Edward & Bella
Edward se terminó de beber el resto de su café.
—Me tengo que ir.
—Ni siquiera has desayunado aún. —Fruncí el ceño ante los huevos revueltos y las tostadas que le había hecho.
—Lo siento, nena, llego tarde a esta reunión. —Puso la taza en el fregadero, se inclinó para rozar mis labios con los suyos y luego rodeó nuestro mesón central en la cocina para besar Tony y Bree en sus frentes—. Nos vemos esta noche.
—¡Adiós, papá! —gritaron tras él mientras se apresuraba a salir de la cocina. Tony inmediatamente miró los huevos revueltos que Edward había dejado.
—¿Estás bromeando? —Solté un bufido. Mi hijo de seis años acababa de comer cereales, dos rebanadas de pan tostado con mantequilla y un puñado de pasas de uva para su desayuno—. ¿Dónde lo pones? —Arrojé la mayoría de los huevos revueltos en mi plato, pero le di el resto.
Tony frunció el ceño ante la porción desproporcionada.
—¿Cómo es que tienes más?
—Porque ella tiene un bebé en su vientre, tonto —dijo Bree con una superioridad que le gustaba regir sobre su hermano siempre que podía. Si no fuera también muy sobreprotectora con él, dispuesta a jugar con él a pesar de su diferencia de edad de tres años, y por no hablar encantadoramente adorable, llamaría a mi hija mayor una listilla insoportable.
Eso es lo que ocurría cuando dos sabelotodo procreaban, supongo.
—No llames a tu hermano tonto —le recordé.
Bree suspiró pesadamente, como si tuviera noventa en lugar de nueve.
—Lo siento. Estoy de mal humor por toda esta cosa del día de San Valentín en la escuela.
También hablaba como si tuviera noventa. Ahí es donde la parte encantadoramente adorable entraba en juego.
—¿Qué cosa del día de San Valentín?
—Tenemos que hacer una tarjeta para alguien hoy y luego dársela.
Contuve mi risa.
—Bueno, nena, eso es lo que pasa cuando haces una tarjeta para alguien. Se las das.
—Yo no tengo que hacer una tarjeta —dijo Tony con la boca llena de huevos revueltos.
—Recuerda la regla número cinco.
Tragó y me sonrió.
—No se habla con la gente vestida como Santa cuando no es diciembre porque en realidad no es él, ya que está en el Polo Norteño y es un extraño que predice ser Santa Claus.
—El Polo Norte —le corrigió Bree—. Pretende ser. Y esa es la regla número siete.
Arrugué la nariz hacia mi hija.
—Estás de muy mal humor hoy, señorita Correctora. —Me giré hacia Tony—. La regla número cinco es no hablar con la boca llena.
Levantó su dedo pulgar mientras masticaba, haciéndome saber que lo entendía.
—Volviendo a ti. —Me incliné sobre el mesón y metí el suave cabello de Bree detrás de su pequeña oreja—. ¿Cuál es el problema con la cosa de la tarjeta?
Ella se encogió de hombros.
—¿Y si le hago una tarjeta a Peter y él no hace una para mí?
Peter era este chico adorable un poco más bajo que mi niña que la siguió como un cachorrito durante el último año. Eran "novio" y "novia".
—Estoy cien por ciento segura de que Peter te hará una tarjeta, y sería triste si él te hace una tarjeta y tú no la hicieras por él. Estaría muy triste.
Bree me miró fijamente, procesando lo que acababa de decir como si tuviera importancia mundial, cosa que todos sabíamos que a esa edad es como si realmente lo fuera.
—Bien. Mejor sentirse tonta que herir sus sentimientos… supongo.
Y otra razón por la que adoraba a mi hija.
—Bree, sabes que no tienes que hacer una tarjeta del día de San Valentín para ninguna persona si no quieres, ¿cierto?
Ella asintió.
—Quiero hacerlo.
—Está bien. —Miré a Tony que había terminado sus huevos revueltos y ahora estaba sentado con la cabeza apoyada en la mano, con los ojos medio cerrados—. Oye, Indomable, vamos a llevarte a la escuela antes de que te perdamos en la tierra de los cabeceos.
Sus ojos no se abrieron por completo.
Bree me sonrió y se inclinó hacia su hermano. Ella le dio una gran palmada en la mejilla.
—¡Caray! —Saltó despierto, frotándose la mejilla.
Casi me orino en mis pantalones riéndome de la cómica y exagerada expresión de disgusto en su rostro.
—¡Le voy a decir a papá cuando llegue a casa! —Con eso saltó de su taburete para ir a buscar su mochila.
Mientras rodeaba el mesón sostuve en alto mi mano a Bree y ella la chocó con la suya.
—Entonces, ¿es cierto que Nathan, Bray, Sophia y Jarrod se van a quedar esta noche? —dijo mientras seguíamos a Tony fuera de la cocina y en el salón principal. Ahí nos pusimos nuestras botas y abrigos.
—No toda la noche. Pero la mayor parte de ella, sí. ¿Estás bien con eso?
—¡Yo sí! —gritó Tony, sonriendo.
Por supuesto lo estaría. El hijo de Alice, Nathan, era solo un año más joven que él y los dos eran mejores amigos.
—Impactante. —Le guiñé un ojo y él rio.
—Está bien —gruñó Bree a medida que salíamos y yo cerraba—. Siempre y cuando no me quede con los bebés.
—Claro. —Apenas pude evitar poner mis ojos en blanco—. Porque sería responsable de mi parte dejar a mi niña de nueve años cuidando de un bebé de seis meses de edad.
—Podría hacerlo —dijo ella, al contrario—. Es solo que no quiero.
—Eres idéntica a mí —murmuré mientras nos dirigimos a nuestra Range Rover. Compramos un auto y un permiso de estacionamiento cuando estaba embarazada con Bree. Era solo unas de las cosas que había cambiado cuando Edward y yo nos convertimos en padres. Ya no podíamos confiar en el transporte público para llevarnos alrededor de la ciudad. Era demasiado incómodo cuando tienes niños y la mayoría de nuestros amigos había descubierto lo mismo a medida que todos madurábamos en la paternidad.
—Aunque te ayudaré con Jarrod —dijo Bree mientras avanzaba y empezaba a conducir por la calle Dublín hacia su escuela primaria.
—¿Y por qué Jarrod y no Bray y Sophia?
—Porque ahora son niños. Pueden encargarse de sus vidas por sí mismos. Jarrod es solo un bebé pequeñito.
Sonreí ante su razonamiento, pero decidí no corregirla.
—Está bien, entonces tenemos un trato. Ayudarás con Jarrod esta noche.
—Sí, pero solo hasta mi hora de dormir.
—Entendido. Pero sabes que la hora de dormir de Jarrod es antes que la tuya.
Miré por el rabillo de mi ojo y la vi fruncir el ceño.
—¿Entonces eso significa que voy a cuidar de él hasta su hora de dormir?
—Con pañales y todo.
—Ugh. —Ella sacó la lengua como una rana—. No, gracias. Me quedo con Sophia.
—Pensé que podrías decir eso. Pero está bien. —Le di una rápida sonrisa—. Solo tendremos que darle a Pañales Jarrod a tu padre.
Ellos se rieron ante mi confabulación y asintieron en acuerdo.
Sin importar cuántas veces me miré en el espejo no hubo manera de cambiar la imagen reflejada de vuelta hacia mí.
Hice una mueca.
Probablemente era mejor que fuera nuestro turno de cuidar a los niños en este día de San Valentín. Era difícil sentirse sexy cuando estaba embarazada de seis meses.
—Pequeña Alice. —Le di unas palmaditas a mi estómago, hablando con mi hija por nacer, algo que hacía mucho—. Estás matando mi mojo y todos mis mejores movimientos. Mal momento pequeño feto, mal momento.
Era posible que fuera un poco inapropiada con los momentos de compartir, a veces, pero contaba con que la niña no recuerde ninguna de nuestras conversaciones unilaterales durante su tiempo en mi vientre.
—¿Qué es un mal momento? —Edward salió de nuestro cuarto de baño, con una toalla envuelta alrededor de sus caderas. Acababa de regresar del gimnasio.
Inmediatamente sentí un cosquilleo entre mis piernas. Mis ojos siguieron con avidez una gota de agua que corría por sus abdominales.
Y ese era otro inconveniente de estar embarazada de seis meses.
Estaba jodidamente cachonda todo el maldito tiempo y sin embargo no estaba al cien por ciento lo suficientemente cómoda para simplemente saltar sobre Edward como normalmente lo haría.
Eso no significaba que no teníamos sexo.
Ya que sí lo hacíamos.
Mucho.
Mi embarazo no aburría a mi marido. De hecho, parecía activar algún interruptor adolescente y caliente en él como lo hacía conmigo. Él se tornaba todo un hombre de las cavernas, era muy posesivo. De hecho, bien podría haber usado una camiseta con las palabras: "Yo hombre. Yo poner semilla en el vientre de mujer. Mi Mujer. ¡Mía!" en ella.
—Estar embarazada en el día de San Valentín. —Me mordí el labio, así no suspiraba de placer cuando él desenvolvió la toalla para dar a su cuerpo desnudo una última frotada antes de vestirse.
Juro que un poco de baba goteó por mi barbilla cuando me fijé en su culo. Tenía un culo precioso. Me encantaba agarrarlo mientras él embestía contra mí. Me estremecí, la lujuria asfixiándome.
Su culo desnudo desapareció en el interior de sus pantalones de traje, así que hice una mueca.
—¿Por qué es un problema? —Edward se dio la vuelta y rápidamente levanté la mirada a su rostro. Aunque fui un poco lenta y él sonrió descaradamente, después de haber deducido que había estado comiéndomelo con los ojos.
—Eres mi marido. —Me negué a sentirme avergonzada por babear por él—. Puedo objetivarte si quiero.
Él resopló mientras se ponía su camisa.
—¿Por qué estar embarazada en el día de San Valentín es un problema? —repitió.
—Porque no puedo usar ropa interior sensual y tacones, y no podemos tener sexo áspero, duro contra la pared. Ya sabes… las cosas típicas del día de San Valentín.
Terminó de abotonar su camisa y caminó sin prisa hacia mí, deslizando sus manos alrededor de mi redondeado estómago y me haló tan cerca de él como la panza que contenía a Alice lo permitió.
—Todavía puedes vestir lencería sexy y podemos tener sexo lento y caliente contigo sobre tus rodillas, o sexo más rápido y caliente contigo montándome.
—Después que hagamos de niñeras.
—Podríamos estar teniendo sexo todo ese tiempo, pero tenías que venir y hacernos cumplir esa promesa de hacer de niñeras.
Lo fulminé con la mirada.
—Créeme, la reina de las hormonas del embarazo está de acuerdo, pero el año pasado Alice y Jasper cuidaron de Bree y Tony, así que es justo que sea nuestro turno.
Asintió de mala gana.
—Tienes razón. —Besó mi nariz y me liberó para terminar de vestirse para una noche divertida de niñeras—. Una velada tranquila entonces.
—Síp. —Hago una mueca y froto mis manos sobre mi estómago—. Más te vale que seas diez millones de veces más divertida que tu hermano y hermana, y eso es mucho pedir porque son bastante divertidos. —Abrí la puerta de nuestro dormitorio para ir en busca de los mencionados hermanos—. Aunque no vamos a decirles eso porque sacaron el ego de su papá.
—Escuché eso —me dijo Edward mientras bajo por las escaleras hacia el segundo piso.
—Por supuesto que lo hizo —murmuré.
—¡También escuché eso!
Dirigí mis ojos hacia mi estómago como si la pequeña Alice pudiera verme.
—Cielos, tiene oídos de radar.
Edward se detuvo con sus manos sobre las caderas, inspeccionando nuestra gran sala de estar doble. Sabía exactamente lo que estaba pensando.
Tres fuera, tres restantes.
De alguna manera, contra todas las apuestas, teníamos a Jarrod, Sophia y Bray durmiendo en la habitación junto a nuestro dormitorio en el último piso de la casa. Teníamos la habitación principal de los niños en el segundo piso, que ya estaba lista para la llegada de la pequeña Alice, pero Edward estaba determinado a cansar a los tres niños que nos quedaban y no quería despertar a los más pequeños mientras lo hacíamos.
Tenía un monitor de bebé metido en su bolsillo trasero, así sabría si nos necesitaban.
—¿Qué tal un juego de escondidas?
—¡Sí! —Nathan y Tony asintieron entusiastamente.
Bree nos miró escépticamente, pero era el tipo de escepticismo de "realmente debería actuar como que soy mayor pero quiero jugar".
—Somos tu papá y yo contra ustedes —le dije—. Puedes ser el líder de su equipo.
—¡No es justo! —Tony cruzó sus brazos con un resoplido.
—Es mayor —dijo Edward—. Cuando llegue la pequeña Alice, serás mayor que ella y por consiguiente su líder de equipo en juegos de escondidas. Así es como funciona.
Tony frunció su frente mientras pensaba en ello y claramente decidió que tenía sentido porque asintió.
—Está bien.
—Ahora bien, los pequeños están durmiendo. —Les recodó Edward—. Así que nada de chillar, ni gritar, o despertarlos. Se van a mantener en la planta baja y el sótano. El primer y segundo piso están fuera de los límites para ustedes tres.
Los niños asintieron, sus pequeñas expresiones tan serias que no pude evitar sonreír.
—Mamá y yo nos esconderemos. Ustedes buscarán.
—Los encontraremos en menos de cinco minutos —alardeó Bree.
—¿Quieres apostar? —dije.
Estrechó sus ojos hacia mí.
—¿Cuál es la apuesta?
—Si gano, tendré masajes de pies por las próximas cuatro semanas. Si ganas, limpiaré tu cuarto por ti durante las próximas cuatro semanas.
Los ojos de Bree se iluminaron.
—¡Vamos a ganar esto!
Edward sonrió ante su confianza.
—De acuerdo. Tu mamá y yo tenemos sesenta segundo para encontrar un lugar para escondernos.
Bree jugó con su reloj digital.
—Está bien… empezando… ahora.
Agarré la mano de Edward y nos adentramos hacia el pasillo.
—¿En qué dirección? —susurré.
En respuesta, me arrastró hasta la parte posterior más lejana de la casa hacia lo que solía ser la escalera de servicio. Cuando empezó a subirlas tiré de su mano.
—Eso es hacer trampa —siseé—. El primer y segundo piso están fuera de los límites.
—Dije que estaba fuera de los límites para ellos. —Guiñó.
Sonreí.
—Bastardo escurridizo. —Lo empujé juguetonamente y traté de ahogar mis risitas mientras me apuraba a subir por la escalera detrás de él.
Su gran mano se curvó alrededor de mi muñeca y gentilmente me haló a lo largo del pasillo del primer piso, hacia la oscuridad de nuestro cuarto principal para visitas y dentro del baño. Cerró la puerta detrás de nosotros y se agachó hasta el piso, acomodándome en el suelo entre sus piernas, mi espalda sobre su pecho.
—¿Solo vamos a sentarnos aquí en la oscuridad? —susurré.
—Sí. —Su voz retumbó con diversión.
—¿Por cuánto tiempo? Se supone que estamos cuidando a los niños.
—Y lo haremos. Solo quería un minuto a solas contigo. —Acarició mi protuberante vientre y puso su mentón sobre mi hombro—. ¿Cómo le está yendo a nuestra pequeña?
—Hoy está tranquila. Solo unas pocas patadas. Y pienso que fueron para decirme que apagara a The Killers. Temo que nuestra hija menor tendrá un gusto de mierda para la música.
Edward se rio y besó mi cuello.
—Hay peores cosas en el mundo. —Deslizó un mano por encima de mi abultado estómago para acunar mi pecho derecho, su pulgar rodeando mi pezón.
Mi cuerpo respondió inmediatamente, mis senos particularmente sensibles en este momento, y mis pezones apretados contra mi sostén.
—Como mi esposo atormentándome —jadeé, tratando de alejarme de su toque—. Detente.
En respuesta besó mi cuello de nuevo y su otra mano acunó mi pecho izquierdo. Lo amasó y un plácido dolor se disparó a través de mí.
Arqueé mi espalda ante su toque, inclinando mi cabeza contra su hombro.
—No está bien —suspiré mientras él los masajeaba—. Estás poniéndome caliente y molesta cuando no tenemos tiempo para hacer nada sobre ello.
Sus dientes rozaron mi oreja y noté su erección clavándose en mi espalda baja.
—¿Qué tan caliente y molesta? —preguntó, su voz ronca.
Giré mi cabeza para levantar la mirada hacia su cara entre las sombras. Estaba frustrada. Más que frustrada.
—Podrías deslizarte dentro de mí con una facilidad caliente y molesta.
Edward gruñó ante la imagen descaradamente sexual que creé para hacerle sentir tan frustrado como yo me sentía.
—Esto fue una mala idea.
—Tú empezaste —me quejé, agarrando sus manos para removerlas de mis pechos—. Mejor vamos a revisar a los niños.
—Necesito un minuto.
Me estiré detrás de mí y presioné mi mano contra su dureza.
—Hmm, así que tú también.
—Isabella —advirtió, quitando mi mano.
—¿No es tan divertido cuando el zapato está en el otro pie? —Me alejé de él e inmediatamente me tiró de regreso hacia su regazo, acariciando mi cuello.
—Te lo compensaré esta noche —prometió.
—¿En serio no vas a darme el beso de las buenas noches? —Le fruncí el ceño a Bree mientras me sentaba en su cama.
Era unas pocas horas después, Alice y Jasper, así como Jacob y Nessie ya habían recogido a sus hijos, y Edward y yo habíamos puesto a Tony en la cama. Bree finalmente lo siguió una hora después.
Eran las nueve de la noche y por mucho que la adoraba, estaba lista para que mi niña se fuera a dormir.
Sin embargo, primero quería un beso. Pero aparentemente Bree no tomó muy de buenas el pequeño truco de Edward.
—¿Me darías un beso si te digo que no tienes que masajearme los pies después de todo?
Finalmente volvió su cabeza sobre la almohada para mirarme.
—Sería lo justo dado que hicieron trampa.
—Técnicamente tu papá hizo trampa.
—Oye —dijo él entrando en la habitación—. No hice trampa.
Bree hizo un puchero.
—Fue casi como hacer trampa.
Le hice cosquillas en el estómago.
—Solo estás molesta porque no se te ocurrió primero.
Se rio a pesar de no querer y supe que estábamos perdonados.
Me agaché por un beso y un abrazo, sosteniéndola por un minuto más que lo normal cuando envolvió sus pequeños brazos alrededor de mi cuello.
—Buenas noches, cariño —susurré.
—Buenas noches, mamá —dijo.
Me levanté y dejé que Edward le diera el beso de las buenas noches.
Los dos nos detuvimos en el marco de su puerta por un segundo, mirándola jalar su cobertor hasta sus orejas mientras se giraba hacia su costado, poniéndose cómoda. Apagué su luz y cerramos la puerta detrás de nosotros.
Levanté la mirada hacia Edward y me estremecí ante el calor en sus ojos.
—Cerraré —dijo, su voz baja—. Ve arriba y espera por mí.
Mi piel se calentó con excitación. Sonreí en anticipación.
—¿Tendremos una noche temprana?
—Una larga noche —me corrigió, inclinándose para besarme suavemente—. Vas a estar jodidamente cansada para cuando termine contigo.
—¡Sí! —Sonreí de vuelta y él rio.
Mientras Edward iba escaleras abajo para cerrar la casa, yo fui arriba para cambiarme en un atuendo de dormir que mi esposo me compró después de decirle que estaba embarazada. Era un camisón de seda azul hielo que cubría mi protuberante vientre, pero a la vez, era realmente corto y ceñido alrededor de mis pechos. Mis senos normalmente eran decentemente llenos pero ahora lo eran aún más y muy sensibles.
No debería quejarme demasiado por mi cuerpo de embarazada.
Era lo suficientemente afortunada para solo tener mis pechos y vientre hinchados. Cada otra parte de mí permanecía igual. De hecho, Alice Mayor me dijo que envidiosamente desde atrás ni siquiera podías decir que estaba embarazada.
Alice estaría envidiosa de eso dado que se hinchaba por todas partes: cara, dedos, pies y todo.
Alice Bebé no era un bulto muy grande, pensé, alisando la seda sobre mi estómago. Tony definitivamente había sido más grande.
—Lencería sexy, lista —dijo Edward, sonriéndome a medida que entraba en nuestra habitación y cerraba la puerta.
¿Una de las mejores cosas sobre nuestra casa georgiana? Estar a todo un piso de distancia de nuestros hijos para que así pudiéramos tener un buen tiempo de adultos, de marido y mujer, sin que nos escucharan.
Señalé a mis pies descalzos.
—Aunque cero tacones, lo siento.
Él se quitó su suéter y lo arrojó a través de la habitación mientras caminaba hacia mí.
—Ni siquiera necesitamos el camisón, créeme.
Mis ojos se encontraron con los suyos a medida que me tiraba hacia él.
—Sin embargo, tienes buen gusto en lencería —murmuró, mi respiración acelerándose.
Deslizó sus manos por mi espalda y sentí mis pezones endurecerse.
—He estado esperando por esto todo el día.
—¿Sí? —Pasé mis manos por sus brazos—. ¿Entonces podemos seguir? Porque me gustaría mucho un orgasmo.
Los ojos de Edward se estrecharon ante mi demanda poco romántica y empezó a caminar, moviéndome hacia atrás a la cama.
—Iba a hacer el amor contigo, pero si solo quieres llegar directamente al punto, tú decides.
—¿En serio? —dije, mi corazón palpitando de emoción—. Te prometo que me puedes hacer el amor después.
Mi marido cerró los ojos, una sonrisa levantando la comisura de su boca mientras negaba con la cabeza.
—Casi doce años de matrimonio y ella sigue siendo diferente a cualquier mujer que haya conocido.
—Ella todavía está en la habitación. —Me subí a la cama y cuando abrió los ojos, le sonreí—. Estoy lista.
Él sonrió satisfecho.
—Te ves como un niño en Navidad.
Mi mirada cayó a su tensa cremallera.
—Y sé qué regalo quiero abrir primero.
Edward se echó a reír y extendió la mano para envolverla alrededor de mi tobillo. Suavemente me jaló hacia abajo en la cama en su dirección.
Me eché hacia atrás en mis codos e incliné mi cabeza hacia atrás, a medida que su boca descendía hacia la mía.
Mis labios se estremecieron ante el roce de su boca contra la mía.
Un roce.
Dos.
Burlas.
Un susurro.
—Edward —supliqué suavemente.
—¿Me amas, Isabella? —murmuró en mi oído, y la piel de gallina se despertó en la parte posterior de mi oreja y todo el camino hasta mi cuello y columna vertebral.
Hace mucho tiempo esa pregunta me habría hecho correr de la habitación. Recordé ese miedo, esos sentimientos, pero de alguna manera los sentí ajenos a mí… los recordaba como si hubieran sido sentidos por un muy buen amigo mío, como si todo le sucedió a un muy buen amigo mío, en vez de a mí.
Volví la mejilla, acariciando mi cara contra la suya, sintiendo el leve cosquilleo del indicio de barba en sus mejillas.
—Nadie podría amarte más, cariño.
Ante eso gimió y agarró mi nuca entre su mano, sosteniéndome contra él mientras me besaba con avidez, con desesperación. Me aferré a su cintura, buscando más, siempre más.
Me aparté y acuné su rostro en mis manos. Mirando fijamente a sus ojos, unos ojos que eran ahora tan familiares como los míos, sentí una enorme oleada de emoción que me abrumó.
Sabía que eran mis hormonas. Juro que era muy sensible cuando estaba embarazada. Creo que esa era otra de las razones por las que a Edward le gustaba embarazarme.
—¿Todavía sientes lo que sentías por mí cuando estuvimos por primera vez juntos?
Me miró fijamente, sus ojos estudiando los míos.
—No —dijo en voz baja, como si fuera obvio, y mi aliento quedó atrapado—. Siento más. —Él tomó mi mano en la suya, deslizando sus dedos entre los míos—. Ahora eres una parte de mí en una manera diferente a como eras cuando nos enamoramos. Era solo una conexión entonces. Una emocionante, atractiva y muy sensual conexión. —Me sonrió, los recuerdos destellando en sus ojos—. Ahora es una fusión completa. Una caliente, profunda y muy sensual fusión. Si algo hubiera sucedido en aquel entonces… si no hubiera funcionado… me habría derribado, pero con el tiempo hubiera comenzado a vivir de nuevo. La vida habría sido más vacía pero habría seguido con ella. Ahora. —Presionó su frente contra la mía y cerró los ojos—. Perderte sería como perderme a mí mismo. —Sus ojos se abrieron, brillantes, tan cerca de mí—. No lo puedo ni imaginar.
Las lágrimas brotaron de mis ojos (las hormonas del embarazo y un esposo tan dulce hacen a una Isabella muy sollozante) y lo besé suavemente.
—Te quiero dentro de mí ahora mismo, de cualquier forma que desees —le dije, mi voz ronca aún más ronca por la emoción—. Haciendo el amor o duro contra la cama.
Su risa hizo cosquillas en mis labios y me besó con más fuerza mientras deslizaba lentamente mi camisón fuera de mi cuerpo. Se separó de mí para poder sacarlo por encima de mi cabeza y tirarlo a un lado como lo había hecho con su suéter. Sus ojos se oscurecieron y su pecho subió y bajó en respiraciones rápidas.
—De rodillas, nena —dijo suavemente a medida que acariciaba mi mejilla con la yema de su pulgar.
Me estremecí con anticipación y me di la vuelta, estabilizándome sobre mis manos y rodillas. Me sentía muy expuesta, pero no de una manera vulnerable. Nunca con mi marido.
El sonido de la cremallera llenó la habitación y sentí mis brazos temblar cuando la necesidad inundó mi cuerpo. El roce de la ropa me dijo que estaba despojándose de sus pantalones y ropa interior.
Miré por encima del hombro, mis muslos temblando al ver a mi increíble marido y su hermoso pene. Mis dedos se cerraron en el edredón debajo de mí y el calor se apresuró a través de mí mientras él se subía sobre la cama, también de rodillas, y agarraba mis caderas en sus manos.
Una de sus manos desapareció entre mis piernas abiertas y me hundí en él con un gemido cuando empujó dos dedos dentro de mí.
El gemido de Edward resonó por toda la habitación.
—Mojada no llega ni siquiera a cubrirlo.
—Te lo dije —jadeé, mi cabeza cayendo hacia delante mientras él jugaba conmigo—. Estoy jodidamente cachonda.
Él rio entre dientes y sus dedos desaparecieron.
—Mi esposa. Siempre tan romántica.
El calor de su miembro se presionó entre mis piernas y yo gemí.
—Sí.
Sin más preámbulos, Edward empujó dentro de mí y la maravillosa sensación de estar llena llevó mi cuerpo excesivamente excitado directamente a la cima.
—Estoy cerca —jadeé con incredulidad.
El agarre de Edward se tensó sobre mis caderas mientras se mecía dentro de mí.
—Simplemente deja que suceda. Te llevaré allí tantas veces como quieras.
—Oh Dios. —Tiré de la tela envuelta en mis manos mientras empujaba contra las suaves embestidas de él—. Dios, Edward… Edward… Oh Dios… sí… ¡SÍ! —Mi espalda se arqueó cuando llegué al orgasmo, mis músculos internos ondulando y tirando alrededor del pene de Edward.
—Mierda —gruñó mientras él continuaba—. ¡Mierda! —Cuando él dijo la palabra "mierda" empujó un poco más profundo, más rápido, en mí.
Estabilicé mi cuerpo contra su deseo, ahora lánguido y flojo a raíz de mi orgasmo, y cuando Edward bombeó un poco más sentí la tensión empezar a erigirse de nuevo.
Sus dedos se clavaron en mis caderas.
—Una vez más. —Él deslizó sus manos por mi espalda y alrededor de mi pecho, acunando mis senos en sus manos. Aplicó presión suavemente, y yo solté mis manos del edredón alzándome hasta que mi espalda estuvo presionada contra su pecho.
Di un grito ahogado de lo profundo que se deslizó dentro de mí, y entonces extendí la mano detrás de mí hacia él, apoyándolas en sus caderas para mantener el equilibrio.
Pellizcó mis pezones y grité, mi cabeza cayendo hacia atrás sobre su hombro. Luego empezó a moverse una vez más y yo capté su ritmo, empujándome hacia arriba fuera de su pene y arrastrándome hacia abajo de nuevo en él.
Mi ritmo se aceleró, pero fue desigual por la necesidad, y Edward soltó una maldición, impaciente. Él me deslizó sobre mis manos otra vez, necesitando claramente controlar nuestro ritmo.
Grité mientras empujaba dentro de mí.
—¡Sí!
Él gruñó, satisfecho, en respuesta a mi euforia. El sexo últimamente no era ni de cerca tan desesperado y duro como lo habíamos hecho en el pasado, Edward siempre era más delicado conmigo cuando estaba embarazada, pero era al cien por ciento absolutamente asombroso.
Empujándome hacia la cima una vez más, mi cuerpo se tensó cuando llegué al precipicio. Edward se deslizó dentro de mí otra vez y justo cuando estaba cayendo, otro clímax largo y profundo se abalanzó sobre mí.
Sentí a Edward bombear en mí un par de veces más y luego su agarre se apretó en mis caderas, el suyo firme contra mí y haciéndole soltar un grito gutural con mi nombre.
Después de unos segundos, salió de mí, permitiéndome girar y recostarme sobre mi espalda. Edward se acostó a mi lado, deslizando un brazo sobre nuestro bulto y acariciándome.
Nos quedamos allí durante un momento escuchándonos el uno al otro intentando recuperar el aliento.
Finalmente volví la cabeza y lo miré a los ojos.
—Te amo —dijo, las palabras tan fáciles, tan naturales.
—Yo también te amo.
Me dio un beso en el hombro.
—Feliz día de San Valentín, Isabella.
Fruncí el ceño.
—¿Ya se terminó?
Edward sonrió.
—No. Solo estamos tomando un descanso.
El alivio pasó a través de mí.
—Bien. No he dejado de estar toda lujuriosa y necesitada.
—Es bueno saberlo, pero no soy un dios, nena. Estos días necesito tiempo para recargar.
Sacudí la cabeza con una risa.
—No puedo creer que acabas de admitir que no eres un dios.
—No se lo digas a nadie. —Se acercó más a mí, cerrando los ojos por un momento.
Había tenido un largo día.
—Podemos solo dormir si quieres. —Estaría decepcionada pero podía vivir con ello.
Sus ojos se abrieron de golpe.
—Te dije que no soy un dios, no un anciano. Voy a pasar el resto de la noche teniendo sexo contigo, ¿de acuerdo?
Me mordí el labio, tratando de sofocar mi risa y fallando.
—No hay necesidad de ser arrogante. —Deslicé mi mano por su vientre y sobre su semi-erección—. O sí.
Sus labios se crisparon por mi insinuación.
—Sigue haciendo eso y este espectáculo estará de vuelta al ruedo muy pronto.
—Ese es el plan. —Envolví mi mano alrededor de él y comencé a frotarlo.
El calor comenzó a llegar a sus mejillas.
—Nena —gimió.
Rocé mis labios sobre los suyos.
—Feliz día de San Valentín número doce, Edward.
Él me devolvió el beso y susurró:
—De aquí a los próximos sesenta.
