La senda escarlata

Capítulo 01 - El día en que nos conocimos

Principios de febrero era un mes que aún era demasiado frío. Las cimas de las montañas que habían en las cercanías estaban cubiertas por un grueso considerable de polvo blanco, virgen, que enviaba oleadas de viento helado al resto de los pueblos que se encontraban a un nivel más bajo. El Pirineo, la frontera física entre Francia y España, se mantenía mayormente congelado por esas fechas y, la zona en la que se encontraba, no era ninguna excepción. La luna estaba en el cielo, arrojando los rayos del sol que la acosaban desde detrás filtrados. Aquella cúpula celeste estaba despejada y una ingente cantidad de estrellas moteaban el manto pardo. Sobre la copa de un árbol, asomado entre la espesura de las hojas, una figura se alzaba, mirando hacia aquel hermoso espectáculo.

Bajo la luz de la luna, su piel se veía pálida, sin algún tipo de imperfección, y en su rostro había dibujada una sonrisa feliz. Sus ojos verdes estaban oscurecidos por la noche, pero brillaban emocionados mientras observaban aquel manto estelado. La bufanda negra de algodón que se enroscaba en su cuello ondeaba con el viento que hacía y que mecía las hojas, provocando un sonido similar al de las olas. El chaquetón que envolvía su torso era de color gris y los guantes que enfundaban las manos también eran oscuros. Si no fuese porque su forma era diferente, cualquiera hubiese podido pensar que aquel hombre formaba parte de la copa de aquel árbol.

- ¡Baja de una maldita vez! -exclamó una voz profunda que provenía del suelo.

El joven que se encontraba en la copa bajó el rostro para observar al dueño de la voz, pero no fue posible desde la altura a la que se encontraba. Con una agilidad que parecía fuera de lo normal, la figura que estaba en lo alto de aquel árbol se deslizó entre las hojas, pasando de rama a rama, descendiendo, hasta que finalmente de un salto se posó sobre la tierra. Allí le esperaba otro hombre, que le sacaba media cabeza, y cuyos ojos verdes estaban entrecerrados observándole. El cabello rubio oscuro, el cual desafiaba la gravedad, se mantenía de punta gracias al cuidado que se daba y en el cual se había vuelto un experto ya. El otro hombre siempre le decía que se le iba a caer la cabellera por ponerse esos potingues raros en la cabeza. Al cuello llevaba una bufanda de color azul y blanco, de lana, y ropa de color verduzco. Llamaba la atención una cicatriz que tenía en la zona derecha de la frente, que era la única imperfección en ese rostro como la porcelana que tenía. Cuando entreabrió los labios para hablar, fueron visibles unos colmillos más largos de lo normal y afilados casi como cuchillas.

- Te vas a hacer un día daño si te subes a los árboles, Antonio.

- ¡Pero es que desde ahí arriba se ven las estrellas genial! Da una sensación de inmensidad y te hace sentirte pequeño.

- Lo que tú digas, pero me prometiste cuando me pediste que viniera contigo que no ibas a hacer estupideces. Desde luego, subirse a las copas de los árboles estaría dentro de esa categoría.

- Venga, Hendrik, no seas aguafiestas... -replicó el muchacho haciendo un ligero mohín- No es que vaya a estar mucho tiempo sin poderme mover si me caigo. Además, no pienso hacerlo. Tengo un cierto equilibrio.

- Pero llevamos más de media noche en la que no has cazado apenas. Deja de distraerte con cualquier cosa. Luego llegaremos y mañana saldrás con eso de: Uy, me parece que tengo que salir porque sigo con sed. Entonces te reirás como un estúpido y déjame decirte que no pienso ir contigo si haces eso.

Antonio hizo un mohín, pequeño, porque con toda esa parafernalia estaba claro que le había aguado la fiesta. Hacía años que conocía a Hendrik y, aunque era cierto que era muy responsable, también era demasiado estricto. Era consciente de que lo hacía porque, en el fondo, aunque él lo negara con vehemencia, se preocupaba por él. A pesar del gesto que intentaba despertar su compasión, el hombre, de origen holandés, le miró impasible. Al final el hispano suspiró y se frotó la mejilla, fría.

- Está bien... Ya me pongo en serio a cazar.

Volvieron a separarse en ese momento. Aún con su apariencia bonachona, su sonrisa jovial y sus vivos ojos verdes, Antonio no era una persona normal y corriente. Su piel estaba fría al tacto y hacía mucho que su corazón había dejado de latir. A veces le parecía que lo hacía de nuevo, pero se disuadía de aquel pensamiento. Si quisiera, no le haría falta ni respirar. Si lo hacía era porque aún permanecía en él ese instinto humano. Aunque muchas personas creían que aquello no eran más que cuentos, había unos seres que no seguían las leyes de la naturaleza, que en el fondo eran bestias con la apariencia de sus presas, que habían sido personas normales y que ahora eran lo que salía en libros. Se trataba de personajes que sólo salían por las noches y que en las novelas se llamaban vampiros. Incluso ellos mismos usaban ese nombre, quizás porque ninguno de los que hubieron pensado les parecía bueno. España siempre había sido su lugar de residencia y pocas veces había salido de aquel país que se había convertido en algo así como su refugio permanente.

Aquella noche habían prescindido de ir a la ciudad y se centraron en los bosques, buscando animales de los que poder beber de manera disimulada, sin que los humanos que encontraran los cadáveres se preguntaran qué les había pasado. Se pasó el pulgar por los labios, limpiando una mota de sangre y lo lamió para dejarlo reluciente. Bajó los ojos verdes al ciervo que ahora yacía muerto sobre la tierra con cierta pena. Era lamentable que un animal hermoso y lleno de vida como ese hubiese tenido que perecer para que un monstruo como él siguiese existiendo. Al menos ahora Hendrik no podría decirle nada, estaba satisfecho y esa sensación de ardor en su cuello ya no era tan fuerte. Se puso de nuevo los guantes, cubriendo las frías manos, e iba a buscar el rastro de su compañero cuando le vino un hedor fuerte a la pituitaria. Era el olor de algo que se estaba quemando, y no era a mucha distancia de donde se encontraba.

Miró en aquella dirección, pensativo, elucubrando si debía acercarse a echar un vistazo o si aquello era una posible trampa. La curiosidad le podía demasiado, así que empezó a caminar en esa dirección. Quizás era un comportamiento irresponsable por su parte, pero quería echar un vistazo a ver qué estaba provocando ese olor. Paseó a paso rápido entre maleza, sorteando troncos y esquivando con un pequeño saltito raíces que sobresalían a traición. No es que fuese un reto demasiado grande, su vista se acostumbraba con facilidad a la oscuridad y era la luz demasiado fuerte lo que le molestaba. Tras un par de minutos, Antonio se encontró con que el bosque se terminaba de manera abrupta, en un instante había árboles y al siguiente todo eso se había ido. Delante de él se hallaba una carretera que serpenteaba y se perdía por el horizonte, destino a alguno de esos pueblos perdidos que nadie conocía.

Parpadeó anonadado por el cambio abrupto y entonces buscó, mirando en derredor, el origen del olor. A la derecha, a unos doscientos metros, había un coche que se había salido de la carretera y que estaba empotrado contra un árbol. Si era sincero, se trataba del primer automóvil que veía en su vida. Había leído acerca de su implantación en los periódicos que la gente dejaba por ahí tirados. También había escuchado que un hombre, Ford, había establecido una cadena de montaje con la que los construía más rápidos. Pues mira, esos trastos eran peligrosos. El coche estaba empezando a arder, aunque de manera lenta y calmada. El español, poco a poco, se fue acercando. Le daba un algo de miedo aproximarse a ese trasto, pero quería ver si había gente dentro. ¿Y si necesitaban ayuda?

- ¿¡Qué estás haciendo!? -vociferó una voz tras de él.

Pegó un salto, y el siguiente que dio hizo que se girara ciento ochenta grados. Hendrik tenía una media sonrisa, pedante, todo por la reacción que había tenido el español. Esperaba que se asustara, pero no que saltara literalmente. Tendría que repetirlo otro día, había sido divertido.

- Joder, Hendrik. Creía que se me iba a salir el corazón por la boca. ¡Menudo susto me has dado! -chilló Antonio, sonriendo tensamente. Le dio un golpe en el brazo, flojo, como reproche por su comportamiento. Era demasiado evidente que aquello le había hecho gracia. Era incorregible.

- No es mi culpa, señor hago-lo-que-me-da-la-gana. ¿En qué quedamos? Dijimos que en cuanto termináramos volveríamos al punto del que salimos. Menos mal que a ratos te da por no ocultar tu presencia. Cuando me he dado cuenta de que te ibas vete a saber tú donde...

- Es que olía a quemado. -se quejó Antonio, en un intento de justificarse.

- Vámonos ya. No deberíamos estar aquí, pronto vendrá gente. ¿Es que crees que es la mejor de las ideas que nos interroguen? Las cosas están más complicadas últimamente. Tenemos que ser precavidos.

- Ay, si ya lo sé... Llevo más años dentro del mundillo. He podido percibir el cambio más que otros vampiros. Igualmente, déjame que eche un vistazo. No va a hacer daño...

- Si te pegan un tiro, no pienso hacer otra cosa más que reírme de ti mientras pierdes la sangre del ciervo que has matado. -dijo Hendrik cruzándose de brazos. Él no se pensaba acercar a un coche en llamas. Había leído cosas acerca de ellos y al parecer llevaban un producto inflamable que podía explotar. No señor.

O esa era la intención que tenía. Antonio había andado hasta el automóvil pero, antes de acercarse demasiado, se detuvo. No le gustaba el ruido que hacía ese trasto, como si a cada combustión fuese a explotar. Se dio la vuelta y observó a Hendrik con una expresión de perro apaleado y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. El holandés negó con la cabeza de manera insistente, pero su acompañante también repitió el gesto. Al final suspiró. Mejor acercarse por su propio pie o el tío era capaz de ir a agarrarle del brazo para tirar de él. Antonio rodeó el automóvil y se asomó por una de las puertas, que quedaba al descubierto ya que había perdido la pieza que la cubría. En los asientos delanteros había una pareja. El hombre estaba sobre el volante, su pelo era oscuro y el rostro no podía verlo. La mujer estaba echada sobre el salpicadero, el cristal se había roto y le había cortado parte del cuerpo.

- Están muertos... El olor a sangre llama la atención pero ya huele a que se enfría. Es una pena que hayan perecido de esta manera tan trágica.

- Si estás pensando en beber de muertos, es que has olvidado lo que has aprendido en todo este tiempo que has sido un vampiro.

- No voy a beber de muertos, hay que ver cómo eres. Te gusta criticarme demasiado... -dijo Antonio sonriendo con resignación. Por momentos le daba la sensación de que Hendrik le odiaba. No entendía qué era lo que tenía contra él. Pero, en ese mismo instante, escuchó algo más. Miró hacia el asiento trasero y, escondida entre el mismo y el delantero, había una criatura que respiraba. No entendían cómo no habían podido escuchar su pulso acelerado- Hay un niño pequeño... O una niña...

Se asomó por la parte de atrás pero no se atrevía a tocar aquel pequeño cuerpecito herido, tembloroso. Levantó la mirada y la clavó en Hendrik. Los ojos verdes del holandés apenas parpadearon mientras le observaba como un cachorro abandonado. Sin embargo aquella expresión le dio una certeza terrible que le hizo fruncir el ceño. Era lo que tenía que Antonio fuese un libro abierto la mayor parte del tiempo.

- Ni se te ocurra, hispano loco... -dijo con un tono molesto el rubio, observando con desaprobación.

- ¡Pero no podemos dejarle aquí solo a este crío...! ¡O cría! -finalmente se atrevió a tocar el cuerpo pequeño y cuando vio el rostro manchado de sangre, con una marca roja en un lado, seguramente del golpe, y el cabello rubio enmarañado dedujo que era una chiquilla- Está malherida, Hendrik. No podemos dejar que se muera...

- Huele a sangre, somos vampiros, ¿cómo cojones vas a explicar esto a los invitados que tienes en casa? Se van a zampar a la cría y va a acabar muerta igualmente. Mejor que muera con un poco de dignidad.

- ¡No pienso dejar que nadie se la coma! -replicó enérgicamente Antonio. Sólo de pensarlo le había revuelto el estómago. Se fijó en la ropa que la pequeña llevaba, la cual estaba bastante rota por culpa de los hierros que se habían saltado. Se quitó la chaqueta, dejó a la chiquilla sobre el asiento y le quitó aquellos harapos. Tanto él como Hendrik se quedaron con cara de póquer- Bueno, al parecer es un niño.

Lo cubrió con la chaqueta para que no cogiese más frío. Tendría algo de ropa en su caserón, seguro que podrían vestirle con esas prendas.

- Tendrías que dejar que la policía se encargara de esto. -murmuró insistentemente el holandés. Aquella era la peor idea que se le había ocurrido en mucho tiempo, podía presentirlo- ¿Qué se supone que vas a hacer con el crío?

- Le cuidaré y no dejaré que nada le pase. Es muy pequeño... Debe tener cuatro o cinco años, no puedo dejarle aquí. No se oyen sirenas, creo que nadie se ha dado cuenta del accidente. Hasta que lleguen, seguro que se habrá desangrado. Y, si por un casual se salva, no dejará de ir de casa en casa de acogida. Parece un destino muy cruel.

- No sabes si tiene familia y esto se convierte en un secuestro, Antonio.

- Tonterías. -dijo el español cogiendo al chiquillo en brazos.

- Estás siendo irracional, idiota.

- Eres tú el que se pone a la defensiva enseguida, Hen. -replicó Antonio mirándole con el ceño fruncido. No le agradaba que, tras tantos años, desafiaran su voluntad respecto a ciertos aspectos. Este era uno de esos. Le dijera lo que le dijera, la casa era suya.

- Te tengo dicho que no me llames Hen. Eso de los motes no me gusta nada. -dijo a disgusto el rubio.

- Sólo voy a llevar al niño a casa para curarle. No estoy diciendo que vaya a quedármelo. Así que, esto no puede ser considerado secuestro, ni nada por el estilo. Sus padres están muertos, ¿es que vamos a dejar que él corra la misma suerte?

Si era sincero, no le importaba lo que le pasara a ese niño. Nunca le habían gustado demasiado los mocosos, le ponían nervioso con sus berridos, sus preguntas incómodas y su inquietud. Quizás, por eso mismo, traerse a ese niño a la casa le parecía peligroso dada la naturaleza del hispano. Recordaba cómo había sido aquella vez que se había encaprichado por cuidar a un perro abandonado que encontró en un bosque. Se lo llevó a casa y el perro acabó provocando comportamientos peligrosos para él como vampiro. Si había llegado a esos extremos con un simple perro, ¿qué no haría por un niño? Eso de 'temporal' le sonaba a cuento chino.

- No me fío de ti... Pero, igualmente, vas a hacer lo que te salga de ahí, ¿verdad? -le preguntó observándole con indiferencia.

- ¡Me conoces bien, Hen! -replicó Antonio con jovialidad, asegurando al niño entre sus brazos, posando una mano en su espalda- Vamos a casa.

A una velocidad sobrehumana, Antonio y Hendrik corrieron por el bosque, esquivando con una agilidad sorprendente cualquier accidente de la naturaleza. El paisaje casi parecía un borrón a ese ritmo, pero sus ojos eran más diestros que los humanos y percibían cualquier mínimo cambio a su alrededor. El olor a sangre, dulce, casi como un canto de sirena que les invitaba a probar un manjar delicioso, les llegaba a la nariz y les aturdía los sentidos. Suerte que ambos estaban saciados, si no aquello sería irresistible. Arregló ese problema dejando de respirar. Siempre se hacía raro los primeros segundos, pero luego se daba cuenta de que también parecía bastante natural para ellos. El rubio también hizo lo mismo ya que a él le costaba más mantenerse tranquilo. Era vergonzoso tener menos aguante que Antonio, aunque el español también era mayor que él. Se trataba de algo comprensible. Dejaron atrás las montañas y pasaron por praderas llenas de hierba, sin poblar. Se desviaron hacia la derecha y en cuestión de minutos divisaron a lo lejos la silueta de una edificación enorme.

El castillo de los Fernández se conservaba tras generaciones mejor que el primer día. Antonio, desde que se había hecho con su poder, se había encargado de remodelar las zonas antiguas, siempre manteniendo ese diseño de la época a la que pertenecía. La edificación era de piedra gris vista. Los tejados eran de color negruzco y estaban inclinados, para evitar que en invierno se acumulara la nieve. Había cuatro torreones custodiando cada esquina, con pequeños ventanucos desde los cuales se habían guardado a los habitantes de aquel lugar. Si había habido murallas, ahora ya no había rastro de ellas. No era una zona muy visitada por la gente, el sitio era frío y para llegar había que coger un transporte particular y armarse de paciencia para cruzar por aquellos caminos zigzagueantes que pasaban demasiado cerca de precipicios peligrosísimos.

Dos hombres en la actualidad se encargaban de custodiar la puerta principal y de abrirla cuando invitados llegaban. No hacía falta decir que en cuanto vieron que su señor se aproximaba, se apresuraron a mover aquellas pesadas moles de madera. Les recibieron un grupo de cuatro criadas, que se acercaron curiosas al ver el bulto que tenía entre los brazos Antonio. Se adelantó una de ellas, una muchacha de cabellos castaños recogidos en un moño y de ojos negros.

- Nos tenían preocupados, señor. ¿Qué es lo que trae aquí?

- Chicas, por favor, sacad las reservas de sangre que tenemos. -ahora miró a la fémina que le había hablado en primera instancia y le sonrió con reparo. Sabía que lo que le iba a pedir era un favor grande, pero lo necesitaba- Voy a requerir tus conocimientos médicos, Ana. ¿Crees que podrías realizar una transfusión de sangre?

- Hace bastante tiempo que no practico la enfermería, señor... ¿Pero quién necesita la sangre? -dijo ella sin comprender. Ninguno de los dos parecía sediento y, además, cuando se sentían de esa manera simplemente la bebían de los envases.

Entonces, en ese instante, se escuchó un quejido y una voz infantil empezó a llorar por lo bajo, exclamando que le dolía. Fue ese el momento en que Ana comprendió que no habían vuelto solos y que la transfusión no era para ellos. Antonio le miró pidiendo en silencio de nuevo, mientras sujetaba con más fuerza al niño, que seguía gritando. Uno de los vigilantes de las puertas bajó y observó la escena. El vampiro español le enfocó y tuvo un pensamiento fugaz, una idea brillante.

- José, necesito que hables con el resto de los vampiros y que les digas que estamos muy ocupados y que si pueden marcharse lo antes posible se lo agradecería. Añade también que les compensaré de alguna manera esto. Hendrik irá contigo y te protegerá, no te preocupes.

- No me gusta que me tengas de niñera. -murmuró el holandés a regañadientes, aunque caminó hacia el humano y le acompañó hacia la sala en la que había tres vampiros venidos de Italia.

Una vez ese tema estuvo solucionado, Antonio y Ana fueron hacia una de las habitaciones que se encontraban en el pasillo oeste. El castillo contaba con infinidad de habitaciones que estaban destinadas o bien al ocio, o a comer o a dormir o al aseo personal. Hacía cosa de cincuenta años, Antonio había decidido que era buena idea tener una habitación repleta de equipo médico. No es que hubiese comprado esos caros instrumentos, la casualidad quiso que se encontrara un hospital abandonado lleno de cachivaches que le serían de utilidad. Después de veinte años, el español decidió que era una buena inversión así que empezó a gastar parte del dinero que acumulaba. La riqueza de Antonio se basaba en tres partes del dinero familiar que había heredado y la última porción que restaba era de cosas que había recogido en visitas por pueblos fantasma, cuyos habitantes habían muerto dejando atrás sus pertenencias.

Aunque un vampiro no necesitara en demasía utilizar aquellas cosas, era útil cuando tenían heridas importantes ya que las ayudaba a sanar incluso con mayor celeridad. Para rematarlo, era rentable tener lo necesario para poder auxiliar a sus criados si se hacían daño. El servicio de Antonio se componía de seres humanos. Todos sabían lo que él y sus visitantes eran, pero lo aceptaban porque eran tratados con respeto. El español nunca había bebido de su servicio y los trataba como a iguales, a pesar de que podría romperles el cuello con una facilidad que acongojaba.

Dejaron al chiquillo sobre una camilla y destaparon un poco para ver una laceración en su costado derecho que sangraba bastante. Se abrieron sus ojos y resultaron ser azules oscuro, brillantes por el dolor que le saturaba y que le hacía llorar. El chiquillo intentó levantarse y Antonio se apresuró a sujetarle e impedir ese movimiento con uno amable, suave. Lo que menos deseaba ahora era hacerle más daño. Le chistó suavemente y acarició el cabello que quedaba a la izquierda de su cabeza.

- Tranquilo, pequeño, estás en buenas manos. Todo va a salir bien, te prometo que no vamos a dejar que te pase nada. -dijo el español con un tono de voz que casi se asemejaba a un susurro, pero que logró que el crío dejara de moverse. Aunque fue imposible que hacer que cesaran sus quejas- Bien, buen chico...

- ¿Y mis papás...? ¿Dónde están mis papás? Me duele... Me duele mucho.

- Ahora no tienes que pensar en eso. Sé que te duele, pero aquí la señorita es una doctora y va a curarte. Te prometo que vas a encontrarte pronto bien. Te vamos a dar una medicina que te hará dormir y que no te duela nada. Cuando te despiertes, te sentirás mejor. ¿Confías en nosotros? Sé que eres un chico muy valiente, puedo verlo en tus ojos.

El niño asintió con la cabeza un poco y apretó los párpados. El dolor era abrasador y se extendía por su costado, haciéndole temblar con violencia. Era como si hubiese una herramienta afilada frotando esa zona constantemente hasta que había logrado que sangrara, que fuese una de las peores torturas que había sufrido en mucho tiempo. Sólo por la manera en que su cuerpo se movía, preso del dolor, los espasmos involuntarios, la respiración acelerada y aquellos pequeños gemidos de dolor que no podía reprimir, Antonio podía saber sin que le dijera que estaba sufriendo. Le hizo un gesto a Ana para que se apresurara con la anestesia y él acarició aquellos cabellos rubios con cariño, para tranquilizar aunque fuese un poco a ese tierno chiquillo.

- ¿Cómo te llamas? -dijo al ver que Ana estaba preparada. No podían ser bruscos, no quería que le diese un ataque de pánico al ver la aguja.

- Mi nombre es Francis. -respondió el niño de cabellos dorados.

- Muy bien, Francis. Ahora quiero que te centres en mí. La señorita guapa te va a dar la medicina. Va a ser un pinchacito, pero sé que puedes hacerlo, ¿vale? -le informó mientras le sonreía, infundiéndole ánimo- Así que quiero que me digas cuántos años tienes y a qué te gusta jugar. Así seguro que no lo sientes.

- Tengo cinco años... -dijo Francis, tartamudeando un poco. Quisiera o no, estaba con desconocidos y le iban a pinchar. Si algo le daba fobia eran las agujas. Pero aquel chico que tenía delante sonreía como si nada malo fuese a pasar aún estando como estaba y eso debía significar algo, ¿no? Le daba miedo, pero confiaría en ese chico- Me gusta jugar a dragones y princesas.

El pequeño niñito se quejó al sentir la aguja perforar la piel. El vampiro se dio cuenta de que iba a mirar y presto le abrazó un poco, haciendo que el rostro del chiquillo quedara mirando hacia el otro lado y que no pudiese ver la aguja clavada en su piel. Fue extraño, pero el abrazo le relajó. Ese chico olía muy bien, de una manera dulce, pero al mismo tiempo picante. No sabía cómo eso era posible, pero parecía que tenía un aroma como a comida y sin embargo no era nada de lo que hubiese olido hasta el momento. Fue ese mismo olor el que le produjo calma, el que le atontó incluso un poco, logrando que dejara de sentir el pinchazo. La aguja se fue y Antonio se apartó también. Miró al pequeño Francis con una sonrisa y le revolvió un poco la cabellera. Había jugado sucio, pero no sabía de qué otra manera relajarle. Los vampiros contaban con un mecanismo para atraer a los humanos. Podía ser comparado con el canto de una sirena, que nublaba las mentes de los humanos y les hacía sentir atracción hacia ellos. Era como la flor carnívora que cuenta con unos colores llamativos que atraen a su presa, la cual sólo se da cuenta del engaño cuando ya es demasiado tarde para escapar.

- Muy bien, Francis. Ya está. Intenta relajarte. No te vamos a hacer daño.

El chico asintió con la cabeza, claramente afectado por los sedantes que Ana le había inyectado. En menos de medio minuto estaba completamente fuera de combate. La mujer no esperó ni un solo segundo más para coger la aguja y coser ese corte que seguía sangrando. No le tomó mucho tiempo hacerlo y lo siguiente fue vendarle el torso para que no se rascara y se saltaran los puntos, cosa que sólo haría que alargar más el proceso de curación del niño. Después de eso preparó la aguja y le puso una vía, en la cual inyectó la sangre que le habían traído. Era una bendición que las tuviesen etiquetadas. Primero inyectó una cantidad pequeña, esperando a cualquier reacción adversa. Que fuese el complementario al donante universal hubiera sido un problema y no tenían tiempo para hacerle un análisis a Francis. Al ver que no se producía ningún fenómeno extraño, Ana corrió el riesgo y acabó de transferirle la sangre que su organismo había perdido.

- Bueno, creo que ahora es cuestión de tiempo, señor. ¿Pero qué va a hacer con este niño? ¿Dónde están sus padres? -inquirió la mujer con un gesto apenado. Le había afectado ver a un chico tan pequeño, solo y en ese estado.

- Murieron. Le encontramos en un automóvil que se había accidentado en la carretera de montaña. Los padres ya estaban fiambre y él estaba escondido entre los asientos. Si no llega a ser por nuestra facilidad para escuchar y oler las cosas, seguramente ni le hubiésemos visto. No había nadie por los alrededores y no podía dejarle morir.

- Un error, según mi punto de vista. -dijo Hendrik cruzado de brazos, en el marco de la puerta. Los dos españoles le miraron sorprendidos.

- No digas esas cosas. Parece un niño muy majo. ¿Cómo pretendes que deje morir a una criatura? Es una tragedia que una vida tan joven se pierda. Cuando despierte le preguntaré dónde vive su familia. Tendremos que contarle lo de sus padres, no sé si sus parientes sabrán la noticia, será mejor que vaya informado. Será duro, pero no hay otra opción. Cuando le dejemos a su cuidado entonces podremos volver a nuestra vida de siempre. No tienes que ponerte tan arisco por algo así, Hen.

- Lo que tú digas... De cualquier manera, no creo que se despierte en unas horas. Está a punto de salir el sol. Deberíamos ir a descansar, los dos sin excepción. -se percató de que la boca de Antonio se torció, indeciso- Tú también, español idiota.

- El señor Hendrik tiene razón, debe descansar. -dijo Ana preocupada. Ella también percibía la indecisión de su soberano, del hombre al que servía, y pensar en las consecuencias de que se quedara despierto le hacían estremecerse- Es por su bien. Si el niño abre los ojos, yo me encargaré de cuidar de él. En la montaña oscurece pronto, se despertará a tiempo para hablar con él. Si quiere irse a cualquier lugar, le disuadiré y le daré de comer. Necesitará fuerzas para recuperarse del accidente.

- Está bien. Si dices que vas a cuidar de él, supongo que no tengo motivos para continuar negándome a ello... Pero si ocurre cualquier cosa, me avisas.

- Lo haré, señor. -replicó ella con una sonrisa resignada. Ese hombre no cambiaba: ni física ni mentalmente.

El vampiro holandés ignoró aquella charla y se fue a su habitación, que se encontraba en uno de los pisos superiores, alejado del bullicio del servicio y también de la habitación del amo del castillo. Antonio era un pegajoso cuando quería y de lo que menos ganas tenía era de tener que escuchar sus muchas tonterías noche sí y noche también. Antonio echó un último vistazo al niño que había recogido y puso una expresión apenada. No sabía cómo iba a decirle que sus padres se habían muerto. Suspiró pesadamente y caminó escaleras arriba hacia su habitación. Las ventanas estaban tapiadas y miró la cama y el ataúd al otro lado. Pensó por un momento y decidió que le apetecía dormir más arropado. Se echó en la seda roja y encajó la pesada cubierta en su sitio. Sumido en el silencio de los muertos, Antonio cerró los ojos e intentó dormir. Aún no salía el sol y por eso mismo le iba a tocar intentar conciliar el sueño.

Sobre las cinco y media de la tarde, la noche ya caía por aquel lugar. La espesa cruz que caía sobre sus hombros y que les aturdía y dejaba fuera de combate durante el día había desaparecido. Antonio abrió los ojos y fue recibido por una oscuridad insondable. Aunque no podía ver realmente dónde estaban sus miembros, era consciente en todo momento de su posición. Hizo fuerza y levantó aquella pesada cubierta que le había amparado durante el día. Se cambió de ropa, se puso una camisa blanca, un pantalón negro y una fina chaqueta por encima y fue hacia la habitación en la que la noche anterior había dejado a Ana y a Francis.

Cuando llegó se fijó en un pequeño detalle: los ojos del niño estaban rojizos y sorbía, como si tuviese mocos constantemente amenazando con caer. Sus pequeñas manos estaban aferradas a la manta y aunque se sentó a su lado, ni le dirigió una mirada. Ana, que no había querido interrumpir en un inicio, se levantó de la silla en la que había permanecido sentada las últimas horas y se puso al lado de su señor, el cual seguía mirando al chiquillo.

- ¿Cómo te encuentras hoy, Francis? -preguntó Antonio.

No hubo respuesta. Ladeó la mirada de color aceituna hasta que encaró a su criada. Ella sabía algo, sus ojos entristecidos se lo decían.

- He tenido que contarle a Francis lo que ha ocurrido con sus padres. Desde entonces no ha dejado de llorar y no habla con nadie, me temo. Ha sido un golpe demasiado duro. ¿Qué vamos a hacer con él?

- ¿No hablarás conmigo tampoco? -inquirió hacia el chiquillo, que parecía que ni tan siquiera le había escuchado. Le apenaba verle de esa manera. Los niños eran siempre alegres, inquietos, no almas en pena. Suspiró y se dirigió a su criada- Tendremos que llevarle a la policía para que se hagan cargo de él. No sé qué excusa usar, pero si no nos puede decir dónde están sus familiares, lo mejor es que se hagan cargo de él.

- ¡No! -exclamó con voz ahogada Francis, mirando con una expresión horrorizada hacia ellos, al borde de las lágrimas- No me llevéis con la policía... ¡Por favor! ¡Me han dicho que a los niños sin padres les llevan a unos sitios feos! No quiero ir allí.

- ¿Y tu familia? Puedes quedarte con alguno de tus tíos, Francis. Eso de ir a un sitio feo no será tu caso.

- No tengo familia... Mi madre no tenía hermanos. Mi padre tenía un hermano pero se murió también. Papá estaba siempre triste y lloré mucho. A los abuelos no los he conocido nunca. Por eso, señor, no deje que me lleven a ese sitio feo... Usted dijo que no iba a dejar que nada malo me sucediese, ¿verdad?

Antonio sonrió resignado y se llevó la mano derecha a la nuca. La fue frotando, sin saber cómo continuar aquella conversación. Aquel chiquillo no entendía que le estaba pidiendo a un vampiro que le acogiese en su casa. Pero claro, viendo lo triste que estaba, lo mucho que le suplicaba, al hispano se le rompía el corazón ante la idea de llevarle a la policía. Francis acabaría en un orfanato si él no lo impedía; nadie le iba a reclamar o echar de menos. Suspiró.

- Cielo, no puedo cuidar de ti. Yo... -vaciló, sin saber qué explicarle- Estoy enfermo, ¿sabes?

- A mí me pareces muy sano. -murmuró el niño, observando con fijación a aquel peculiar hombre, pálido, que tenía delante de él.

- Tengo lo que se conoce como enfermedad de Kaposi, si me da el sol me pasan cosas muy feas y puedo morirme con mucha facilidad. Por eso en casa muchas ventanas están tapadas y durante el día no puedo salir de mi habitación. No puedo cuidarte durante el día, ¿cómo voy a hacerlo si no puedo cuidarme a mí mismo?

- Señor, por favor, en vez de salir a pasear, me adaptaré a sus horarios y haré todo lo que me pida. No deje que me lleven los tipos malvados...

Ni la invención de su enfermedad le había logrado un pase fuera de aquella situación comprometida. Lo peor es que le hacía sentirse demasiado triste escuchar el tono que empleaba ese chiquillo. Estaba realmente desesperado por que aceptara. Suspiró de nuevo y le puso la mano sobre sus cabellos largos y dorados.

- Haremos una cosa, Francis. Buscaremos una familia normal para ti, ¿de acuerdo? Yo mismo me aseguraré de que sean buenas personas y que vayan a cuidar de ti como te mereces. Mientras, yo te cuidaré por la tarde-noche y alguien del servicio se ocupará de ti cuando yo esté descansando.

- ¿Entonces no me vas a llevar a un sitio feo? -dijo Francis observando interrogante, apenado, al hombre que le había salvado la vida el día anterior.

Antonio negó con la cabeza, sonriéndole. Entonces el chiquillo se estiró y rodeó con sus brazos al español. Éste se había quedado helado, sin esperar por su parte una acción de ese tipo. Pudo notar que temblaba un poco y, movido por la compasión que le despertaba, le devolvió el abrazo.

- Gracias, señor... Muchas gracias por no dejar que me lleven a un sitio horrible.

Fue como una punzada en su pecho escucharle de esa manera. Le estrechó un poco más y apoyó su mejilla contra su cabellera. Pobrecito niño, tan solo, tan triste y desamparado, pidiendo cobijo a unos desconocidos de los que no sabía nada. Cuando se apartó, le acarició las hebras doradas y deslizó la mano hasta que rozó aquella mejilla redondeada, regordeta y que ahora tenía un color rojizo, mucho más sano que el que había tenido la noche anterior.

- Todo irá bien, Francis. -dijo el hispano con una sonrisa.

Justo en ese instante, Hendrik entró en la habitación, se fue hacia Antonio, le agarró por el cuello de la chaqueta, desde detrás, y tiró de él hacia fuera. Ana les siguió un poco, con los brazos extendidos hacia su señor, que por un momento parecía que se iba a caer. Al ver que recuperaba el equilibrio, se dio la vuelta y observó al niño, que volvía a mirar ausente hacia las sábanas. A medida que se alejaban cada vez más de aquella habitación, Antonio empezó a preguntarle al holandés qué era lo que le ocurría. Pero ni una palabra salía de aquellos labios apretados entre sí en una mueca de desagrado. Finalmente, metros más allá, le soltó la chaqueta y le miró con reproche.

- ¿¡Se puede saber qué coño te pasa por la cabeza!? -espetó, esforzándose por que el chillido no se escuchara desde la habitación del chiquillo- ¡Te dije que no te quedaras al crío! ¡Te advertí que le dejaras allí para que le encontraran! ¡Y tú me dijiste que no te lo ibas a quedar, que no me preocupara! Ni siquiera sé por qué creo lo que me dices. Siempre haces lo que a ti te da la gana al final.

- Hendrik, no tiene a nadie. No podía dejarle marchar. Ni siquiera habla del trauma que ha supuesto para él perder a su familia, pero ha dejado eso atrás para suplicarme que no dejara que le llevaran a un orfanato. ¿Cómo podía decirle que no?

- Pues, por ejemplo, controlando esas inútiles emociones, siendo frío y llevándole a la policía. ¿Y si alguien denuncia su desaparición? Deben de haber registros de él, y si miran los papeles de los padres, saldrá el nombre de un chiquillo que no está por ninguna parte. Empezarán a poner carteles buscándole, ¿y qué pasará si le llevas al pueblo y lo ven? Te tomarán por un secuestrador, te investigarán y esa mierda de excusa de que estás enfermo te va a valer nada.

- Eh, que es una enfermedad real. No estuve estudiando mucho tiempo informes médicos para que ahora lo trates como si me lo hubiera inventado. Si no te lo crees, puedes ir a mirar cualquier enciclopedia y la encontrarás.

- Antonio, me da exactamente igual que exista esa enfermedad o no. De cualquier modo, si te has quedado un niño que no es tuyo, la ley va a venir a por ti. Estés terminal o no. Es un maldito delito. Y estamos hablando de un niño de cinco años, por favor. ¿Te crees que es la mejor idea meterle en un nido de vampiros?

- No vamos a hacerle daño, Hendrik. Nosotros no somos de esta manera. La prueba es que durante años hemos tenido a humanos a nuestro servicio y no ha pasado nada. Somos racionales, calmados y eso es lo que te he estado inculcando este tiempo que hace que nos conocemos. Sé que ahora pasas mucho tiempo con nosotros y te he dicho muchas veces que me alegra mucho tenerte por aquí, pero las reglas de esta casa las puse yo. Ya sabes cómo soy, Hen... No puedo abandonar a nadie a su suerte. No te dejé tirado a ti, tampoco lo voy a hacer con este niño. Me da igual que él sea humano y que tú seas un vampiro como yo. Todos fuimos lo mismo en algún momento.

El vampiro español le miraba con aire sereno, superior, era uno de esos momentos en los que podía ver una sabiduría que le habían otorgado los años. Bruscamente ladeó el rostro y miró hacia uno de los costados. No podía decirle que no ya que, como bien había dicho, aquel no era su hogar. Muchas veces Antonio le había ofrecido que se uniese a él, que dejara atrás aquel apartamento que tenía en Holanda, que había sido de sus padres hacía ya muchos años, y que viviera con él. Hendrik, joven, aún tenía demasiados vínculos con su vida de antaño. Tampoco se podía decir que Antonio fuese mucho mejor que él; la prueba era el sitio en el que estaba residiendo. Pero le daba rabia ya que él era el que presumía de ser menos emocional.

- Haz lo que quieras, pero tu bondad un día te hará daño. -le dijo a regañadientes.

- No es la primera vez que me avisas de eso, Hendrik. -replicó con una sonrisa- Estaré bien, no tienes que preocuparte por mí. Sé que las cosas no serán fáciles. Ya es difícil convivir con una persona adulta en ocasiones, como para vivir con un niño. Pero nos las apañaremos. Soy consciente de que no quieres tener nada que ver con él crío, que no quieres cuidarle y lo entiendo. No voy a cargarte con una responsabilidad que he sido yo el que ha obtenido. Te pido que disculpes mi comportamiento.

- Búscate otra niñera.


La semana se hizo bastante larga tras haber encontrado a Francis en el lugar del accidente que había matado a la única familia que le quedaba. El pobre niño se había vuelto a sumir en aquel luto que no sabía cómo aceptar. Ana le había contado que a veces se despertaba, de buena mañana, llorando y llamando con desespero a su mamá. Ella se encargaba de cargarle en brazos y calmarle, con palabras tranquilizadoras y palmaditas en la espalda. Por la noche, cuando Antonio llegaba para hacer el relevo, Ana se retiraba a su habitación a descansar y era el hispano el que le hacía compañía. Había intentado hablar con él en incontables ocasiones, pero el niño no estaba por la labor. Francis se ponía a dormir de repente, sin avisar, y Antonio sonreía con resignación y se quedaba a su lado, velándole. Había noches en las que sólo le veía dormir mientras acariciaba sus cabellos, como si su presencia pudiera ahuyentar las pesadillas que quisieran atormentarle. Otras mujeres del servicio le suplían cuando tenía que salir a cazar.

No se dedicaban únicamente a beber de los animales de los alrededores ya que eso no era suficiente para mantenerles sanos. La sangre de éstos era débil, falta de algo que les hacía estar enérgicos, deslumbrantes. Si un vampiro se pasaba un par de años bebiendo sangre que no era humana, su apariencia se tornaba apagada, grisácea, su cabello lánguido y sus ojos se oscurecían, ocultos tras un velo de lo que parecía añoranza. Con sólo beber de una persona, recuperaban su aspecto perfecto y etéreo. Quisiera o no, Antonio había tenido que probar la sangre de los humanos. Sin embargo, él no hacía como otros de su especie. El hispano no podía soportar sentir como la vida se apagaba entre sus brazos, como el cuerpo se aflojaba y poco a poco la respiración se ralentizaba, anunciando un final cada vez más cercano. Por eso, Antonio bebía de más personas y en menor cuantía. Muchos humanos que habían sido víctimas de ataques de vampiros, luego no recordaban nada en absoluto, como si hubiese sido un sueño más. Procuraban morder en zonas más ocultas, discretas, que sanaban en pocos días. Con suerte, muchos no llegaban a ver las dos marcas sangrientas que señalaban a los pobres desgraciados que habían tenido la mala fortuna de encontrarse con un chupasangre.

Hacia el final de la semana, el hispano pasó por la biblioteca y encontró entre volúmenes cubiertos de polvo un viejo libro de cuentos. Cada noche, se sentó en la silla que estaba cerca de la cama y leyó uno de los pasajes de aquella historia de hadas y dragones. Era un cuento sobrenatural que relataba la importancia de tener unos compañeros preciados que siempre estuvieran ahí para apoyarte cuando fuese necesario. La amistad fuerte que nunca se rompía, ese ideal romántico que inculcaban a los niños y que luego hacía que los adultos se llevaran infinitas decepciones.

Aún a pesar de tener la sensación de que no servía para nada, en lo cual estaba de acuerdo Hendrik, Antonio no encontraba otra manera de distraer la mente del muchacho. Así que, la noche del domingo, el español empezó a poner voces extrañas mientras leía, dotando de más personalidad a aquellos personajes que aparecían en la historia. Había detectado que Francis le había mirado más esos dos últimos días y se esperanzó al pensar que le prestaba atención. Bueno, aunque pareciese un payaso gritando tanto y poniendo voz de chica, merecía la pena si eso le hacía merecedor de su curiosidad.

Finalizó las páginas que aquella noche tocaban y cerró el libro entre sus manos. Ese día llevaba un jersey de color verde y unos pantalones holgados. Había subido los pies, descalzos, a la silla y sobre el suelo se encontraban las zapatillas de estar por casa de ese peculiar hombre. A Francis le habían vestido provisionalmente con la camiseta que Ana había traído una mañana. Le dijo que era algo que había llevado cuando era pequeña. Le iba grande, pero ni punto de comparación con la camisa que el hombre peculiar le había prestado en primera instancia, que casi parecía una tienda de campaña.

- ¿Cómo te llamas? -dijo de repente Francis.

El adulto, que se había levantado para ir a la estantería a dejar el volumen, se quedó estático. Giró sobre sus talones y miró al chiquillo con los ojos como platos. Le dio vergüenza que le observara de aquella manera, así que repitió la pregunta. En estos días, no se habían presentado. Él le había dicho su nombre, pero Francis no se había sentido con el ánimo como para intentar conocer a ese extraño. Habían sido unos días caóticos en los que a ratos ni siquiera había sido consciente de dónde estaba. Ana le había dicho en muchas ocasiones que no se podía rendir, que sus padres no estarían contentos si vieran que él estaba así, quieto, como si fuese una estatua. Tras pensarlo durante días, se dio cuenta de que aquella señorita tenía razón. Por otra parte, ese hombre le había salvado y luego le había dado refugio en su casa. ¿No sería bueno intentar conocerle un poco y darle las gracias como merecía? Aunque era pequeño, Francis había sido bien educado.

Dejó el libro sobre una cómoda y se acercó hasta sentarse en la cama. El hispano dibujó una amplia sonrisa, sus ojos verdes brillaban, alegres, mirándole. No entendía por qué tanta felicidad, pero no le disgustaba que tuviese esa expresión ya que parecía sincera.

- Yo me llamo Antonio, Antonio Fernández. Soy el dueño de la casa. -le dijo sin saber de qué otra manera describirse. El dueño de la casa sonaba a algo muy jerárquico, ¿pero qué otra cosa le podía decir? Ya le parecía todo un milagro que el niño le hubiese dirigido la palabra.

- Yo soy Francis Bonnefoy, encantado. Quería darte las gracias otra vez, por dejar que me quede. También por salvarme la vida.

- No me las tienes que dar. Eres un niño muy formal por lo que veo. Y tu apellido no es muy español, pero lo dominas muy bien. ¿Dónde has nacido?

- Nací en Francia, en el pueblo de mi mamá. Pero papá tenía que trabajar aquí, así que dejamos mis juguetes en la casa vieja. No me gustaba la casa nueva, olía a rancio.

- Ya veo, todo un problema... ¡Y además no tenías tus juguetes! –así que el niño era francés y llevaba un tiempo por esos lares. Cuando se tenía esa edad, aprender otro idioma no era tan complicado. Se apostaba algo a que los padres serían harina de otro costal.

Se produjo un silencio. Francis miró a las sábanas, sin saber muy bien qué decir. No conocía de nada a ese hombre y tampoco sabía bien cómo entablar una conversación normal.

- Esa señorita que me cuida por las mañanas es muy guapa. -dijo finalmente. Antonio le miró sorprendido y terminó por reír.

- Sí, es una mujer hermosa. Ana ha estado cuidando de mí casi toda la vida y ahora me tranquiliza saber que se encarga de ti durante las mañanas, cuando no puedo estar contigo.

- ¿Sigues enfermo? -inquirió adoptando una expresión entristecida. No le agradaba que el hombre que le había rescatado estuviese malo- ¿No te vas a curar?

- Es algo que nunca se va, Francis. -le replicó con una sonrisa tranquilizadora- Pero no te preocupes, mientras siga protegiéndome del sol y esas cosas, no me pasará nada y puedo vivir hasta hacerme viejo y arrugarme como si fuese una pasa. -se llevó las manos a la cara y se tiró de las mejillas para arrugarlas, intentando hacer reír al chiquillo.

La verdad es que aquella cara que había puesto Antonio se había visto bastante graciosa y el niño no pudo reprimir una sonrisa. Se llevó la mano a la boca y se la tapó para que no le viera. Tenía la sensación de que estaba mal si se reía o era feliz tras haber perdido a sus padres de aquella manera. En el fondo tenía una inmensa pena y le parecía que era eso lo que debía sentir en todo momento. Pero, tras una semana eterna, Francis estaba cansado de tanta penuria. Le gustaría poder despejarse por un momento, pensar en cosas simples, ser un niño. Antonio hablaba con él, como si el tema le interesara muchísimo, y encima hacía caras y le leía libros. Era un tipo divertido.

Aunque lo percibió por un momento, porque él se apresuró a esconder aquello, le alegró ver que ponía alguna expresión que no fuera triste. Aquellos días no habían sido los mejores para ese pequeño, por eso mismo se encontraba haciendo tonterías cada dos por tres a ver si podía sacarle aunque fuera una sonrisa. Ahora que lo había logrado, se sentía triunfante. Ese día marcó el inicio del cambio en Francis, que dejó atrás aquella pena, que no se le olvidaría nunca por completo, para intentar ser feliz.

Por la mañana se despertaba siempre en casa de Ana, que le cargaba desde cualquiera que fuese el lugar en el que se había quedado dormido en aquel enorme castillo. Ella y su madre, una mujer de unos cincuenta y tres años que siempre le sonreía con cariño, se encargaban de cuidar que nada le faltara y que se encontrara a gusto. Por la tarde, cuando la hispana empezaba a trabajar, regresaban al hogar de los Fernández y en horas siempre venía Antonio a su encuentro. Ese hombre extraño cada vez le gustaba más. Era muy divertido y a su lado se lo pasaba muy bien. Además, siempre le colmaba de atenciones y le preparaba las más deliciosas comidas que nunca había probado.

- Dime, Antonio, ¿puedo dormir esta noche contigo?

- ¿Eh? -le preguntó dejando el cuchillo sobre la encimera. Entornó el rostro y le sonrió- ¿Es que te da miedo dormir solo?

- ¡No es miedo! Soy un chico muy valiente. Lo que pasa es que estaba acostumbrado a dormir un rato con mi mamá y ahora que no puedo pues es raro... -admitió el rubio. Su madre, que en paz descansara, siempre le había dicho que no debía contarle a nadie que aún dormía con sus padres, que se reirían de él. La reticencia a decírselo a Antonio se debía a aquello.

- Lo entiendo, lo entiendo. Pero tendré que preparar la habitación, así que tendrá que ser a partir de mañana. ¿De acuerdo?

Los ojos azules de Francis se centraron en el plato que el español acababa de dejar delante de él, sobre la mesa. Como siempre, Antonio se sentó con uno para él, que no solía tocar hasta que veía que el niño se fijaba demasiado en que no había probado bocado de ninguno de los alimentos. Para él, comer aquello era desagradable. En el proceso de cocinar los alimentos, sobre todo con la carne, la sangre se secaba y las piezas quedaban sin una pizca de aquel líquido rojo. Para Antonio, comer un trozo de pollo y unas patatas hervidas era como agarrar un enorme cuenco, llenarlo de tierra, coger una gran cucharada, meterla en la boca y masticarla. El sabor era el mismo. Además, en algunas ocasiones los alimentos se le indigestaban y era peor el remedio que la enfermedad. Todo fuera por no hacer que a Francis le diese un ataque de pánico porque el señor que cuidaba de él no comía y seguía vivo. Como añadido, al pequeño se le había quedado grabado a fuego en la mente el tema de que estaba enfermo y que no le podía dar el sol. Cuando se presentaba delante de él, siempre se iba hacia él, levantaba la cabeza y le observaba con los ojos bien abiertos, como si de esta manera no se le fuese a escapar ni un solo detalle.

La primera vez que aquella peculiar situación se había dado, el español le había mirado interrogante, con una sonrisa, esperando una explicación que durante un tiempo no vino. Iba a preguntarle qué era lo que ocurría, cuando el niño le preguntó que cómo se encontraba. Le había dejado sorprendido por completo. Le sonrió con ternura, sintiendo que en el fondo no merecía aquella preocupación de un alma tan inocente como la suya, y le dijo que estaba bien. A partir de ese momento, todas las noches era lo primero que le preguntaba. Cuando le decía que bien, Francis sonreía ligeramente, tranquilo, y le contaba qué era lo que Ana y su bendita madre le habían preparado para comer.

Su ambiente familiar se vio interrumpido cuando la puerta se abrió. Allí en el marco, Hendrik observó aquella escena que a él le pareció hasta desagradable. Era como si el oso invitara a comer a un pequeño conejo. El pobre desgraciado no tenía ni idea de que estaba viendo las fauces que iban a acabar devorándole cuando menos lo esperara. Chasqueó la lengua a disgusto y con poca delicadeza cerró la puerta. Los ojos verdes de Antonio rodaron, sin pronunciar ni una sola palabra. Estaba bien claro que no le gustaba nada que Francis siguiese allí. Por mucho que le dijera que seguía buscando una familia que fuese buena para el niño, Hendrik le miraba escépticamente. Si no quería entenderlo, allá él, pero que encima no fuese de víctima. Francis se había quedado observando la puerta. Hizo un mohín y enfocó la mirada en Antonio.

- ¿Por qué ese señor siempre parece enfadado? Me mira como si hubiese hecho algo malo... ¿Es que le ha dejado su novia?

Antonio, que había estado bebiendo vino por el simple lujo de sentir esa sensación del alcohol corriendo por su garganta, casi se ahoga cuando el líquido se le fue por el otro lado al escuchar al pequeño. Tosió un par de veces y empezó a reírse con fuerza. El comentario era de lo más ingenioso que había escuchado en el tiempo que le conocía.

- No, no le ha dejado la novia. Pero mejor no le digas eso, que aún se enfadará más. Hen es un hombre complicado, aunque en el fondo es buena persona.

- Pues no le gusto. ¿Es que me estoy comiendo sus cosas? Porque puedo estar sin comer unos días si eso le hará más feliz. -dijo Francis con una expresión triste. No le agradaba que alguien le odiara por un motivo desconocido. Para rematarlo, ese tío tenía unas pintas muy extrañas y le daba respeto que le mirara de aquella manera. Entonces se le ocurrió una idea: ¿Y si estaba celoso porque ahora Antonio pasaba más tiempo con él?- Quizás quiere que estés más rato con él...

Viendo que había terminado, el vampiro se levantó y fue hasta donde estaba. Le agarró por las axilas, le levantó, se sentó sobre la silla y después le dejó sobre su regazo. Una vez asegurado, con una mano en la cintura para que no hubiese accidentes inesperados, con la otra le acarició la cabeza.

- Cielo, no te preocupes. Lo que le pasa a Hen es que tiene que dormir más, porque luego se comporta como un cascarrabias. -dijo Antonio- Tú no te preocupes. Incluso a mí me mira de esa manera, como si fuese un lobo feroz, pero en el fondo es como un cachorrito. Eso sí, tú no le digas que te he contado esto. Será nuestro secreto, ¿vale?

El niño asintió con vehemencia con la cabeza y sus labios se habían curvado en una sonrisa cómplice. Era agradable que un adulto confiara en él de aquella manera. Puestos a hablar, a Francis se le ocurrió algo que tenía que decir en ese momento o explotaría.

- Tú eres más divertido que él. Eres como un niño grande. -le dijo sonriendo sin malicia alguna.

Antonio estalló en una carcajada, con resignación. ¡Un niño grande! Estupendo, nunca una criatura le había dicho que le consideraba con la misma edad mental que él. Pero a ver quién era el guapo que se enfadaba con Francis cuando éste sonreía de aquella manera, con ilusión y verdadera felicidad. Quizás sí que tenía razón y la gran mayor parte del tiempo se comportaba de manera infantil. ¿Qué tenía de malo? A él le gustaba disfrutar de las cosas simples, intentar hacer reír y pasarlo bien. Era una buena estrategia, y la prueba era que Francis le encontraba más divertido. Quizás por eso el niño parecía charlar más con él que con ningún otro.

A las tres de la mañana, Francis estaba rendido sobre el sofá de una de las salas de estar. Se habían aposentado y habían estado jugando a Dragones y Princesas. Francis había elegido presto ser el dragón, así que a él no le había quedado nada más que ser la princesa. Mientras Antonio recogía una librería que se había caído al suelo -o quizás era mejor decir que la había tirado él al darle un golpe- por jugar sin estar pendiente de su entorno, el francés se había tumbado sobre el sofá. Cuando terminó y le echó un vistazo, el pobrecillo estaba durmiendo, agotado por el trote que se habían pegado. Sonrió y le tapó con una manta pequeña que tenía allí para lo mismo. No era la primera vez y quizás tampoco sería la última.

Avisó a Ana de que iba a ir fuera a cazar para que ella o alguna otra criada vigilara a Francis y entonces salió al frío de la noche. El cielo estaba estrellado, pero no se paró a mirarlo ni un momento. Quería ir rápido y regresar por si acaso el niño se despertaba y podía jugar un rato más con él. No le importaba tener que volver a ser la princesa o estar media hora recogiendo libros caídos por su propia torpeza.


La noche siguiente, cuando Antonio se levantó de aquella caja de madera en la que estaba tumbado, la miró con el ceño fruncido. Puso las dos manos sobre uno de los extremos del ataúd y empezó a empujar, haciendo que se deslizara por el suelo, en dirección a un pequeño cuarto en el que guardaba sus chaquetas de invierno cuando no era el momento. Suponía que ahí le cabría si lo ponía de pie. La cerradura tenía una llave, por lo que no sería ningún problema que Francis intentara abrir, ya que no lograría nada. Se llevó media alfombra y descubrió que hubiera sido mejor idea cogerlo con sus propias manos. Tenía la fuerza suficiente, no hubiera supuesto un suplicio. Bueno, ahora el daño ya estaba hecho. Lo levantó, para ponerlo en vertical y cerrar la puerta, y en ese momento escuchó una voz a sus espaldas.

- La madre que te parió quién sería... -dijo.

Antonio soltó el ataúd y tuvo que apresurarse para cogerlo e impedir que impactara contra el suelo, produciendo un estruendo de mil demonios. Ladeó el rostro y observó a Hendrik, que rápidamente cerraba la puerta y se acercaba con grandes zancadas hacia él. No entendió por qué, pero le ayudó a apoyar el ataúd contra la pared, tiró de él y cerró la puerta. Pero, a pesar de la ayuda, Antonio comprendía que el holandés no estaba feliz ni mucho menos. Esperaron en silencio, mirándose a los ojos, hasta que finalmente el rubio estiró la mano y entre el dedo índice y pulgar agarró el lóbulo de la oreja derecha del hispano, el cual empezó a quejarse.

- ¡¿Es que estás estúpido perdido?!

- ¡Ay, Hen! Deja de apretar, no seas bruto... -le pidió mirándole implorante- ¡Francis me ha pedido si podía dormir conmigo! ¿Cómo pretendes que le cuente que tengo un ataúd en la habitación? Es un niño, pero no está lobotomizado para que eso no le resulte extraño.

- Al que le han extirpado parte del cerebro es a ti, español estúpido. ¿Hasta dónde vas a llegar? ¿Ya le estás buscando una familia? Porque, que recuerde, no te he visto hacerlo ni una sola vez.

- ¡Claro que lo haré! -replicó enfurruñado Antonio al ver que el tema se iba hacia unos terrenos en los que él estaba en clara desventaja- Lo que pasa es que he estado muy ocupado estos días cazando y ocupándome de él el resto del tiempo. Pero lo voy a hacer. No voy a quedármelo, te lo dije. Lo del ataúd es algo temporal también.

Entendía que se pusiera tan a la defensiva, pero no estaría demasiado de aquella manera. Cuando Ana se lo llevara, sacaría el ataúd y luego lo iría guardando. A los vampiros les producía una gran tranquilidad el dormir en aquellas cajas, que no dejaban pasar la luz. Era como si fuera de ese sitio estuviesen constantemente alerta y el cuerpo se resentía de pasar del estado de vigilia al sueño profundo, producido por el influjo del sol. Sólo cuando renació como vampiro había pasado una temporada durmiendo en una cama, pero luego también prefirió meterse en esas cajas, recogido, protegido por aquellas paredes y telas sedosas. Quizás la inseguridad ya había desaparecido después de mucho tiempo y no pasaba nada si dormía un par de noches fuera, en la cama normal que había en su habitación.

Abrió los ojos sorprendido y tras un segundo frunció el ceño ligeramente, ofendido. No era para menos, Hendrik había levantado el dedo anular de su mano derecha en un gesto vejatorio. Sin decir una sola palabra más, viró sobre sus talones y abandonó la habitación hecho una furia. Antonio hizo rodar la mirada y suspiró con pesadez. Le daba igual si Hendrik no aprobaba sus métodos, pero que al menos se calmara y le dejara hacer lo que él quisiera. No necesitaba lecciones de nadie. Si se arriesgaba a algo ese era su problema. Cerró la puerta del cuartillo donde había metido el ataúd con llave, se cambió de ropa y en ese momento escuchó pasos que corrían hacia su habitación.

Miró hacia la entrada, vio como la puerta se abría con violencia y pegaba un golpe contra la pared, desconchando la pintura y todo. El niño con media melena rubia corrió hacia él y se le lanzó encima, agarrándose a su cintura.

- ¡No vayas a morirte sin decir nada! -le dijo Francis con angustia. Sus mejillas estaban chafadas contra su muslo y se veían más infladas que normalmente. Los ojos azules estaban más brillantes de lo normal, como si tuviera ganas de echarse a llorar.

- ¿Eh? ¿Por qué dices eso, cielo? -le preguntó cogiéndole en brazos para tenerle a su altura. No entendía esa aparición tan repentina y estridente, pero verle así le preocupaba.

- ¡No has venido a decir hola! Escuché que una criada hablaba flojito con otra y se preguntaban si estarías bien. Como estás enfermo, he pensado que algo te había pasado.

- Lo siento, Francis. -dijo con una sonrisa y acto seguido le dio un beso en la mejilla que le quedaba más a mano- Esta mañana he estado preparando la habitación. Me dijiste que querías dormir conmigo, ¿recuerdas? Pues he cambiado las sábanas para que todo huela bien y puedas conciliar mejor el sueño.

Los ojos del niño se abrieron más, su labio inferior descendió y su boca formó un perfecto círculo. ¿Entonces le había hecho caso? Sabía que los adultos, a ratos, prometían cosas que luego por cualquier motivo no cumplían. Antonio era diferente, sincero y alegre, parecía que eso de mentir no iba con él. Dibujó una sonrisa y pudo verse casi un aura de felicidad, brillante, instalada a su alrededor. El hispano también sonrió, aunque se esperaba que estuviera feliz, no hubiera imaginado que tanto. Le daba ternura ese comportamiento. Estuvieron jugando a príncipes y dragones. Esta vez Francis pidió ser el príncipe y al español le tocó correr por la habitación, haciendo ver que era un amenazador ser sobrenatural que quería devorar a un príncipe, el cual iba a rescatar a la princesa. Hizo ver que le había clavado una espada y cayó al suelo, fingiendo que había muerto. Entonces Francis tiró de su brazo para que se levantara.

- ¡Ahora tienes que ser la princesa, corre! -dijo el niño, como un torbellino, hiperactivo.

- Está bien, está bien, ya voy...

Antonio se apresuró y se plantó delante de la ventana. Fingió que miraba hacia fuera, con melancolía, como si quisiera que le rescataran. Curiosamente, no se le daba nada mal, y Francis sonrió contento al ver que el juego era muy realista. Levantó el brazo en el que portaba su espada imaginaria y puso la otra mano sobre su propia cadera.

- ¡No temáis, princesa! Yo, el príncipe Bonnefoy, he derrotado al malvado dragón y ahora he venido a salvaros.

Un rato más tarde, cuando el niño ya empezaba a bostezar, Antonio dio por concluido el rato de juego y agarró en volandas a Francis. El francés se aferró a su cuello y rió mientras apuntaba que se había convertido en un gigante. Antonio le dio un beso en la mejilla tras reír, instándole a calmarse. Sólo le faltaba espabilarse de nuevo y que quisiera jugar otra vez. No es que no le gustara, pero un poco de calma no le iría nada mal. Mientras le quitaba la ropa para ponerle aquel pijama improvisado, Antonio frunció el ceño. Aquellas ropas que Ana había conseguido del hijo de su vecina no estaban mal, pero se veían antiguas y desgastadas.

- Le voy a dar dinero a Ana para que mañana te lleve a comprar ropa. Si te gusta alguna cosa, se la pides y le dices que yo te he dado permiso para que elijas lo que te quieras. -comentó el hispano mientras movía sus pequeños brazos para que los metiera por las mangas de la camisa holgada.

- ¿Tú no vas a venir? -le preguntó el rubio con una expresión apenada.

- Cielo, ya sabes que no puedo salir a la calle durante el día. Además, los comercios cierran pronto ya que a nadie le gusta regresar a casa cuando es de noche. No sé si encontraríamos algún dependiente dispuesto a esperar a que yo estuviese despierto para ir.

- ¿Y un día que haya nubes? Las nubes cubren el cielo y no te daría el sol.

- La luz solar, aunque no la sientas, atraviesa las nubes e igualmente te bañan durante el día. Es una enfermedad, no se basa en poder ver el sol o no. Si saliese de día, me pasarían cosas feas y creo que no quieres que eso ocurra, ¿verdad? -murmuró Antonio con un tono dulce. Sus manos, pálidas y tersas, se encargaban de abrochar los botones. Tenía la suficiente habilidad como para vestirle sin tocar demasiado su cuerpo. A veces lo que hacía era lavarse las manos con agua caliente para que éstas tomaran esa temperatura o se las frotaba hasta que se calentaban. Era un problema, pero al parecer no era algo de lo que Francis se hubiese dado cuenta hasta el momento. Antonio solía llevar ropa encima, así que cuando el niño lo placaba o se le abrazaba, solía encontrarse con la calidez de las prendas.

- No quiero que eso pase. -replicó Francis con una expresión aún más entristecida si eso cabía. El tema de su supuesta enfermedad parecía afectarle en sobremanera.

- Ana tiene buen gusto al elegir prendas, puedes confiar en ella. Te comprará ropa buena.

Francis asintió con la cabeza, pero no con demasiada energía. Seguro que ya volvía a estar cansado y somnoliento. Echó las sábanas y la colcha hacia abajo y azuzó a Francis para que se metiese en la cama. Le cubrió con las telas y él se tumbó a su lado, sobre todas ellas. Rodeó con su brazo el pequeño cuerpo del niño y daba suaves palmaditas sobre su cuerpo. El rubio cerró los ojos y, por primera vez en unos cuantos días, se sintió más seguro al percibir aquella compañía a su vera. Pudo notar los labios de Antonio sobre su pelo, murmurando un buenas noches tras el beso. Por si aquel ambiente no fuera suficiente para conseguir que se durmiera, el hispano empezó a cantar lo que parecía una nana. No era una melodía que hubiese escuchado antes y el español que usaba tenía palabras raras que no entendía. Sabía cosas de castellano, pero aún era muy pequeño como para tener el mismo dominio del idioma que Antonio. Casi una hora después, el vampiro se dio cuenta de que Francis respiraba pesadamente y que su rostro y sus miembros estaban relajados. Sonrió y permaneció de ese modo durante un rato más.

Era curioso. Antonio nunca había pensado en tener hijos, la verdad, pero aquella sensación era bastante agradable. De todos modos, no podía encariñarse más. Francis no podía quedarse con ellos, lo mejor sería que se fuese con una familia de acogida que le diera todo lo que un humano podría necesitar. El vampiro tenía dinero, pero no tenía tiempo para pasar con él. No podía permitir que Francis durmiera por el día y viviese por la noche; eso no le haría bien a un niño.

Ana pasó a las tres por la habitación y le informó de que iba a marcharse. En los brazos llevaba aquel abrigo con el que cubría a Francis cuando lo cargaba para llevarlo a su casa. Con anterioridad no volvía cada día a casa a descansar. El Castillo de los Fernández contaba con numerosas habitaciones para la gente del servicio y eran muchos los criados que se quedaban por allí a dormir para no tener que venir por aquellos caminos serpenteantes a oscuras. El invierno se notaba demasiado por esos lares y todos evitaban pasar frío. Pero, desde que Francis estaba en esa casa, Ana sentía que si se quedaba en el Castillo el niño podría escaparse e ir a espiar a su señor. Antonio estaba bastante contento últimamente, se le veía lleno de ideas e ilusiones, y pensar que pudiera descubrirlo le aterrorizaba. Por eso se lo llevaba a casa, con su madre, para evitar cualquier susto posible.

Ella también deseaba que Antonio encontrara pronto una familia de acogida para aquel chico. Le tenía mucha estima a su señor, pero no dejaba de ver que aquel no era el entorno idóneo para un niño de cinco años. Necesitaba el calor de una madre y un padre. Aunque Antonio era cariñoso, no dejaba de ser un desconocido. Cogió a Francis en brazos y éste no se movió ni un milímetro. La mujer apoyó la cabeza del chico contra su pecho y le cubrió con el abrigo, cuyo interior estaba forrado de piel de borrego. El invierno del 1902 estaba resultando uno de los más fríos que muchos recordaban, era mejor protegerse contra aquello.

Cuando se quedó solo, Antonio observó el reloj de pared. Aún le quedaban un par de horas antes de que el sol se empezara a levantar. Se atavió con un grueso abrigo, guantes y una bufanda. Abrió la puerta y se adentró en aquella noche, iluminada por la luna llena que se alzaba como reina y señora del cielo. Esa jornada tenía sed de sangre humana, así que tendría que ver a qué pobre desgraciado le tocaba ser su víctima. Procuraría ser amable y condescendiente, como siempre.


Odio. Poner. Títulos. A los fanfics. He dicho... Aghhh... Llevo días dándole vueltas a la cabeza y al final no se me ha ocurrido nada más aparte de esto, que es seguramente típico y tópico. Pensé en otros títulos, pero me parecía que se centraban en puntos exclusivos, que vienen más adelante, y no me parecía que tuviera sentido centrar el título de todo el fanfic en un punto que no era existencial. Así pues, al final es "La senda escarlata" que quiere referirse no sólo a la vida del vampiro, también al camino que Antonio ha recorrido hasta ese año y todo el que le quedará por recorrer (en el fic y a posteriori del mismo)

Es un fanfic largo, aviso desde el principio, así que os pido paciencia conmigo, con él y sobre todo espero vuestros comentarios, para así animarnos mutuamente a llegar al final òuo'... Como en el fic anterior, no diré el número de capítulos, porque si sabéis cuántos son, luego empezáis a especular y entonces entrevéis si se puede liar la cosa mucho o si ya va a ir a bien. Prefiero las sorpresas :)

Por si no queda claro, Hendrik es Holanda. En este fic salen bastantes personajes también a lo largo del mismo =u= Aunque, como bien está avisado en la descripción, será Frain eventualmente.

Un saludo a todos.

Gracias por empezar a leer un nuevo fic mío.

Nos leemos.

Miruru.