Título: El secreto de Alfred

Palabras: 697

Descripción: Estados Unidos es el único que sabe qué sucedió con la colonia Roanoke. La visión de ese suceso le impactó tanto que jamás, jamás se lo contó a nadie por más que le preguntaron. Ni a Inglaterra ni a Canadá. Cuando el tema sale a colación, se pone a hablar de otra cosa y hace como que no lo ha oído.


Alfred nunca pensó que aquella visita que había decidido hacer a un colegio de primaria de Madison, Wisconsin, sería con mucho una de las peores experiencias que había tenido en su vida. Al americano le encantaba ir a ver a los niños, pues ellos eran su futuro y los que cuando creciesen, determinarían cómo sería Estados Unidos. Sus jefes no es que fuesen muy amigos de permitirle revelar a los niños quién era, pero él insistía en que no pasaría nada por hacer eso, y así ellos, al saber que habían conocido al país en el que habitaban, tendrían algo de lo que enorgullecerse y algo que contar a sus descendientes cuando fuesen mayores. Así que se acordó la visita y se despertó muy de mañana para poder tomar el avión a Madison y llegar a tiempo. Se presentó en la escuela media, era una clase de niños de doce años que al verle aparecer se lo quedaron mirando con la boca abierta, lo cual, aunque lo disimuló muy bien, le produjo una ligera incomodidad. No se acostumbraba a ser el blanco de las miradas de humanos normales. Pánico escénico, lo llamaría. Carraspeó y se aclaró la garganta. Había que romper el hielo.

Hello guys! I came here today to make you enjoy! —Exclamó, con su ánimo habitual—. Podéis preguntarme cualquier cosa que se os ocurra, cualquiera. Si a vuestra profesora le parece bien, claro, hehehehe —miró a la maestra, quien asintió aunque no muy convencida.

—Había pensado en que los niños respondiesen algunas preguntas de historia para que usted…para que tú sepas lo que saben —dijo, tuteándole rápidamente. Los enviados del gobierno que le habían avisado de la visita le habían dicho cómo debía tratar con Alfred, pues era muuuy complicado, según palabras textuales.

Yeah! Me parece bien si quiere comenzar por eso —dijo la nación, sonriendo y haciendo un guiño a los alumnos, que cuchicheaban entre sí. La profesora asintió y entonces comenzó la ronda de preguntas. Alfred se sintió muy satisfecho de ver que ninguno de ellos falló, y estaba a punto de dedicarles una alabanza, cuando una niña levantó la mano.

—Esto…señor Estados Unidos —dijo, con timidez—. ¿Podría preguntarle algo?

Sure! De hecho estaba esperando a que alguno me preguntase algo, adelante —le animó Alfred. Ella adoptó una pose pensativa y luego preguntó:

—Ahora en Historia estamos estudiando la etapa de la colonización y nos gustaría que nos contase qué sucedió con la gente de Roanoke, ¿podría decírnoslo?

La sonrisa de Alfred se quedó petrificada en su cara al escuchar aquella palabra. Roanoke. Roanoke. Aquella palabra que, nada más escucharla, hacía que le viniesen imágenes que desesperadamente tratara de olvidar…de dejar atrás. Notó que se mareaba mientras acudían a su mente aquellos recuerdos. Una llanura desierta, completamente desierta, donde hasta hacía poco se levantaba una pequeña ciudad. Silencio. Sólo silencio. Un silencio tal que daba miedo estar allí. Su espalda chocó contra la pared. Instintivamente había retrocedido, queriendo huir. Escapar de aquello.

—S-señor… —dijo la niña que le había hecho la pregunta, asustadísima—. L-lo siento si…

Don´t worry…don´t worry —dijo, con voz robótica y carente de sentimientos, tratando de sonreír-. Es…es sólo que no me esperaba que me hicieses esa pregunta, pero estoy…estoy bien…

Notó que temblaba. Se apoyó en la mesa de la profesora. Ésta, preocupada, le preguntó si necesitaba algo. Él negó con la cabeza, haciendo un gesto y quitándole importancia.

—Perdonadme, chicos —les dijo, intentando sonreír—. Ésa es…es la única pregunta que no puedo responder. Cualquier otra sí, pero ésa no. Lo siento mucho.

Nunca, pensaba él. Nunca podría responderla, ni aunque pasase un millón de años más. Logró sobreponerse y el mal rato, por suerte, no pasó de ahí. Recuperó la sonrisa y entonces pidió a la profesora si no le importaría compartir anécdotas con ellos. Ella dio su consentimiento e inmediatamente pareció convertirse en un alumno más, hablando y riendo con los chicos como si estuviesen en el patio de recreo. No tenía que preocuparlos, ellos no lo sabían y seguirían sin saberlo. Se lo llevaría a la tumba, si algún día llegaba a morirse. Nadie, jamás, nadie lo sabría.