La Rugiente era la calle más larga y ancha de Agren, la capital del Imperio Quimérico, el cuál en estos instantes se encontraba en guerra con el Imperio Seráfico.
Ambos Imperios se encontraban en guerras constantes desde Dios sabe cuándo. Sólo se sabe que el caudillo de las quimeras había vivido lo suficiente como para aguantar la caída de "La Cuidad Estrellada", como la habían llamado en su momento los ángeles. Y claro está que, dicha caída, había sido a manos de las quimeras.
Y ahora los ángeles se encontraban planeando una venganza contra las quimeras, o como ellos los llaman, los hijos de la oscuridad. Probablemente, lo único que tenían en común ambos bandos era la leyenda de su propia creación.
Los Serafines, o más bien conocidos como Ángeles, eran llamados los hijos del Sol, porque sus alas se asemejaban a las ardientes llamas del mismo.
Así pues, el Sol vivía como rey de los cielos, dejando al resto de las pobres criaturas vivir bajo su poder, pero también sometidos bajo el yugo de su propia justicia.
El Sol entonces, era el Sol. Al ser todopoderoso y al tener el control de todo y todos, creía que podía tomar también a las hermanas. A las vigilantes de la noche, a las Lunas.
Las Lunas. Brillantes hermanas pícaras que velaban por los sueños de las criaturas y protegían la intimidad de la noche.
El Sol lo anhelaba todo. Lo quería todo, y sobre todo controlarlo. Se consideraba un Dios omnipotente, aunque en parte lo era. Porque de él dependían las vidas de los demás. Así pues, aunque las Lunas eran idénticas, la que más le atraía era la hermana menor, conocida como Kasei. Kasei era la hermana más tímida, y se escondía detrás de su brillante y deslumbrante hermana, Kyure. Ambas hermanas se turnaban para velar la noche, la cual se presentaba únicamente con la presencia de una de las hermanas. Y el Sol hizo aparición, forzando y violando a Kasei en medio de la noche.
Pero Kasei era lista. Se había percatado de las intenciones del Dios Sol hacia ella, y todas las noches llevaba consigo un puñal. Puñal con el que hirió al Sol, no de muerte claro, pero si lo suficiente como para poder escapar de él.
Según la leyenda, la sangre del Sol cayó sobre la tierra, y con ello nacieron los Serafines, o los Ángeles. Hijos del fuego y la soberbia, son hermosas criaturas que engatusan con una mano y con la otra empuñan una espada.
Y al escapar Kasei, la vergüenza y el asco por haber permitido aquello le podían. Mientras escapaba, lágrimas por parte de la hermana menor se derramaron sobre el resto de la tierra, y nacieron las quimeras. Grotescas criaturas nacidas de la tristeza, quiénes conocían todos los secretos del dolor y la oscuridad.
Desde el principio, ambos pueblos intentaron vivir en armonía, pero las quimeras no estaban satisfechas con su condición de vivir. Mientras que los ángeles surcaban los cielos mecidos por el viento, mientras que su padre les rozaba sus perfectos rostros con su calor, a ellos les tocaba convivir con criaturas nocturnas, sin conocer el calor del Sol, sin conocer los vivos colores de la vida. Pareciendo oír cada noche un llanto que rompería el alma a cualquiera.
Y con ello, se inició la primera de las guerras, entre ángeles y quimeras.
El Sol contemplaba con impotencia como sus hijos luchaban con los hijos de una de las hermanas, y le rogó a Kyure que la buscara para iniciar una tregua entre ambos bandos.
Kyure, dolida por su hermana, la buscó con todo su empeño, llamándola, y mientras, dejaba caer sus propias lágrimas sobre el cielo nocturno, creando así a las estrellas y a las Constelaciones, para que sirvieran de guía a su hermana hacia ella, y también a los Susurrantes.
Los Susurrantes eran criaturas que aparecían o cada mucho o poco tiempo. Rápidos cómo el viento nocturno, acompañaron desde el primer momento a Kyure en su búsqueda.
Y, a día de hoy, Kasei aún no ha aparecido. Cada noche, desde aquel fatídico día, el viento de la noche parece traer consigo un murmullo que hiela los huesos del más joven, y hace que la tristeza ocupe lugar en el corazón del más feliz.
Pero cierta quimera no era precisamente feliz en estos instantes. Ya que se sentía asquerosamente expuesto, como si fuese el plato principal de un extenso banquete.
Trafalgar Law observaba con amargez como la Rugiente ascendía con rapidez en dirección al palacio del Caudillo, dónde más de un millón de quimeras se reunirían, para celebrar aquella misma noche la caída de La Ciudad Estrellada, la antigua capital del Imperio Seráfico siglos atrás.
Aparte de que supuso una gran victoria militar por parte de las quimeras, la guerra dejaba grandes heridas en la moral de los soldados. Si le preguntaran a Law por las heridas físicas, diría que son más importantes dichas heridas que celebrar una estúpida mascarada para que, ya sea dicho de paso, le pongan en una bandejita de plata para el hijo del Caudillo. Porque así era. Lo sabía desde hace años. Aquel estúpido arrogante que presumía de gozar de un profundo sentido de la justicia, cuándo solo tenía una sed insaciable de sangre le tenía en el punto de mira.
Para colmo de males, mientras le obligaban a prepararse para ir, le habían convencido de echarse azúcar por el cuello y por los hombros. Azúcar.
¿Cómo había aceptado a tal gilipollez? No va a admitir nunca que se arrepiente de ello, pero es una estupidez pensar que nadie se va a fijar en él.
No es narcisista, ni ese tipo de cosas. Puede que un poco egocéntrico. Pero si es un orgulloso a rabiar, de un modo que asusta. Casi tanto como la sombría sonrisa ladina que decoraba sus labios la mayoría del tiempo, pero no aquella noche.
Más de una o uno en su lugar se habría sentido honrado de que el hijo del caudillo quisiera meterle la polla en el culo, pero él, no.
No es el jodido juguete de nadie. Si ese creído quería algo con él, que se plantara con su estúpido séquito frente a la puerta de su barracón y que se fuese a la mierda. Por mandar esas sutiles indirectas en formas de órdenes, como dejarle a él sólo recogiendo almas como hizo dos semanas atrás en una batalla producida día atrás. Poco más y una legión entera de ángeles le habrían degollado.
El moreno sólo quería irse de aquella fiesta de locos y borrachos, y también para escapar —no huir, él no huía de nadie— del Cazador Blanco, como lo llamaban. Pero la Rugiente lo empujaba a seguir andando por la calle, la cual se iba estrechando más y más.
Desde que había llegado, nadie se había atrevido a mirarlo. Sólo notaba como las miradas furtivas se posaban en su espalda desnuda, para luego desaparecer. Claro, él ya tenía un destino, y eran los brazos del Cazador.
Y empezaba a ponerse de los nervios. Con suerte podría encontrarlo, deshacerse de él e ir con Corazón a vaciar más turíbulos, pero...
Notó como alguien le empujaba, literalmente, a los brazos de alguien más. Fue a darse la vuelta para asesinar con la mirada al culpable de ello cuándo unas garras le cogieron por las caderas, con seguridad. Y cierto deje de posesión.
Alzó la mirada, escrutando con sus ojos plateados el rostro de su "captor", cuándo lo que vio le dejó con una expresión helada en el rostro, tapada parcialmente con una máscara de plumas negras, semejantes a las de un cuervo.
Unos ojos de color caoba, casi rojizos recorrían cada línea y curva de su cuerpo, con la falta de pudor con la que se distingue a alguien poderoso, a ese tipo de persona que sabe que va a tener lo que desea en cuánto lo pida. A pesar de la enorme y basta cabeza de lobo blanco que hacía la vez de máscara en aquella ocasión, se podía distinguir perfectamente quién era su dueño.
El Cazador Blanco.
Smoker.
