La luz de los primeros rayos del amanecer entraban por su ventana. Era otoño ya, por lo que el Sol ya no caía como un aplomo, pequeños halos de luz se colaban por las contraventanas y era agradable sentir las aún finas sábanas acariciar su barbilla. ¿Sentir? Él nunca sentía. Podía sentir algo físico, sentía el dolor de su pierna, sentía hambre, sentía placer sexual; pero no sentía lo intangible, no sentía lo que no se puede ver. Nunca lo hacía, él no era como Wilson o Cameron o cualquier otro ser que habita este mundo. No lo era.
Lo era esa mañana. Abrió los ojos y sintió el sol en su cara y en su humor. ¿Pero qué coño le pasaba? Se levantó de la cama apoyándose en la mesita de noche hasta que pudo alcanzar el bastón e incorporarse del todo. Nada más notar el peso sobre sus dos piernas volvió a sentarse, necesitaba masajear su muslo derecho, el dolor era casi insoportable. A duras penas estiró el brazo para alcanzar el bote de Vicodina. Levantó la tapa, dejó caer dos pastillas en su mano y las tragó con un poco de agua que tenía en un vaso. "Joder", pensó¿"desde cuándo uso yo agua para tragar las pastillas?". Se levantó lentamente del borde de la cama y sin pensarlo se dirigió a la ventana, la abrió y respiró profundamente el limpio aire de la mañana.
Tras unos minutos observando la calle, a los barrenderos, a los madrugadores se dio cuenta de que su mente había olvidado su habitación, su casa, su oscuro mundo y que, por primera vez, se sentía parate de la sociedad. La pierna le dolía, le mataba aquella mañana, pero de alguna manera no le parecía importante. Quizá un dolor crónico en una extremidad no significaba que el mundo fuera a acabarse para él. Un dolor en la pierna no significaba nada. Extrañado, se dio la vuelta y caminó por su habitación dispuesto a meterse de nuevo en la cama..
En ese momento el reloj de una iglesia cercana llegó a la hora en punto y las campanas comenzaron a tañir. Contó cada una de las campañadas. Las siete de la mañana. Demasiado pronto, pensó, y se dirigió a la cama. De camino a ella el sol volvió a acariciarle la cara, cerró los ojos y un flash pasó por su mente. No supo qué era, solo sabía que era un pensamiento agradable, una sensación de libertad, de paz y de cariño. Tenía forma humana, pero no era capaz de descifrar de quién tenía forma. Fue en ese momento en el que decidió no volver a la cama. Por una vez llegaría a trabajar antes de tiempo, por una vez deseaba enfrentarse al mundo.
Se encontraba en su despacho leyendo una revista médica cuando Cameron apareció por la sala de diagnósticos.
Buenos días- gritó ella desde allí.
Y él únicamente la miró haciendo un ligero gesto con la barbilla. Puede que se sintiera diferente esa mañana, pero no tenía por qué saberlo nadie; y menos sus empleados. Podían pensar que se había vuelto un blando y que podían hacer de él lo que quisieran. En ese momento entraron a la sala Chase y Foreman que, dando los buenos días, se sentaron el la mesa a la espera de noticias por parte de su jefe. House los miró; volvió a mirarlos. Llevaban con él tres años – Chase un poco más- se corrigió a sí mismo-, pero nunca había sentido verdadero aprecio por ellos. Quizá Foreman se hacía querer, recordó su preocupación cuando se infectó en casa del policía que más tarde murió. Pero ninguno de los dos le infundía cariño, a pesar de que aquella mañana todo parecía hacerlo. ¿Todo?
Un ligero aroma entró por su despacho. Era café, sin duda, pero el café que él conocía nunca olía a frutas, ni a crema, ni a maquillaje. ¿Desde cuándo el café olía a mujer¿Desde cuándo el aroma de alguien traspasaba el intenso olor que desprendía el café? Era ella, ella olía así. No podía asegurarlo porque nunca había prestado atención a su aroma, pero no podía ser nadie más. Se levantó ligeramente de su silla, sin olvidarse de respirar el dulce ambiente. Ella estaba de espaldas a él, haciendo café en la encimera del office. Las persinas estaban semiabiertas, por lo que el sol entraba también por ellas. Vio cómo los rayos se reflejaban en su pelo, un pelo oscuro y rizado, largo, como a él le gustaba. Cerró de nuevo los ojos.
El mismo flash. Un fogonazo que recorrió su mente en un nanosegundo haciendo que se estremeciera, que sintiera el mundo como suyo, que quisiera sentir algo o alguien entre sus brazos. Cameron. Ella era el flash de forma humana que había visto una hora antes en su cuarto, ella, su cara, su pelo, sus pechos, sus piernas, su imposible carácter. Esa forma de ser que él había intentado cambiar a lo largo de tres años, esa alegría que él sabía que ella guardaba dentro pero que nunca mostraba.
Extrañado, bajó la vista al suelo y vio allí la mancha de su sangre en la moqueta. Nadie se había encargado de limpiarla durante el verano, seguía la marca, profunda, casi negra. No le importó.
Tenía que dejar de pensar así, él no era así, él era un tipo duro, un cojo resentido, un cabrón, un impresentable. Nunca dejaría que aflorara su verdadero carácter, sería matarse a sí mismo, sería matar a Gregory House. Enfadado consigo mismo se sentó en su silla y conectó su iPod, subió el volumen al máximo y procuró no pensar en el aire que respiraba.
