Desde que tengo memoria he existido para servir. Los cubos llenos de agua y jabón, las escobas y paños de limpieza, la posición de las copas y la cubertería se han convertido en una parte tan intrínseca de mi vida, que a veces olvido que soy Hermione Granger y no solo una chica sin nombre que dedica sus días a la servidumbre, esperando que las faenas diarias le arrebaten los pocos años de juventud; sin embargo, esto no quiere decir que sea infeliz. Cuando no estoy empleada en tareas cotidianas en la mansión Potter, paso el tiempo con los Weasleys, la familia que me acogió desde bebé. Todos los días agradezco a Dios porque fuera Molly la que me encontrara en esa callejuela oscura y asquerosa, y no un borracho o bribón que me vendiera a una casa de mujerzuelas. Sucedió un día que regresaba del mercado, cuando un llanto incesante le llamó la atención. Me sacó de la canasta y apartó la manta amarillenta que me envolvía. Encima de mi estómago había un sobre; dentro se encontraba escrito mi nombre y un dije que he llevado desde ese momento. Al igual que todos los Weasleys, Molly es una mujer pelirroja, ya entrada en la cincuentena y sobreprotectora de sus hijos. Nunca he conocido a alguien que pudiera expresar tanto amor hacia aquellos que considera suyos. Todos la amamos, aunque posea la extraña cualidad de hacernos guardar silencio con una sola mirada lacerante.
Arthur es su esposo, un granjero que pasa más tiempo soñando que labrando la tierra. Mientras crecíamos, Ron, el hijo mayor, Ginevra, que es cuatro años mayor que yo, y mi persona, solíamos sentarnos al fuego a escuchar las fantásticas historias que fabricaba el señor Weasley. Siempre nos dejaba fascinados. Frecuentemente soñaba con aventuras peligrosas a la mar, con el océano bramando impetuoso, o con expediciones a países exóticos donde es verano perpetuamente y se podía morir de fiebre amarilla. El mundo fuera de la granja se me antojaba tentador y hasta sobrenatural, es por eso que aprovechaba cualquier oportunidad para visitar la biblioteca pública. Los tomos están desgastados y viejos, pero las palabras continúan siendo legibles; eso era todo lo que me importaba. De esta manera podía viajar a los países de los que el señor Weasley hablaba. Una vez sentí cierto deslumbramiento hacia Italia y aprendí el idioma por mis propios medios, es un detalle del que me siento particularmente orgullosa aunque jamás me hayan sido de utilidad en los dieciséis años de vida que poseo.
Ron es un joven encantador de unos tres y veinte años, tan pelirrojo como sus padres y con pecas por todo su rostro. Me trata como a una verdadera hermana y siempre me ha protegido. Recuerdo una ocasión a los siete años en la que me extravié en los terrenos de los Parkinsons, los terratenientes de nuestra granja. La señora Weasley nos encomendó a Ginny y a mí ir por las moras para confeccionar la mermelada que usaríamos en la comida del domingo. Durante la trayectoria encontramos a la señorita Lavender Brown, hija del apotecario del pueblo y amiga intima de Ginevra.
—Ginevra, ven y compra unas golosinas conmigo— dijo Lavender—Me encantaría tener algo de compañía—. La aludida me miró de soslayo con cierto rencor en la cornisa de los ojos y luego desvió la vista al suelo, apenada.
—No puedo, Lavender—contestó—, mamá nos ha pedido buscar moras y de todas formas aún no me han dado la mesada.
—No te preocupes— se rio la señorita Brown mientras agitaba la mano para restarle importancia—, yo te invito las golosinas, y no acepto un no por respuesta— añadió al ver a Ginny sonrojarse. Luego se colocó los dedos en la boca en actitud pensativa y dijo—: y por lo que respecta a las moras estoy segura de que a la pequeña Hermione no le importará buscarlas sola. Además de que te traeremos golosinas. ¡A que es una idea fantástica!
—Pero mamá dijo…—empecé a decir, pero Ginny me interrumpió bruscamente.
—No lo arruines, Hermione. Solo será una hora, te ayudaré a recoger moras en cuanto regrese.
Miré dudosa a las dos, Lavender se miraba las uñas y sonreía, y Ginevra me miraba intensamente mientras apretaba los puños. Con el tiempo aprendí que hacía ese gesto inconscientemente cuando se enojaba, pues jamás adoptaba una posición adrede que no la hiciera ver como una señorita educada.
—Está bien— dije insegura—, iré por las moras—. Mi hermana suspiró aliviada y le dedicó una mirada triunfal a la señorita Brown.
—No vayas a perderte— me dijo con su mejor tono mandón—, recuerda que tienes que doblar a la izquierda en el gran cedro, no te confundas con el sauce que está cerca. Puedo confiar en que sabes la diferencia, ¿cierto?
Recuerdo que me sentí ligeramente ofendida por su comentario, por insinuar que no podría conocer la diferencia entre aquellos árboles. Asentí vigorosamente y las chicas se alejaron por el camino que conducía al pueblo. Sin embargo, era muy pequeña y todo me impresionaba, por eso después de caminar y distraerme con cada bicho y animal que me encontraba por la senda, descubrí pesarosamente que ya no conocía el paraje donde me encontraba. Era tan verde y claro como los parajes de la zona, pero no había ningún cedro o sauce cerca por el que me pudiera orientar. Traté de encontrar el camino, pero solo terminé adentrándome más y más en tierra desconocida. Al cabo de tres horas sentí mucho miedo, y lo que antes era un día brillante y caluroso se había convertido en una tarde nublada y fría. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a llover. Corrí en busca de refugio y tanta mala suerte tuve que tropecé con una piedra suelta y ensucié mi vestido. Me mantuve tirada sobre el pasto y lloré a todo pulmón, deseando estar en casa junto a la chimenea y bebiendo del chocolate caliente que la señora Weasley de seguro estaría haciendo. Quería tener a Ron cerca, que nunca me dejaba de lado para estar con sus amigos. Tanto era mi deseo que por un momento creí escuchar su voz gritando mi nombre. Era tan persistente el grito que alcé la cabeza y lloré con más fuerza. Allí estaba Ronald, corriendo hacia a mí con evidente cara de alivio. Me colocó en su espalda y me cargó hasta llegar a la granja. No dijimos nada durante el camino, pero estar con él era suficiente, me sentía a salvo. Yo no delaté a Ginny, pero no se necesitaba ser un genio para sumar una cosa y la otra. La castigaron durante cuatro semanas y recibió la peor reprimenda hasta entonces. Jamás regresó a buscar moras conmigo.
Y es de recoger moras de donde yo llegaba el día de hoy. Encontré a la señora Weasley como siempre ocupada en la cocina, preparando grandes cantidades de comida para el almuerzo de los domingos. Pero había algo especial esta ocasión.
—Hermione, cariño, que bueno que llegas. Necesito toda la ayuda posible.
—Por supuesto, Molly, ¿en qué quieres que te ayude? — dije mientras dejaba el cesto de moras sobre la mesa.
—Pela esos rábanos y patatas, mantén un ojo sobre la sopa y empieza a preparar la mermelada. Los señores llegarán pasado el medio día y es un viaje de toda una media hora en carreta a la mansión Potter. No podemos llegar tarde, querida, ¿cierto?
—Por supuesto que no— dije conteniendo la risa y puse manos a la obra. El ama de llaves de los Potter, la señora Mcgonagall, nos pidió ayuda para preparar la bienvenida del joven amo Harry, su mejor amigo Blaise Zabini, su primo Draco Malfoy y el padre de éste, Lucius Malfoy. Aunque ya llevaba un año trabajando allí jamás les había visto. Según lo que me contó Mcgonagall, los jóvenes amos habían pasado unas cuantas temporadas recorriendo Europa antes de regresar a la madre tierra. Particularmente no era algo que me llamara la atención, por lo que no podía comprender la emoción que pululaba entre las señoritas del pueblo y las madres de estas, sin duda viendo la oportunidad de casar a sus hijas con uno de los tres veinteañeros.
— ¿Dónde está Ginny? —pregunté. Molly ladeó la cabeza y rebanó las zanahorias más rápido.
—En casa de Lavender Brown— dijo. Y no había que ser adivino para saber que no volvería a tiempo para ayudarlas, y que esperaría al baile de Nish al día siguiente para conocer a los jóvenes amos. Me da cierta curiosidad… ¿cómo serán? ¿Cuál será la historia de cada uno?
—Hermione, regresa de las nubes y ayúdame a verter este puré en la cacerola— y con eso olvidé mis cavilaciones. ¿Para qué pensar más en ellos si muy pronto conocería a los famosos inquilinos de la mansión Potter?
