Dean había muerto. Los ángeles lo habían acogido en el Cielo, estaba a salvo en su propio paraíso. Pero él nunca podría volver a verlo. Era un repudiado, estaba exiliado. Sus hermanos y hermanas le habían permitido vivir entre los hombres y mantener su gracia divina. Ahí acababan las concesiones; que no eran pocas. Se sentía agradecido con ellos. Pero Dean había muerto y ya no creía que tuviera sentido vivir. Ya no creía en nada.

Había deambulado por la tierra, pero el contacto con la humanidad era un recordatorio constante demasiado doloroso como para poder soportarlo. Así que había buscado una zona profunda y oscura del océano pacífico y se había sentado allí, en el fondo. Con los cabellos y su chaqueta marrón moviéndose al tranquilo son de las idas y venidas del agua. Con su pena ahogándole como si la presión del mar lo afectara realmente. De vez en cuando algún extraño pez se le acercaba, creyéndole una roca o quizás una estatua de otro tiempo, para luego alejarse en busca de lo que fuera que buscaran los peces.

Castiel no sabía cuánto tiempo había pasado en el fondo del océano. Tampoco le importaba. Seguía oyendo las plegarias de Sam. Al principio llenas de llanto, rabia, e incluso odio. Con el tiempo se habían apaciguado. Y habían acabado por convertirse en un informe semanal. Se imaginaba a Sam en alguna destartalada habitación de algún motel de carretera, sentado a los pies de la cama, rezando, intentando contactar con él. Cómo tantísima gente le rogaba a un Dios que no les escuchaba. Como él le había rogado a su padre.

Oía a Sam. Le había oído en más de una ocasión pidiéndole ayuda. No para salvar a Dean, sino para salvar a alguna pobre alma que estuviera en peligro. El hermano menor había conseguido enfocar sus energías. Trabajaba como no lo había hecho jamás. Buscaba casos, de lo que fueran, y seguía recorriendo el país en el Impala matando a cualquier monstruo que se le cruzara en el camino. A Castiel aquello le parecía bien. Era productivo, al menos. Pero él seguía hundido en su miseria, en el fondo de aquel océano. Y parecía un imposible que consiguiera salir de allí.

"El tiempo lo cura todo". Solían decir los humanos. ¿Era verdad? ¿Cuánto tiempo iba a necesitar él para curarse? La única persona a la que había amado en toda su existencia ya no estaba allí. Y no iba a regresar.

Hannah le había avisado. Le había dicho que era demasiado peligroso para los ángeles enamorarse de un humano. Al fin y al cabo, ellos eran inmortales y los humanos no. El final había estado claro des del principio. Pero Cass no la había escuchado, no había pensado en ello. Se había tirado de lleno a la piscina, de cabeza y sin mirar.

Cuan lejos quedaban las tardes en el búnker, estirados en su cama. Desnudos o vestidos, dejándose llevar por la pasión de los amantes o viendo aquellas películas de los ochenta que tanto le gustaban a él. ¿Cuántas veces habían visto Indiana Jones? ¿Cuántas veces se habían besado bajo la sábanas, buscándose el uno al otro?

Las lágrimas morían en el agua que lo rodeaba justo al nacer. Sin tiempo a recorrer sus mejillas, a precipitarse hacia el suelo o a humedecer su camisa.

Cass. ¿Castiel? Espero que puedas oírme. Ahí estaba la voz de Sam. Otro recuerdo doloroso. Ni siquiera sé si estás vivo. Espero que sí. No sé si podría soportar que tu también te hubieras ido para siempre. Unos minutos de silencio. Lo siento, no quería recordarte… Da igual. Esta semana he acabado con un nido de vampiros en Minnesota. Me han hablado de otro en Ohio, así que voy a ir para allá en cuanto haya dormido un poco. Sé que no vas a venir. Sé que no quieres verme. Su voz se llenaba de pena siempre que iba por ese camino. Pero la verdad es que tenía razón. No quería verle. No quería ver sus lágrimas. No quería ver aquellos gestos tan marcados típicos de los Winchester. Solo quería que el tiempo le curara. En fin. Espero que estés bien. Y, si puedes, házmelo saber.

El tiempo siguió pasando sin que Castiel se sintiera diferente. Los informes de Sam también siguieron escuchándose dentro de su acuática rutina.

He acabado con el nido en Ohio. Estoy buscando más casos, pero a veces parece que los malditos monstruos se alejan de mí.

No era de extrañar. El Impala era una señal de alerta para los condenados. Si lo veían seguro que salían del pueblo en el que estuvieran por la puerta de atrás y lo más rápidamente posible. Si los hermanos Winchester eran ya conocidos antes, des de la muerte de Dean, el menor se había convertido en una estrella del rock.

Los demonios traman algo en Nueva York. Estoy yendo para allá ahora mismo.

A veces sus plegarias eran así de cortas. Otras parecían confesiones. Y, cuando Sam intentaba evadirse del dolor con litros de alcohol, sus palabras parecían pedir perdón. Pedirle perdón. Castiel no entendía porqué Sam necesitaba pedirle perdón. No había sido culpa suya. No había sido culpa de nadie. La muerte era inevitable.