Notas de autora: Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, existió una cosa llamada LiveJournal donde las viejas como yo hacíamos retos de escritura a base de tablas de prompts XD Ahora las cosas de fandom se mueven sobre todo en Tumblr, donde supongo que estos retos funcionarán más o menos de la misma manera, pero todavía tengo guardadas en la recámara algunas de mis tablas favoritas de LJ para cuando me apetece escribir algo y necesito un empujón. Una de ellas es family15, que, por razones obvias, le venía como anillo al dedo al fandom de Coco; así que es la que he decidido usar para escribir algunas cositas sobre esta maravillosa película.

Antes de inaugurar esta colección de one-shots, aclaraciones. Los relatos son independientes, aunque todos se desarrollan dentro del mismo canon y línea temporal y algunos de ellos se entrelazan de forma más explícita, casi como capítulos de una historia más grande (sobre todo los primeros, que son en los que establezco el escenario en el que me voy a mover). Sin embargo, también hay muchos saltos atrás y adelante, mezclando flashbacks con el presente post-película. Muchos de ellos girarán en torno a Héctor e Imelda, pero también aparecerán el resto de los Rivera, tanto vivos como muertos. Y, aunque cada one-shot está relacionado con un prompt, la música también jugará un papel importante aquí y cada historia irá unida a una canción que le dará título. A veces el peso de la canción será más bien anecdótico y primará el sentido del prompt, otras veces pesará más la canción hasta rozar el songfic; eso irá dependiendo.

Sobre la música, hay otra cosa importante que tengo que aclarar, pero lo dejo para las notas finales, echadles un ojo después.

Este primer one-shot es el más corto que he escrito por ahora (es casi más una introducción), pero en lo sucesivo intentaré mantenerme en torno a las diez mil palabras como mucho. Ya tengo ideas apuntadas para casi todos los prompts, así que espero poder terminar la tabla entera y mantener un ritmo de actualización estable, una vez a la semana. Sea como sea, espero que los disfrutéis y me acompañéis en el camino :)

Como dije en el fic anterior, yo soy española: intento mantener los modismos de México en los diálogos, pero si veis alguna incorrección lingüística, avisadme, por favor. Y si tenéis alguna sugerencia en algún momento sobre cómo se podría decir algo de forma más coloquial y natural, no dudéis en compartirla, porque me encantaría aprender más de ese tipo de cosas :D

Ahora sí, ¡a leer!


Prompt: "Families are like fudge: mostly sweet but with a few nuts" (Author Unknown)

Word Count: 3.988.

Summary: Había cosas que Imelda se había esforzado mucho en ignorar durante años, y Héctor era la principal de ellas. Pero con Miguel regresando a salvo a la Tierra de los Vivos y el que fue su esposo a punto de sucumbir a la muerte final, ya no le quedaban más excusas tras las que esconderse para seguir engañándose a sí misma.

Tipi tipi tín

Cuando Miguel desapareció en un remolino de pétalos de cempasúchil, Imelda alzó la vista hacia su familia sin perder un segundo, sosteniendo aún la mano de Héctor entre las suyas, y exclamó:

—¡Vayan a buscar ayuda! Debemos llevarlo a un sitio decente.

—Imelda… —Héctor intentó replicar, pero una nueva sacudida lo calló.

—Si esto ha de acabar ahora, no permitiré que suceda así —atajó ella con firmeza—. Tirado en el piso, como un perro.

Él le dedicó una débil sonrisa, con los ojos apenas abiertos, pero en su gesto se reflejaron las palabras que no llegó a decir. No sería la primera vez. Imelda hizo un esfuerzo por apartar la imagen que le cruzó la mente y, frunciendo la boca, apretó su mano un poco más.

—No estuve contigo cuando dejaste la Tierra de los Vivos. Pero me aseguraré de estar ahora.

Los Rivera no tuvieron que ir muy lejos; varios tramoyistas del espectáculo de Ernesto estaban acercándose ya a ellos para socorrerlos y averiguar qué demonios había ocurrido. Se produjo un estallido de caos. Alguien estaba diciendo algo sobre los gorilas de seguridad, alguien estaba hablando desde el escenario para tranquilizar a los espectadores, alguien los apremió a volver abajo, alguien se ofreció a tomar en brazos a Héctor para sacarlo de allí. Y, en cuestión de segundos, todos corrían de vuelta a la zona de camerinos, entre gritos apremiantes y preguntas desconcertadas.

En total, no tardaron más de medio minuto, pero el trayecto se le hizo eterno. El brillo de la muerte final sacudía los huesos de Héctor de forma intermitente, aferrándose a él con insistencia, y ella estaba segura de que en cualquier momento se desvanecería ante sus ojos, convertido en polvo para siempre. Todo el alboroto que la rodeaba no era más que ruido blanco, ni sabía ni le importaba quién estaba hablando o si se dirigían a ella. Ni siquiera fue consciente de que se le estaban agarrotando las falanges, por la fuerza con la que cerraba los puños.

Ella misma abrió de un empellón la puerta del primer camerino que encontraron y urgió al desconocido a tender a Héctor en una especie de camastro o sofá o lo que fuese que había en un rincón. Imelda no estaba en condiciones de procesar lo que la rodeaba, fuesen muebles o personas. Simplemente apartó a todos y se quedó allí parada, junto a él, mirándolo con fijeza y, por primera vez, sin la menor idea de qué más hacer.

—Salgan —escupió entonces, con voz estrangulada.

El barullo se acalló.

—¿Qué? —jadeó Felipe.

—¡Márchense! —espetó Imelda por encima del hombro—. ¡Todos! ¡Salgan ya! ¡Quiero estar a solas con mi esposo, ¿es eso mucho pedir?!

La escena se congeló por un segundo, pero, en cuanto hizo amago de encararlos con gesto amenazante, retrocedieron de un salto. Los primeros en salir disparados fueron los empleados del teatro, e Imelda lo agradeció. Sabía que eran quienes más derecho tenían a exigir explicaciones y no plegarse ante las órdenes de una doña nadie, pero que lidiase otro con ellos. Ella estaba a punto de empezar a repartir golpes y no podía perder más tiempo.

Su familia, sin embargo, regresó al pasillo con más reticencia. Victoria tuvo que tomar del brazo a Felipe y a Óscar y tirar de ellos hacia atrás con suavidad. Los ojos preocupados de sus hermanos saltaban de ella a Héctor, y captar ese gesto de simpatía en ellos estuvo a punto de desquebrajarla. Pero no fue hasta que la puerta se cerró por fin cuando Imelda dejó escapar el aire y se permitió hundirse de hombros, abandonando su pose. El silencio que los envolvió entonces resultó aún más atronador, vibrando con la furia de la urgencia y la adrenalina acumulada. Tuvo que cerrar los ojos un instante y respirar hondo un par de veces para intentar recomponerse.

Al bajar la vista de nuevo hacia Héctor, se encontró con que él la estaba observando, curvando la boca en otra cansada sonrisa.

—Esposo, ¿eh?

—Cállate —gruñó ella, mientras se arrodillaba a su lado—. ¿Vas a hacerte el chistoso hasta el último segundo?

—Decías que te casaste conmigo por mis chistes…

Aquello la pilló tan desprevenida que no pudo evitar envararse y desviar rápidamente la mirada, con la quijada rígida. El propio Héctor pareció arrepentirse de haberlo dicho, porque su sonrisa se esfumó y la melancolía volvió a cubrir su rostro. Pero, cuando abrió la boca para añadir algo, otro estremecimiento lo sacudió y solo logró articular un quejido. Imelda apretó los dientes aún más y contuvo el aliento hasta que el espasmo remitió. Los fogonazos habían dado paso a largas descargas de luz que serpenteaban por su cuerpo durante segundos interminables. Era una agonía. Estaba empezando a sentir el dolor en sus propios huesos.

—¿Qué necesitas? —masculló, alisándole esos harapos que llevaba por chaqueta, más por ocupar las manos que porque de verdad fuese necesario—. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?

—Si no lo… ¿le dirás a Coco que…?

—Sí. Sí, claro que sí, no te preocupes por eso ahora.

—Entonces ya es suficiente —suspiró Héctor, y la miró con ternura—. Esto es más de lo que esperaba. Gracias, Imelda.

Ella se quedó paralizada, incapaz de gestionar la oleada de pura furia y puro pánico que la carcomía hasta el tuétano. La impotencia era aterradora. La sensación de injusticia y de fracaso, también. Y la culpa. La culpa era lo peor de todo, como un cuchillo retorciéndose en las tripas. Llevaba un buen rato ahí, martilleándole las sienes, desde que Miguel había hablado de asesinato, pero había sido fácil ignorarla mientras corrían de un lado a otro, en esa cruzada por enviar al niño de vuelta a casa a tiempo. Ahora que todo había terminado y solo quedaba sentarse a esperar lo inevitable…

Intentando obligarse a no temblar, cubrió con su mano una de las de Héctor y la estrechó con fuerza. Él le devolvió el apretón, volvió a suspirar más profundamente y, tras dirigirle una última mirada de cariño (¿de amor?), cerró los ojos y pareció prepararse para partir. Ese breve momento fue tan intenso, la mantuvo en una tensión tan dolorosa, que cuando los huesos de Héctor brillaron de nuevo, Imelda brincó por el sobresalto. Parpadeó varias veces, luchando por recordarse que cada segundo que él aguantaba entero era un segundo más que tenían. Desperdiciarlos con más silencios era una estupidez.

—Maldita sea, Héctor, ¡no te vayas a desmayar! —gimió entre dientes, y descargó el puño libre contra el borde del camastro, haciendo que él reaccionara por el susto—. ¿Décadas cruzándote conmigo en este lugar, intentando acercarte, y ahora te callas y ya? ¿No tienes nada que decir? Cuéntame al menos qué sucedió, antes de que… —No fue capaz de terminar—. ¿Qué… qué demonios fue lo que pasó?

Estaba siendo injusta, lo sabía. A fin de cuentas, era ella la que nunca antes le había permitido hablar ni explicarse. Quizá hubiese perdido el derecho de exigirle nada ahora, justo al final. Y Héctor estaba agotado; podía verlo en sus ojos entrecerrados y en su respiración jadeante. Pero la idea de perderse el uno al otro definitivamente sin aclarar las cosas era demasiado insoportable. Y tal vez él lo comprendiera, porque hizo un visible esfuerzo por reunir la energía que le quedaba.

—No valía la pena —susurró muy despacio—. Tú tenías razón, Imelda. Ernesto quería seguir adelante con la gira y con sus planes. Quería cumplir su sueño. Pero a mí no me valía la pena. Yo solo quería regresar a casa, con Coco y contigo… —Desvió la vista hacia el techo al tiempo que componía una mueca—. Ernesto no me lo permitió. Necesitaba mis canciones para triunfar.

Por un momento, la furia se impuso e Imelda deseó poder pulverizar a aquel malnacido a zapatazos hasta desintegrarlo por completo. Pero, al segundo siguiente, el miedo la golpeó con fuerza redoblada, dejándola sin aliento.

—¿Y… durante todo este tiempo, tú trataste de…?

—No —la interrumpió Héctor, apretando su mano—. Descubrí la verdad esta noche, con Miguel. No habría podido decírtelo antes, no lo sabía. Durante estos años… solo quise decirte que fui un idiota al marcharme. Me arrepentí en cuestión de meses. No dejaba de pensar en casa. Y que lo último que vi antes de morir fue el tren que estaba a punto de tomar para volver a Santa Cecilia.

Ella lo contempló en silencio, dejando que sus palabras calaran de una vez por todas.

La herida que él había abierto al marcharse era demasiado vieja y demasiado profunda. Quizá nunca terminara de curarse del todo, porque había muchos factores implicados, pero no podía seguir ignorando que ella misma la había empeorado por pura terquedad. Héctor se había ido, sí, pero se arrepintió. Nunca las olvidó ni abandonó. Cometió un error, pero iba a volver. Quería volver. Podrían haber arreglado en muerte lo que no pudieron arreglar en vida, si ella no hubiese pasado décadas negándose a escuchar. Esa certeza pesaba en su pecho como una losa y sabía que iría a peor conforme tomara plena conciencia de las dimensiones de sus actos. Pero ya habría tiempo después para los remordimientos. Ya no quedaba espacio para las excusas ni las justificaciones. Si ese era el último momento que iban a tener para toda la eternidad, quería que al menos fuese un momento de paz.

Y, sin más discusiones, asintió, creyéndolo y perdonándolo.

La mirada de Héctor recuperó algo de su brillo ante su gesto conciliador y agrandó un poco los ojos, esperanzado. Gruñó cuando sus huesos traquetearon con otra sacudida de luz; pero quizá esta vez fue más suave o quizá la ilusión de poderse comunicar con ella por fin le dio fuerzas, porque buscó de nuevo sus ojos en cuanto recobró el aliento e incluso esbozó una sonrisa.

—Fue… fue hermoso volver a oírte cantar… esta noche.

Imelda sintió que la tristeza la asfixiaba, pero se descubrió a sí misma sonriendo poco a poco a su vez. Con una caricia, entrelazó los dedos con los suyos.

—También fue hermoso volver a oírte tocar.

La sonrisa de Héctor se ensanchó.

—¿Recuerdas cómo bailaba Coco en el patio cuando ensayábamos? Apenas si sabía andar y ya intentaba seguir tus pasos…

Lo recordaba, claro que sí. De hecho, la imagen seguía tan fresca en su memoria que estuvo a punto de hacerla reír. Pero la risa chocó con un sollozo en su pecho y el frío volvió a paralizarla. Héctor, todavía atento a su expresión, dejó que su sonrisa se marchitara una vez más.

—Imelda, ¿aún… conservas algún recuerdo bueno de mí? ¿De… nosotros?

Ella le sostuvo la mirada hasta que el picor en los ojos se le hizo insoportable. Los muertos no podían llorar. Las lágrimas no existían en aquel mundo. Pero por Dios que eso no hacía su presión menos real. Por Dios que deseaba llorar como no había llorado en cien años.

—No seas idiota —susurró al fin, rindiéndose—. Los conservo todos.

Por la cara que puso Héctor, dio la impresión de que él también estaba al borde del llanto. Su voz sonó tan débil que apenas la oyó.

—¿Me… dirías alguno antes de…?

Las palabras se le agolparon en la boca. Al bajar la guardia y dirigir la vista hacia ese rincón oscuro de su memoria que siempre trataba de ignorar, el torrente de recuerdos le explotó en la cara como una piñata. La manía que había tenido Héctor de sujetarse un carboncillo en la oreja, listo para apuntar en cualquier momento la melodía que le cruzara la mente, y cómo manchaba de oscuro todo lo que tocaba después. Las siestas en el banco del patio que quedaba a la sombra, con Coco tumbada sobre su pecho. Improvisando con la guitarra en los ratos libres, sentado descalzo a los pies de la colada recién tendida. Los bailes a ritmo loco, entre carcajadas. Lo estúpidamente contagiosa que era su sonrisa y la facilidad que parecía tener para hacer feliz a todo el mundo.

Había mucho, demasiado, que habría podido decirle. Pero, cuando abrió la boca para contestar, no le salió una anécdota, sino una canción.

Ladrón de amores me llaman, por robarme tu cariño

Héctor inspiró con tanta brusquedad que se atragantó, abriendo mucho los ojos. La mano que aún mantenía entrelazada con la de Imelda se contrajo en un espasmo; pero guardó silencio, limitándose a mirarla de una forma que ella ya casi había olvidado. Y que hizo que le temblara la voz.

Con él me robé tus besos y un rizo de tus cabellos… pero me he enredado en ellos y no me puedo escapar

El gesto de Héctor se ablandó aún más e Imelda supo que estaba recordando, al igual que ella. Cómo se la había cantado cuando empezó a rondarla. Cómo se la cantó ella a él cuando aceptó el cortejo. Cómo se la habían cantado al oído el uno al otro en su noche de bodas, entre beso y beso, entre risa y risa. Cómo él se la cantaba a Coco cuando ella aún la llevaba en el vientre. La melodía siempre alegre, la eterna broma de dos críos enamorados, que ahora sonaba extraña y rota, como un lamento.

Cerró los ojos, incapaz de sostenerle la mirada.

Con mi guitarra en la mano, y en ella un ramo de flores… por la mañana temprano voy cantando mis amores… Y en mi cantar voy diciendo que nunca te he de olvidar… Que, aunque la vida me cueste, de cantar no he de dejar…

La voz se le quebró, abrumada, y no pudo seguir.

Siempre repetía, ante sí misma y ante el mundo, que el quedarse sola la había obligado a cargar con todo el peso de sacar a la familia adelante. Pero no era solo eso. No era solo la responsabilidad. No era solo que Coco hubiese perdido un padre. Era que ella también había perdido un esposo. La confianza, el apoyo, su olor y su calor en la cama, despertarse a su lado, las sonrisas lánguidas, poder enredarle los dedos en el pelo o sentir los de él enredándose en el suyo, recostarse en su espalda y besarle la nuca, que él la abrazara desde atrás y le besara el cuello… toda la intimidad, el amor, los planes arrancados de cuajo en plena juventud, secándola por dentro. Su "traición" estuvo a punto de hacerla enloquecer, la furia fue lo único que la ayudó a mantener la cordura, ¿pero ahora que sabía la verdad? ¿Que no había sido su culpa, que habían perdido toda la vida que podrían haber tenido a causa de otro? Ver crecer a su hija y a sus nietos y envejecer juntos y morir juntos.

Incluso la oportunidad de estar juntos allí, después de la muerte.

Imelda se desplomó sentada en el suelo y hundió el rostro en la mano libre, temblando no sabía bien si de pena o de rabia o ambas a la vez. Maldijo a Ernesto de la Cruz con toda su alma, y también se maldijo a sí misma. Porque quien había extirpado la memoria y la imagen de Héctor de la familia Rivera había sido ella. Algo que ya nunca podría enmendar.

Perdió la noción del tiempo que permaneció así, enredada en aquella espiral de pensamientos funestos. Hasta que de repente cayó en la cuenta de que hacía un rato largo que no veía ninguna luz dorada ni sentía los tirones de la muerte final reclamando los huesos de Héctor. Asustada, apretó su mano; pero los dedos de su marido seguían entre los suyos, sólidos y tangibles. Contuvo el aliento y alzó la vista.

—¿Héctor?

Él aún estaba consciente, echado ahí, clavando en ella una mirada triste. Pero, al ver su cara, también pareció tomar conciencia de la situación. Levantó su propia mano libre ante su rostro y la observó fijamente, con los ojos como platos y la boca abierta. Durante unos segundos, ninguno de los dos se movió ni dijo nada. Y nada pasó.

—Lo logró —jadeó Héctor, incrédulo—. El chamaco lo logró. —Giró el rostro hacia ella, que estaba igual de estupefacta, y sus ojos brillaron—. Imelda… ¡Imelda!

Se incorporó de un salto, como impulsado por un resorte, con tanta brusquedad que ella soltó un chillido y cayó hacia atrás. Héctor se lanzó a ayudarla, casi estrellándose de bruces contra el suelo al escurrirse del camastro. Aún estaba muy torpe y débil, pero también lo bastante emocionado como para envolverla en sus brazos y levantarse dando traspiés. Incluso giró con ella, al igual que cuando se habían reunido tras el escenario, mientras profería uno de esos ensordecedores gritos de mariachi que lo dejó sin respiración.

—¡Lo logró! ¡Miguel logró hacer recordar a Coco! ¡Aún no me olvida, todavía tenemos tiempo!

La puerta del camerino se abrió de golpe y el vano se llenó de rostros alarmados. Sobresaltado, Héctor hizo ademán de apartarse de ella en el acto. Pero no pudo. Imelda le había devuelto el abrazo y, al notarlo retroceder, lo estrechó aún más en un acto reflejo, reteniéndolo.

—¡Escuchamos gritos! —exclamó Rosita—. ¿Qué suce…?

—¡DIJE QUE NOS DEJARAN SOLOS!

El bramido de Imelda pareció arrastrar con su potencia a Rosita, que trastabilló hacia atrás, chocándose con Julio. Hubo un nervioso traqueteo de huesos y la puerta se volvió a cerrar. De nuevo a solas, Imelda dejó escapar el aire entre los dientes y se apoyó contra Héctor, hundiendo la cara en su hombro sin más. Él tardó un par de segundos en relajarse también y rodearla de nuevo, esta vez con más precaución y timidez, y dejándole más espacio. Pero el gesto y la cercanía ya eran suficientes. Podía sentirlo temblar entre sus brazos, y ella misma temblaba con un alivio tan intenso que las rodillas apenas la sostenían.

Tiempo. Todavía tenían tiempo. Todavía.

Ay, Miguel… Gracias, una y mil veces.

No podía más. Demasiadas cosas en muy poco tiempo. Demasiadas emociones. La presión de las lágrimas que no podía verter era cada vez más fuerte y apremiante. Intentó rebajar la tensión con un suspiro, pero le salió algo mucho más cercano a un sollozo. Y se vino abajo, mientras sus manos se crispaban, aferrándose a la raída chaqueta azul.

Las palabras se le escaparon a borbotones.

—Pensé que seguías con él. Oí que Ernesto se estaba haciendo un nombre y que cada vez era más famoso, y pensé que seguías con él, escribiendo sus canciones. Tenía tu guitarra, pensé que tú… Pensé… pensé que, si te hubiese pasado algo, Ernesto nos habría avisado. Jamás imaginé que ese… ese…

—Ernesto era nuestro amigo, es lógico que pensaras así. No eras adivina.

—Nunca volvió a Santa Cecilia y yo no sabía a dónde escribir ni cómo…

—No creo que él te hubiese contestado aunque lo hubieras hecho.

—No debí dudar de ti ni rendirme tan rápido, tú no…

—Está bien, Imelda.

—¡No está bien! Todo lo que pasó fue…

—Está bien.

La suavidad de su voz le arrancó otro sollozo, y otro, y otro más, y se agarró a su chaqueta aún más fuerte.

—No estabas, y la rabia no se iba. Dolía tanto que no podía respirar.

Y porque Héctor sabía bien a qué se refería, porque él la había conocido mejor que nadie, porque desde que eran pequeños él había sido el contrapunto que equilibraba el carácter explosivo de Imelda, le acarició la espalda y la envolvió por los hombros como había hecho siempre, susurrándole:

—Ya pasó, mi amor.

Seguramente se le escapó sin querer, dejándose llevar por la familiaridad del momento, porque enseguida volvió a tensarse. Pero Imelda no protestó. Al contrario, sus palabras la desarmaron y se rio en un débil jadeo, preguntándose si el "ya pasó" se refería a los acontecimientos de aquella noche o a los últimos cien años. Bien valía para ambos.

Permanecieron un rato largo así, sosteniéndose el uno al otro en silencio, mientras sus respiraciones se aquietaban y la explosión de ansiedad remitía. Imelda odiaba los ataques de debilidad, pero aquel resultó liberador. Su presencia era como un bálsamo, uno que llevaba necesitando desde hacía mucho tiempo, y no volver a moverse durante el próximo siglo de repente le parecía una idea fantástica. Estirándose, le pasó un brazo por los hombros y apretó el abrazo aún más.

—Lo lamento, Héctor. Lamento lo que hice…

—Dije que no fue tu culpa, y lo dije en serio —replicó él quedamente, abrazándola más fuerte también—. Nada de eso importa ya, Imelda.

—Claro que sí. Todo lo que te perdiste por mi…

—Me lo puedes contar ahora. Cuéntamelo, ¿sí? Háblame de nuestra familia. Si… si quieres.

Imelda se incorporó un poco, separándose de él lo justo para quedar de nuevo cara a cara y poder mirarlo a los ojos.

—Quiero. —Respiró hondo, haciendo un esfuerzo por recuperar del todo la compostura, y repitió con más firmeza—: Quiero.

La expresión de Héctor fue todo un poema. El mismo tipo de incrédula felicidad que había visto en su rostro miles de veces, cuando eran unos chiquillos, cada vez que él recibía cualquier gesto de afecto. Los recuerdos la hicieron sonreír, contenta de que echar la vista atrás no trajera consigo dolor y amargura. Y, colocándole una mano en la nuca, lo atrajo hasta unir su frente a la de él.

Héctor exhaló muy despacio y pareció derretirse entre sus brazos. Irradiaba paz. Intentó reír por lo bajo y la voz le salió entrecortada por la emoción.

—Es… ¿es solo cosa mía o esto es más cómodo ahora que cuando estábamos vivos? —bromeó débilmente.

La sonrisa de Imelda se acentuó.

—Eso es porque ya no está tu nariz en medio estorbando.

—Ya, bueno, sé que siempre te gustó mi nariz. Recuerdo más de un mordisquito cuando estábamos…

—Cállate, ridículo.

Lo frenó con una palmada en la cara, lo bastante suave como para que su cabeza no se moviera del sitio y lo bastante fuerte como para que el chasquido restallara en todo el camerino. Pero no le borró la sonrisa de la boca ni impidió que él volviera a suspirar, feliz. Tan feliz, que Imelda sintió que la emoción la ahogaba a ella también. Apretando los labios, deslizó los dedos por su pómulo y rozó el puente de su nariz. Héctor cerró los ojos, rindiéndose a la caricia, y tarareó suavemente la melodía del estribillo que Imelda no había llegado a cantar antes, devolviéndole su tono original. Este es el sonido de un fuerte latido de mi corazón… Como una respuesta, un código. Y ella no pudo reprimir otra sonrisa.

—No es exactamente la misma nariz —añadió, en voz queda—, pero Coco la heredó, ¿sabes? Y su hija Elena también. Y Enrique, el papá de Miguel. Enrique es quizá el que más se parece a ti de todos los chicos. Creo que Miguel también heredará esa nariz cuando sea un poco más grande. Ya es tu viva imagen; tiene tus ojos, y tu sonrisa, y ese lunar en la boca, y el tonto hoyuelo que tenías tú. —Pasó los dedos por donde la carne había dado forma a su mejilla izquierda en vida, deteniéndose a delinear los dibujos grabados en el hueso—. Nunca dejaste del todo a los Rivera, incluso aunque no estabas.

A Héctor le tembló la barbilla y se quedó mirándola con ojos húmedos, hasta que Imelda volvió a atraerlo y le besó la frente. Fue entonces cuando el poco reparo que aún le quedaba a él terminó de esfumarse y se derrumbó contra ella, enterrando la cara en su cuello y estrechándola hasta que a los dos les crujieron las costillas. Mientras Imelda lo rodeaba a su vez por los hombros, devolviéndole el abrazo, Héctor le murmuró algo contra la clavícula. No llegó a entender las palabras, pero sí entendió el sentimiento. Y, cerrando los ojos, suspiró profundamente y le acarició la nuca.

—Vámonos a casa… mi amor.

-Fin-

N/A: Hay muchísima gente en el fandom con el headcanon de que, después del Día de Muertos, estos dos se volvieron a separar y les costó muchísimo terminar de reconciliarse, porque nadie perdona cien años en una noche. Yo no estoy de acuerdo. Creo que les costaría varios meses (bastantes meses) volver a ser una pareja funcional, porque hay mucho que curar, pero ¿irse cada uno por su lado después de lo ocurrido en el Amanecer Espectacular? Ni hablar. Por mucho que Imelda se resista al principio, todo lo que sucede a lo largo de la noche y sobre todo a partir de su reunión con Héctor es básicamente una terapia de choque para ella. Descubrir que él fue asesinado, tener que enfrentar a Ernesto y luchar por salvar a su marido, verlo al borde de la muerte final… Son experiencias demasiado intensas y, por muy orgullosa que sea, no creo que su terquedad sobrepasara este límite. No hay más que ver la cara que pone la primera vez que él se derrumba a sus pies, después de lo del cenote; lo de no querer saber nada de tu esposo está muy bien en teoría, hasta que te lo encuentras a punto de palmar para siempre jamás. No me la imagino en absoluto largando a Héctor otra vez en cuanto se recupere, porque está más claro que el agua que lo sigue amando con locura (aunque el proceso real de reconciliación sí sería más largo y es algo que trato en los one-shots siguientes; aquí todavía están los dos en su burbuja de adrenalina).

También tengo un headcanon bastante específico de por qué Héctor acepta su responsabilidad y disculpa las decisiones de Imelda de forma tan rotunda, pero eso es algo que exploro en otro de los relatos, así que no me extenderé hablando de ello ahora. Solo diré que fue uno de los detalles que más me gustó de la película, que me parece que dice muchísimo sobre el tipo de persona que es Héctor y que no estoy para nada de acuerdo con la gente que cree que él también debería guardarle rencor a Imelda. De hecho, que no se lo guarde es algo importantísimo: un signo de la madurez metal, la empatía y el sentido de la responsabilidad que tiene el personaje.

Sobre la música: una de las cosas que más le voy a agradecer a Coco es haberme dado la oportunidad de descubrir que existe María Grever. Ella no tiene nada que ver con la película, pero, cuando empecé a escribir estos fics, quise documentarme más sobre la música popular mexicana (corridos, rancheras y boleros son géneros que me encanta escuchar, pero de los que sé muy poco a nivel teórico) y me terminé topando con su nombre. Resultó que varias de sus canciones más famosas ya las conocía, obviamente, pero no tenía ni la menor idea de que las había escrito y compuesto ella. María Grever fue una gran compositora mexicana, la primera en trascender a nivel internacional, si no me equivoco, y su figura es tan importante que me dolió personalmente no haber escuchado nunca su nombre. Así que decidí homenajearla a ella en estas historias, aunque es una absoluta licencia cronológica: Grever nació en 1885 y tenía la edad suficiente para estar componiendo ya cuando estos personajes eran pequeños/jóvenes, pero por lo que sé empezó a hacerse famosa en la segunda mitad de los años 20 y durante las décadas de los 30 y 40, de modo que ya pillaría a Héctor muerto.

Soy una obsesa del rigor histórico y no me gusta hacer este tipo de cosas, pero por una vez vamos a fingir que las canciones de esta dama ya estaban circulando por el mundo en los años 10 y pudieron formar parte de la historia personal de Héctor e Imelda… porque además es que encajan con ellos dos de forma tan perfecta que da miedo. La de este one-shot es Tipi tipi tín, una cancioncilla ligera y juguetona que no pega en absoluto con el tono de este momento, pero sí con la idea que tengo de cómo fue la relación de estos dos cuando eran novios y recién casados. Me gustaba ese contraste entre alegría pasada y tristeza actual. Y sí, en realidad estoy segura de que la gran mayoría de las canciones de Héctor e Imelda a lo largo de su relación las escribió él mismo, pero yo soy una patata absoluta para inventar canciones y prefiero utilizar algunas que ya existan.

Si tenéis alguna recomendación de auténticas canciones populares anteriores a 1900 o sabéis de algún sitio que pueda consultar para aprender más de la música de mariachi, por favor, hacédmelo saber, porque me interesa mucho.

¡Y creo que eso es todo por ahora! Muchas gracias a todo el mundo por leer este primer one-shot :D Es lo primero que escribí después de un larguísimo bloqueo y, aunque lo he retocado mil veces, sigo sin estar 100% satisfecha con él, pero espero que lo hayáis disfrutado de todas formas :)

¡Qué paséis buena semana y hasta el domingo que viene!