Santa solía visitar a los niños buenos. Santa le traía regalos a los niños que se portaban bien y estudiaban mucho o eso era lo que les hacían creer.

Tom Riddle, de diez años, no era un niño como los demás. El resto le tenía miedo o tal vez respeto. En el Orfanato de Wool, Tom Riddle no era uno más. Era el mejor alumno y los maestros que enseñaban allí estaban muy orgullosos de tenerlo como alumno. "Llegarás lejos, Tom", "Es usted muy inteligente, Señor Riddle", eran algunos de los comentarios que él solía escuchar a diario.

En las vísperas de Navidad, Tom prefería encerrarse en su habitación y dedicarse a perfeccionar lo que él sabía que tenía y los demás no. Sabía que podía manipular objetos e incluso animales, desde los cinco años que era perfectamente conciente de ello y sabía también que el resto no podía hacer (ni siquiera los adultos).

Mientras sus compañeros jugaban en la nieve lanzándose bolas o deslizándose en trineos, él los contemplaba. Por ejemplo, Dennis Bishop, aquel a quien llevó a una cueva una vez y le mostró una de sus crueles habilidades, jugaba al fútbol con una pelota que estaba bastante deteriorada.

Aquél 24 de diciembre a la mañana, Tom despertó por los gritos de algunos de los niños. No eran gritos de pánico, eran de alegría. Abrió la puerta de su habitación y una de las señoras que cuidaban a los pequeños le sonrió.

—Ven, Tom. Hay una sorpresa para ustedes, si quieres claro.

A los demás no había que preguntarles si querían algo porque siempre querían. Pero él no, aunque esta vez siguió a la mujer movido más por la curiosidad que otra cosa.

En el piso inferior y junto al pobre árbol Nvideño estaba Santa Claus. Bueno, era un tipo gordo con una barba falsa y un traje rojo bastante desgastado. Pero el resto de los niños parecían no darse cuenta. Tom ni siquiera sonrió, aunque tampoco se movió de su lugar.

En las piernas del falso Santa estaba Amy Benson.

—Y quiero una de esas muñecas de porcelana que hay en las vidrieras de los comercios —agregó la niña de ojos marrones y tristes.

—Claro, pequeña —dijo el hombre con voz grace —Santa hará todo lo posible para traerla.

Amy le sonrió. Y corrió de allí para esconderse tras una de sus cuidadoras en cuanto vio que Tom la miraba fijamente.

—Tú eres el último —dijo Santa a Riddle. —¿Qué quieres esta Navidad, pequeño?

Tom miró a su alrededor y vio que todos lo miraban. Siempre lo hacían cuando él estaba por allí. Vio el miedo en los ojos de los demás niños.

Quería muchas cosas, quería saber por qué hablaba con las serpientes, quería saber por qué podía mover cosas con la mente, por qué los animales le obedecían. Nadie podía darle esas respuestas, ni siquiera esos hombres de bata blanca que lo fueron a visitar en más de una ocasión y se hacían llamar psiquiatras.

—Respuestas —dijo Tom

El hombre lo miró soprendido tras su falsa barba.

—¿Respuestas? ¿Respuestas a qué?

—A todo.

—¿Seguro? ¿No quieres otra cosa?

Tom lo miró con sus ojos azules y fríos. Santa tampoco lo comprendía. Tal vez porque fuese un niño malo (Tom mismo sabía que lo era, muchas veces lo habían castigado). Se preguntó si alguien alguna vez lo comprendería. En una semana cumpliría once años y seguía teniendo más dudas que respuestas. Pero Santa no le quitaría esas dudas.

—Y un nuevo yo-yo —dio para finalizar.

—Tendrás tu yo-yo —sonrió sastifecho el falso San Nicolás.

Estaba rodeado de gente común y corriente. Gente común que querías respuestas básicas. Ese Santa Claus esperaba que él pidiera un juguete así que eso hizo. Había que conformar así a ese tipo de personas. Comunes como cualquiera. Santa no esperaba que un niño de diez años pidiera respuestas, sino esperaba que ansiara algún juguete.

—Algún día llegará alguien fuera de lo común y me dará respuestas —se dijo a sí mismo —lo sé, algún día llegará. Y ojalá su barba no sea falsa —añoró.