Prólogo
Ocurrió hace trece años. Y un poco más.
13 años atrás, el presidente de Rusia declaró abiertamente su homosexualidad tras finalizar un discurso transmitido por televisión nacional e internacional, y no solo eso, además, anunció su relación con el presidente de Japón.
Ese fue el comienzo.
Se habló desde estrategias de despiste, hasta locura momentánea; hubieron insultos de todo tipo, llegando incluso a las amenazas de muerte.
El amor que se profesaban el uno al otro el par de jefes de estado era puro, blanco, hermoso, mas, lastimosamente, la gran mayoría de las respectivas poblaciones a las cuales gobernaban no podían ver con buenos ojos aquella relación. Y aquellos que sí lo hacían, callaron, sabiendo las consecuencias que traería el declarar su apoyo hacia el par de hombres.
De insultar a los gobernantes pasaron a insultarse directamente, unos a otros, a echar por los suelos el nombre del país contrario, a blasfemar contra la nacionalidad.
Y se crearon grupos, pequeños al principio, que crecieron a una velocidad vertiginosa, así como lo hizo el odio, impulsado por la ignorancia, por la falta de compresión, por el miedo y por el asco a algo no compartido, a algo que no podían aceptar como natural, mucho menos correcto.
Una mañana, el presidente de Rusia fue hallado muerto, con un horrendo corte en la yugular, y la sangre todavía escurriendo. Alguien se había infiltrado en casa del gobernante, sin que los numerosos guardias lo notaran, y había acabado con la vida de un hombre justo; de los pocos que quedaban.
Esa misma tarde, se anunció el suicidio del presidente de japón.
El culpable del primer magnicidio fue capturado, y se le identificó como a un japonés.
El nipón juró una y mil veces su inocencia, mas las pruebas eran irrefutables, o así lo hicieron parecer.
Sumergidos en su propio dolor, japón pidió clemencia.
Rusia se negó.
La ejecución se llevó a cabo a plena vista de la población de San Petersburgo, en una de las plazas.
Rusia vitoreó la muerte del asesino.
Japón se alzó.
Y la guerra estalló.
Venganza que proclamaba ser justicia.
Sangre derramada por montones.
Muerte, esparciéndose como lo hizo, en su momento, la peste.
Odio que continuó creciendo.
Dolor, dolor, dolor.
Y más dolor.
Conforme los años pasaron, las personas empezaron a olvidar, a olvidar la razón del porqué peleaban, del porqué las madres e hijas se despedían entre lágrimas de sus hijos, de sus esposos, de sus novios, de sus amantes, de sus amigos. Y no los volvían a ver por semanas, meses, años, o quizá ya nunca más, y su llanto se unía al de otros cientos, miles, de personas que recibían la exacta misma noticia, a la exacta misma hora, por personas distintas, con la misma mirada desapasionada, nunca de lástima, hacia quien transmitiera el mensaje, seco, preciso, y desgarrador: ¨Lamentamos profundamente su pérdida.¨Y luego se iban, dejando una carta en manos de la esposa, de la hija, de la amante, de la amiga.
Mientras que el odio crecía en el corazón de mujeres y hombres por igual, se continuó olvidando.
No habían pasado ni cinco años desde el inicio de aquella disputa, cuando los niños que apenas tomaban consciencia de lo que sucedía, preguntaban, tanto en Rusia como en Japón, curiosos, a sus padres el porqué de la guerra. Y, los padres, espetaban, furiosos: ¨Porque son unos asesinos¨. Ya que, en verdad, no recordaban el trasfondo, sólo estaba el dolor, capas y capas de dolor, continuo, lacerante, asfixiante.
