"¿Cuánto tiempo ha pasado?"

La enfermera de cabellos rubios, claramente un teñido barato, preguntó. Las palabras salieron de su boca desproporcionada con un suspiro, probablemente cuando aún era joven tomó una decisión erronea y le hizo a su cuerpo algo irreversible, nadie sabe si ahora se arrepentía, o aún se sentía orgullosa de su aspecto, tan pintoresco, por no decir... grotesco.

Otra enfermera, bajita y de pelo castaño atado en una sencilla coleta, negó con la cabeza. "Tres años. Incluso alguien tan inteligente habrá perdido la cuenta."

Suspiró también, y ambas miraron el pasillo oscuro, aquél del que nadie salía ileso.

"Ya van dos médicos y una doctora." Dijo la primera de ambas. "Al final nadie se atreverá a dar de comer a ese... ese monstruo."

"Calma, Teresa." Dijo la canija. "Recuerda que sigue siendo una cría."

"Una hija del diablo." Protestó Teresa. "Nadie, por loco que esté, puede causar tanto daño. ¡Rompió cinco camisas de fuerza antes de que nos diéramos cuenta de que había que encadenarla! Y de alguna manera se las arreglaba para abrir algunas cerraduras."

"...lo que demuestra que es inteligente." Contestó la menor, más sensata y comprensiva.

"Intenta comunicarte con ella, María." Dijo Teresa, negando con la cabeza. "O bien te contesta en felino, o bien te escribe garabatos sin sentido." Se llevó una mano de uñas postizas color fucsia a la frente. "No puedo con este trabajo, voy a tomarme un café." Tras decir eso se esfumó, siguiendo las luces de los laberínticos pasadizos del establecimiento.

María suspiró, dirigiendo, una vez más, su mirada hacia el pasillo oscuro. Temeraria, empezó a recorrerlo, rozando suavemente con las yemas de sus cortos y achaparrados dedos los arañazos y boquetes de las paredes, que iban creciendo en número y tamaño a medida que se acercaba a la tan temida puerta que encerraba a aquello que llamaban 'bestia'. Miró por la pequeña ventana de cristal y ahí la vio, salvaje e indomable, una chica de dieciocho años de edad, de aspecto enfermizo pero letal, mirando fijamente la puerta tras sus cadenas y su bozal con ojos heterocrómicos que brillaban con luz trémula en la oscuridad de la sala. Tan pronto como vio a la enfermera, leves gruñidos emergieron de su garganta.

María puso una mano en la puerta. "No quiero darte por perdida, a ti ni a nadie, por eso trabajo aquí. Sé que puedes entenderme, y espero que podamos nosotros entenderte algun día.

Tras procesar esas palabras, la chica infló su pecho de aire, con una inhalación temblorosa y entrecortada, y rugió como una leona. Estaba claro que no estaba dispuesta a cooperar.

Suspirando, la pequeña enfermera rellenita se fue. Cada vez tenía más ganas de tomar un café con Teresa y olvidarse de sus pacientes por un rato.