-Te amo Kagamicchi.

Soltaste en un susurro débil y con una sonrisa aquellas tres palabras. Palabras que escuchaba a diario desde hace cinco años, y que ahora, en esta bulliciosa calle me dices por última vez. Te sonrió antes de que tus ojos se cierren y no pueda ver más aquel hermoso brillo en ellos. Todo sucedió tan rápido, si tan solo hubiese llegado minutos antes, no estarías en aquella camilla rumbo al hospital.

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Ahora que entro, ya no escucho tu voz empalagosa y chillona dándome la bienvenida. Ya no disfruto cocinar, ya no tomo baños largos y sigo reprochándome aquellos minutos que me retrase en llegar. Duermo en el sofá, nuestra habitación aún sigue tal cual la dejamos aquel día, ese día en que tus ojos se cerraron y te alejaron de mi lado. La cama desecha. Nuestra foto en la cómoda. Aquel libro de pastas gastadas que me obligaste a comprarte en aquella tienda de antigüedades, y sobre el marco de la ventana, la planta que tanto te gustaba cuidar. Cada cosa tuya y hasta tu esencia aún intacta, impregnando este lecho que era tan solitario y frio para mí, pero que tú, con tu alegría y tan hiperactiva forma de ser llenaste de luz y calidez. Calidez que sentíamos cada que nos entregábamos el uno al otro con tanta libido que nos resulta algo exquisito, o en aquellas noches de frio donde solo nos manteníamos abrazados hablando de tanta zoncera nos pasa por la cabeza, en la tuya más que en la mía. Porque aún sigo soñando en que despertare y te encontraras a mi lado con una sonrisa, tu rubio cabello revuelto y tus brillosos ojos de ese tono ocre dándome los buenos días, seguido de un sonoro beso y diciéndome con un puchero que ya tienes hambre.

La esperanza de que estés de vuelta no desaparecerá, tengo la seguridad de que saldrás de ese sueño profundo pronto. Porque durante estos dos años has escuchado mis llamados, ¿verdad?.