Probablemente pasaron semanas hasta que se dio cuenta de ello. Aunque cuando quiso darse cuenta era ya realmente tarde. Su cara ardía, mojada de café ardiendo. Su mano aún sostenía su taza. Su cara tardó en cambiar la expresión de asco a desilusión. Su mirada seguía vigente en la puerta entreabierta. Se extrañó de no sentir ningún dolor en sus partes más íntimas. No, ella no hacía eso. No podía ser como las otras. Ella simplemente lanzaba cafés ardiendo y basta.
Y, seguidamente, un portazo. Aquél portazo probablemente le dolió más que aquella inexistente patada en los cojones. De hecho, hubiera incluso preferido aquella patada en los cojones antes que eso. Antes que el silencio que reinaba en aquella cocina. Y lo peor no era el portazo, lo peor es todo lo que acarreaba. Lágrimas. Dolor. Probablemete algún que otro insulto. Qué coño, muchísimos insultos; pero dichos entre dientes, para sí misma. Porque ella era así, decía las cosas y no las hacía. Preparaba café para ocho y luego se lo tomaba todo ella sola. Le daba igual. Ella era toda su totalidad, con sus cafés, sus insultos entre dientes y sus... lágrimas. Lágrimas que probablemente ahora se deslizarian silenciosas por aquellas mejillas llenas de pecas. Lágrimas que él no podría suprimir con un beso, o, en tal caso, con una suave caricia y una irónica sonrisa. Como diciendo, te quiero, sabes, pero, espero que no lo sepas.
Dejó caer la taza. El café se derramó por todo el suelo, por toda la moqueta. Probablemente en otra situación se hubiera tirado hacia él como un perro en celo, maldiciendo su torpeza contagiada por... por ella. Pero ahora no. Lo había hecho para escuchar algo. Lo que fuese. Para romper ese silencio que le estaba arrancando lentamente las venas.
Se volvió, aún sabiendo que ella se había ido. Aún sabiendo que no iba a volver... que esta vez no. Que aunque siempre volvía y le depositaba miles de besos en la cara y le hacía plantearse qué mierda era aquello que todos llamaban amor, y que pese a ser firme en su futuro y no querer nunca nada con nadie, pese a haber establecido una... 'relación', un amor entre la pizza, el café y los cigarrillos, pese a prometerse a sí mismo que no, que nunca más, idiota, que no te vas a enamorar en la puta vida ya, que no , pese a pasar siempre delante de una tía y que esta le saludara con expresión triste, o divertida, o tosca, depende de cómo hubiese sido el dolor que le hubiese venido después de la relación con ese pelorizo, y reír y alzar una ceja a la vez y creer que puede con todo, pese a todo eso... "Maldita sea, Ginny Weasley, yo te hubiese cambiado por café." Y eso, en él, era lo más extraño posible. La puerta, entreabierta, dejó entrar un fino viento frío que le hizo estremerse, tal vez por frío, tal vez por culpa, tal vez por un qué gilipollas eres, tío siempre en su cabeza. O tal vez por todo un poco. Entreabrió los labios, pero no dijo nada. Una expresión de soledad se transmitió en su rostro. Sabía que ella iba a volver. ¿Iba a volver? Claro que iba a volver. No, macho, no va a volver. Esta vez no. Él lo sabía, ella lo sabía, y el silencio que inundó su cuerpo lo sabía. No. No. Estiró la mano hacia la puerta, sintiéndose no más imbécil que nunca, susurrando su nombre. Ginny. El frío acababa de empezar y ya no quedaba café.
Y ahora estaba ahí, tirado en el sofá cochambroso de La Madriguera. Todo estaba cubierto de polvo y la humedad le impedía respirar con facilidad. Qué más daba eso. Con una mano sobre su frente y otra acariciando inconscientemente el frío suelo. Deseaba tener café. Deseaba tener fuego. Deseaba tenerla a ella. La canción se reproducía en su cabeza y no sabía ni por qué. I wanna take you somewhere so you know I care. Alemania. Venecia. Todos aquellos lugares que le hubieran quedado por visitar si no fuera porque eres un completo gilipollas, Joey. La melodía que procesaba aquél piano le dolía tanto como si él fuera una de las teclas, pulsadas rápidamente, seguidas de su but it's so cold and I don't know where y, maldita sea, fuego, yo te necesito a ti. Necesito calor. Me conformo con un puto ABRAZO. Pero aparece. Aparece, fuego, aparece y estrújame, aplástame como cada mañana aunque yo te pida que no, que no lo hagas, cuando lo que realmente quiero es estrecharte con mis brazos. Aparece, fuego. ¡APARECE, JODER!. Se había incorporado, hiperventilando, con las mejillas húmedas, sin darse cuenta de el grito que acababa de pegar, como si realmente le hubiesen gritado a él, como si se acabara de levantar de una mala pesadilla. No, aquello no era una maldita pesadilla, Ginny se había ido. El fuego se había ido. Me había dejado sólo con el invierno, me había dejado por gilipollas. Y tras cansarse de repetirse a sí mismo lo que era, más porque sabía que estaba en lo cierto que por otra cosa, se levantó, con la intención de acostarse y no levantarse hasta que no lo hubieran encontrado muerto, y a la mierda el café, y a la mierda todo, porque de qué me vale un café si no puedo dejar que se quede frío porque estoy pendiente de ti, pelirroja.
Habían pasado unas semanas desde aquello. Probablemente meses. Meses sin un mensaje, ni ningún signo vital que le confirmara que ella iba a hacer lo que siempre hacía. Meses de ayunos, de insomnios, de ojos rojos, hinchados. Meses de querer ir a Alemania, de maletas hechas, de ideas de desaparecer. Meses de deseo, de deseo de morir, de dejarse morir, de pequeños para qué en su cabeza. Dónde estabas, Ginny. Dónde has ido. No sabía ni qué hacía en Hogwarts, por qué había vuelto. Quizás no había otra cosa que hacer con su vida. Café no quedaba, el mundo estaba frío y tuvo que abandonar esa mugrienta pero llena de experiencias casa de pelirrojos, por exceso de recuerdos, cosa que era totalmente inútil porque, realmente, ¿qué sitio no le recordaba a ella? El frío invierno le quemaba y eso le hacia recordar aquellas interminables horas en la cocina. Maldito fuego. Maldita ella. Aquellos cafés que podían haber sido algo más y se quedaron en eso. En café. Café frío, pero café al fin y al cabo.
Con el café aún en la cabeza arrastró los pies hasta las cocinas. Pasando por los interminables pasillos de Hogwarts, acariciando con cansancio la pera de aquél cuadro para que se abriese. Se le habían quitado las ganas de café, pero no podía mantenerse despierto sólo, y hubiera dado su alma al diablo antes de dormirse otra noche y que el silencio de aquél día volviera aporreándole en la cabeza. El cuadro se abrió, entró tropezando, casi cayéndose, sin importarle, y allí estaba. Despeinada, con una sudadera que lucía los colores de su casa, de Gryffindor, probablemente de su hermano, de uno de sus hermanos, porque le venía ocho tallas más grande; suspirando profundamente con la mirada fija en la cafetera calentándose -ella siempre llevaba sus cafeteras a la cocina, el café de los elfos no era igual- . Giró la cabeza hacia él, de brazos cruzados, sin esperar que lo encontraría allí, o probablemente en lo más profundo de la mente de ambos, sabían que iban a encontrarse, tarde o temprano, unidos por ese vicio, por esa taza que noche tras noche les había reunido allí. Pero ahora todo era diferente. No habían sonrisas de deseo, no habían ironías, ni descaros, ni insultos cariñosos. Ahora sólo había lo de siempre: silencio. Ambos mirándose, uno, deseando abrazarla; otra, deseando que desapareciera o deseando lanzarse a sus brazos. Él agachó la cabeza después de una, aparentemente, interminable lucha de miradas, y se dirigió con parsimonia hacia la mesa, cogiendo un café que no era el café de la pelirroja, su café, vertiéndolo en la taza, deseando que ella se acercara y le arrebatara la cafetera y le sirviera de la suya propia. No sucedió. Ella siguió inmersa en el café calentándose. Él, en su cuello desnudo, en su nuca, en su espalda, en su pelo. En toda ella, haciéndolo de una forma sutil, mirándola de reojo. Cuando ella ya se había calentado el café, cuando se disponía a salir por el cuadro deseosa de que él no le dijera palabra -o que le dijera todo- , reaccionó. No hizo más que entreabrir los labios y dejar escapar una pequeña mueca que, analizada, probablemente diría quédate. Ella se frenó en seco. Él volvió la cara hacia ella, mirándola de la misma forma que se mira a alguien que sabe que no vas a volver a ver. No sabía qué decir o qué hacer para no volver a meter la pata. Señaló su taza.
-Café... ¿eh?
Una pregunta idiota, unas palabras rotas, pero palabras, al fin y al cabo, lo que ella quería oír; su voz, el simple sonido de su voz. Bastó. Ella asintió con la cabeza y señaló la taza de él con un simple movimiento de barbilla.
-Café asqueroso.
Él sonrió tristemente, sin dejar de mirarla, de la forma más sincera posible. Aquella era su Ginny. La que se quejaba del café de Hogwarts y tenía que hacer una especie de tráfico para meter su propio café al colegio. Con ojos brillantes, hinchazos de haber llorado ella sabía cuánto, y él era el culpable. Ella dirigió su mirada hacia su propia cafetera, aún en el fuego, con resentimiento; más por obligación que por sentimiento propio. Dijo unas últimas palabras antes de volverse en dirección a la salida.
-Coge de ese. Ha sobrado.
-Ginny.
Ginny. Una palabra que nunca había expresado tanto. Que expresó los meses fríos, las cartas inexistentes, los quédate que nunca estuvieron ahí. Exhaló un suspiro, cerrando los ojos, dejándose caer. Cuando quiso darse cuenta ya estaba en el suelo, sin fuerzas, con aquél asqueroso café en su taza, quizás por tantos días de ayuno por falta de apetito, o por no haber descansado lo suficiente. O simplemente porque su nombre le ardía en el pecho como el fuego. Y no podía evitarlo. Porque el simple fuego que calentaba la cafetera o el simple ardor de la sangre cayendo de sus nudillos destrozados no hacia falta decir a quién le recordaba. Ella le observó y no le faltaron tres segundos para sentarse junto a él, dando paso a aquél silencio que tanto les caracterizaba y que no decía nada y a la vez decía tanto. Ella le pasó su taza. Él tenía las mejillas húmedas.
Maldita seas, Ginny Weasley. Has hecho vulnerable a un pelo rizado con patas.
Cuando ella se quiso dar cuenta ambos estaban igual. Sentados, compartiendo una única taza de café que, como siempre, se había puesto frío. Pero qué más daba. Siempre les pasaba igual: el café se enfriaba siempre que estaban juntos. Un lo siento salió de sus labios, de una voz desconocida, de una voz que no era la de él, si no la de un chico herido, la del dolor. Parecía increíble. Joey Lestrange llorando por una chica, llorando por ella. El silencio lo dijo todo. Ella lo entendió. Posó la mano rosada sobre la taza que él sostenía, la taza de ella que él había aferrado con ambas manos pese a que no podía calentarlas con el calor del café, como si esa taza fuese lo último que le quedara de ella.
-Joey -susurró-
Él alzó sus ojos cristalinos hacia los ojos dolidos de ella. Le quitó con cuidado un mechón de la cara, pasándolo suavemente por detrás de su oreja, como quien acaricia el agua o quien acaricia una débil flor que está a punto de descomponerse, de dejar sus pétalos libres y perdidos.
-Se nos ha enfriado el café.
Ambos sonrieron. Por lo de siempre, pelirroja. Se nos ha enfriado por lo de siempre.
-Prométeme que vamos a dejar que se enfríen muchos cafés.
-Prométeme que nos los beberemos después.
Se miraron, limpiándose rápidamente las lágrimas de sus mejillas, más por orgullo, por dignidad, que por otra cosa; uno con la palma de la mano, uno con la manga de la sudadera que le estaba ocho tallas más grande. Se miraron, sonrieron. Ella descansó su cabeza en el hombro de él. Él se dejó , prometiéndose que nunca más, que aquellos meses no iban a repetirse, que si hacía falta comprar todo el café existente del mundo, lo haría. Por el simple hecho de dejarlo enfriar.
Alemania podía esperar.
