Aún recuerdo con claridad el día en que mi madre, Nagisa, me dejó. Fue al terminar el invierno, dos días antes de que el árbol de cerezo que había frente a nuestro hogar abriera su primer botón. Era una lástima. A ella le encantaba el Hanami no menos que a mí, aunque cada vez tuvo menos tiempo de poder quedarse por mucho a uno de los festivales; trabajó tanto todos los días, por ella, por mí, por las deudas que teníamos.

Pasé más de tres meses con depresión diagnosticada después de la muerte de mi mamá, aunque realmente yo los sentí como años. Me aterraba tener que ser una persona obligada a ser independiente a los diecisiete años. No sabía mucho del mundo, no estaba indefensa ni era precisamente débil pero... ¿cómo sabes cuando eres lo suficientemente maduro? ¿Cuándo dejas de temer tomar decisiones porque no dejas de pensar en sí será lo correcto? Aún, al día de hoy, aprendí que nunca deja de suceder.

Cuando fui consciente de que estaría sola a partir de ese momento, no tenía seis años para aún creer que me había "traído la cigüeña". Había un hombre que había dejado a mi madre sola cuando supo que yo estaba en el vientre de ella. La escuché muchas veces hablar y llorar por teléfono, pidiendo, suplicando a ese hombre por 1500 yenes que hacían falta para poder pagar el alquiler; ignoraba nuestra existencia y ella ignoraba que yo podía entender más situaciones de las que pensaba.

"No soy más una niña indefensa", pensaba, cuando me sumí a mí misma en aquella travesía de buscar a mi padre, para que por fin, obtener lo que por derecho me pertenecía: dinero, una seguridad económica que a mi corta edad, era imposible conseguir. "Ya no era una niña indefensa", repetía… Quien diría que la mitad de aquellas palabras eran una mentira. Los jóvenes y adultos somos tanto o más indefensos que los niños. Obligarse a madurar, enfrentar las pérdidas de quienes amamos, debatir entre lo que se cree correcto e incorrecto, moral o inmoral...

Desde el día en que mi madre murió el mundo pareció ser diez veces más complicado de lo que jamás pensé. Desde el día en el que viajé para buscar lo que por derecho me pertenecía, supe que no podía retroceder en mis decisiones.

Hay días en los que solo pienso cómo la vida va a castigarme, o en el mejor de los casos, cómo la muerte lo hará. Y hay días en los que justifico perfectamente todas mis acciones y no me arrepiento de nada.