro, masculló:
—Me voy.
—¿Qué?
—¡Aominecchi, espera!
Pero él ya se había dado la vuelta y se alejaba, dando enormes y fuertes zancadas. Atravesó el negocio como un torbellino y no miró a nadie a la cara antes de salir al exterior, haciendo oídos sordos de las protestas de Kagami en plan "¡oi, no pienso pagar por ustedes!".
—Aomine…
Una voz suave, hundida en una tranquilidad que le confería un matiz glacial. Aomine continuó caminando, aunque oía los pasos de alguien que lo seguía. Estaba furioso, tanto con los demás como consigo mismo; pero antes de que pudiera darse cuenta, había bajado la velocidad, y eso fue suficiente para que Himuro consiguiera ponerse a su par y lo mirara con las cejas alzadas.
—Aomine —volvió a llamar, a pesar de que ahora lo tenía a su lado—, no vayas tan rápido. No tengo ganas de correr.
El moreno se detuvo en seco. Hundió las manos en los bolsillos, frunciendo el ceño cuando el más bajo se colocó por delante de él y lo miró con gesto tranquilo.
… Pero al final, los labios de Himuro se torcieron en media sonrisa, dando a luz a una mueca burlona que despertó el fastidio del más alto; Aomine en seguida le clavó los ojos con fiereza, como si tratara de atravesarlo con ellos o, como mínimo, de imponerse e intimidarlo.
Para variar, no funcionó.
—¿Tanto te molesta? —preguntó el as de Yōsen, divertido; sin dar signos de sentir temor por la sombría ira con la que Aomine lo estaba contemplando.
—Ya te dije que odio que… joder. —Se maldijo a sí mismo internamente, interrumpiéndose y sin continuar la frase. Himuro rió—. ¡Lo haces a propósito! —soltó el moreno con furia. "¡Contrólate, Daiki!" espetó una voz en su interior. Dios santo, él era Aomine Daiki; ¿cómo había llegado a esta situación?
La respuesta del contrario lo descolocó por completo.
—Claro que lo hago a propósito —replicó, usando un tono que dejaba en claro que se trataba de una pregunta cuya respuesta era obvia. Aomine no supo qué responderle —había esperado negativas y respuestas evasivas, pero no eso—, y el único ojos gris visible se entrecerró, con la astucia brillando por encima de su lunar.
El as de Tōō chasqueó la lengua, irritado, y volvió a avanzar hacia adelante, dejando atrás al pelinegro. Ese maldito era demasiado listo, demasiado escurridizo como para que él pudiera capturarlo; y cada vez que pensaba que lo había logrado, se le escapaba por entre los dedos como si fuera agua. Y ese brillo sagaz en sus ojos… sabía lo que significaba. Sabía cuál era el mensaje que trataba de transmitirle, y eso lo sacaba de quicio.
"Puedes fingir que no te importo, pero los celos te delatan".
—Que quede claro —dijo en voz alta, sin mirar atrás pero a sabiendas de que Himuro todavía lo seguía—, no me importas una mierda. Salgo contigo porque… porque sí —espetó con agresividad; ¿por qué tenía que darle explicaciones? Él era Aomine Daiki, el jugador estrella de la Generación de los Milagros, después de todo. No le rendía cuentas a nadie ni explicaba nada a ninguna persona—. Pero sigues pareciéndome el mismo imbécil e infeliz de siempre.
Las risas del pelinegro hicieron que una de sus cejas le diera un tic; y antes de que pudiera contestarle nada, sintió que Himuro se colocaba a la par de él y le daba unas palmaditas en el hombro.
—Claro… claro, campeón.
La sorna en su voz —como la de quien le dice que sí a un loco— le dio unas ganas muy intensas de golpearlo; pero entonces sintió que Himuro entrelazaba su mano con la de él, y cuando sus dedos se acomodaron en torno a los del pelinegro le pareció un tacto demasiado confortable como para tomarse la molestia de romperlo. Ah, joder. Por esta vez se lo dejaría pasar. Al fin y al cabo, no tenía ganas de discutir. Lo dejaría estar, sólo en esta ocasión…
Claro, eso habría estado bien si no hubiera sido lo que llevaba casi un año repitiendo.
Porque si había algo que lo sacaba de quicio más aun que captar el mensaje en las miraditas astutas de Himuro, más todavía que sentir cómo lo incriminaba con ese constante "te gusto, te da celos cuando los demás se me acercan mucho, no puedes negarlo"… era darse cuenta de que tenía razón.
Copio y pego lo que ya dije en otro fic:
Los celos no son, en ninguna manera, algo satisfactorio ni deseable. Las relaciones (ya sean amistosas, de pareja, o de cualquier tipo) deben construirse desde la confianza mutua, y no mediante cuestionamientos ni imposiciones. Las partes deberán trabajar y ayudarse unas a otras para intentar superar este tipo de emoción. Aun así, este fic me gustó mucho cuando lo escribí y al día de hoy también me gusta, así que lo resubo. Sólo sentía la necesidad de hacer esta pequeña aclaración, puesto que de ninguna manera deseo avalar ningún tipo de toxicidad en las relaciones.
Gracias por leer!
