Capítulo 1: En manos del enemigo
- Tranquila. Ya estás a salvo.
Desde que nací, supe que no era normal. La culpa de ello, una malformación única: unas protuberancias cornuales de naturaleza ósea, revestidas por una piel aterciopelada. Además, ser un accidente con patas tampoco ayudaba. Hija de madre soltera, siempre andaba sola. Todo el mundo renegaba de mí y mi madre estaba ocupada saliendo con hombres que se encargaran de nuestra manutención. No obstante, sus logros se transformaban rápidamente en fracasos cuando decidía presentarme a sus parejas. Al verme, salían despavoridos y jamás volvían.
La situación en el colegio no era mucho mejor. Cuando mi madre me dejaba en la puerta, se arrodillaba y se despedía diciéndome lo especial que era, como si esas palabras paliasen las horas de insultos que tenía que soportar en una clase repleta de energúmenos. En lugar de eso, me escapaba y me encerraba en la biblioteca donde me leía cualquier libro que llegaba a mis manos. Eran muchas horas de soledad.
Pasó el tiempo y, con ello, las cosas empeoraron. Mi madre apenas se podía hacer cargo de nuestra, cada vez, más precaria situación. Hasta que un día, casi por inspiración divina, le conoció. Michael era un buen hombre, trabajador como el que más y cuidaba bien de mi madre. Llegado el momento, me vio y se quedó pensativo un momento, en silencio. Al fin, reaccionó y me acarició la cabeza como a un animalillo indefenso:
- Bueno, no somos perfectos – me dijo, sin darle importancia.
Esto hizo que mi madre se decantase por él. Se podía hacer cargo de las dos y no huyó tras conocerme. Así que acabaron felizmente casados. Nos sacó de la caja de zapatos donde subsistíamos y nos trasladamos a su casa, un adosado muy coqueto. Sin embargo, no era oro todo lo que relucía.
Con los años, me di cuenta de que Michael sólo era fachada. De puertas afuera, era un hombre respetable que había rescatado del submundo a una mujer y su mocosa. De puertas adentro, tenía el perfil de un borracho maniaco depresivo que, cada vez que pasaba a su lado, me desnudaba con sus ojos rebosantes de lascivo deseo. En una de sus borracheras, me acorraló en un rincón e intentó propasarse, pero me resistí.
- ¿Sí, ésas tenemos? ¡Pues búscate otro benefactor que te pague tus caprichos! – con "caprichos" se refería a la universidad.
Para depender lo menos posible de ese individuo, salí en busca de un trabajo. Me hice con el puesto de camarera en un bar, un antro en el que abundaban las peleas y los ajustes de cuentas entre los parroquianos. Aún así, me sentía más segura allí que al lado del marido de mi madre.
Michael venía cada vez más borracho, lo que se traducía en una paliza diaria que se cobraba con la primera que se cruzase en su camino. Con la facultad y el trabajo, apenas paraba por casa, con lo que la receptora de su cariño era mi madre.
Una noche, llegó más bebido y cabreado de lo habitual, si cabe, y, como siempre, mi madre en su camino.
- ¡Puta, más que puta! – le gritaba mientras la golpeaba.
- Basta, Michael… – rogaba mi madre desde el suelo.
El agresor se sentó en la cama y mi madre se incorporó un poco, después de tantas bofetadas, acariciándose para aliviar el dolor.
- Me han echado del trabajo. ¿Sabes por qué? Dicen que bebo mucho, ¿te lo puedes creer? – dijo ensimismado. Volvió a centrar su atención en mi madre - ¿Sabes por qué bebo? ¡Para desinhibirme de la mierda de mujer que tengo que aguantar y del engendro que tienes por hija! Así que, estoy así por tu culpa – solucionó.
- Pero, Michael, yo te quiero – dijo mi madre entre sollozos, intentando calmar el ambiente.
- ¿Qué hablas, zorra? – se levantó bruscamente y la cogió de la melena.
En ese momento, entré en la casa. Ante el escándalo, fui en busca del agresor. Abrí su habitación y me derrumbé al ver aquella escena. Mi madre pendía de su melena y Michael la arrastraba como si fuese una muñeca de trapo.
- ¡Mira a quién tenemos aquí…! – dijo con sorpresa fingida.
- ¡Nalya, corre! – chilló mi madre, como si predijese el fatídico desenlace de aquella velada.
- Déjala, Michael. Pégame a mí – me envalentoné.
Sabía que, desde la noche en que me arrinconó, me tenía ganas. Aunque no se atrevía a tocarme, quizás por aprensión, dejó a un lado el asco que le corroía y accedió a mi oferta, seguramente, guiado por su estado de embriaguez. Mi madre intentó evitarlo, pero el desalmado de su marido le propinó una patada en el pecho que le cortó la respiración durante un momento. Entonces, se aproximó a mí y me derribó de un golpe que no puede ver venir para esquivarlo. Caí al suelo sobre mi espalda y se me echó encima como un lobo hambriento ante su presa.
- A pesar de ser una aberración, eres preciosa – babeaba sobre mi cuello, mientras el miedo se hacía presa de mí.
- ¡No, no la toques! – gritó mi madre.
En un vano intento de protección materna, se lanzó sobre él. Antes de poder decir nada, él utilizó toda su fuerza y la despidió al fondo de la habitación con tal puntería que la ensartó en un perchero que había en la pared. Literalmente, la colgó como un abrigo en invierno. Consciente de lo que había hecho, asustado, Michael comenzó a llorar desconsolado. Se dirigió hacia ella y la cogió de la mano, arrullándola mientras pedía disculpas por lo irremediable.
- Oh, cariño, perdona. ¿Ves lo que me has obligado a hacer? ¿Por qué te metes en mis asuntos? – le hablaba como si pudiera responderle.
En ese instante, me di cuenta de que ya no tenía por qué ofrecerme a aquel asesino. Corrí y me escondí en mi habitación. La situación me desbordaba y mi sentido de la supervivencia era nulo en ese momento. De estar un poco más lúcida, habría salido de la casa. Pero no fue así.
- Nalya… ¿dónde estás? – canturreó recuperando la compostura. Estaba tan borracho que iba tambaleándose por el pasillo; tardó más de la cuenta en recorrer los escasos metros que separaban los dormitorios – Toc toc, ¿hay alguien ahí?
Se me heló la sangre, la pesadilla aguardaba tras la puerta. Lo único que se me ocurrió fue esconderme en el armario, pues su entrada era inminente. Así pues, sin que nadie le diera permiso, abrió la puerta de un golpe.
- Nalya, preciosa, creo que estamos solos tú y yo. ¿Dónde te escondes? – decía escudriñando todos los rincones del cuarto, a pesar de ser un cuchitril.
Escudriñaba por todos los rincones del cuarto a pesar de ser un diminuto cuchitril. Ante el horror de imaginarme sola con él, me tapé la boca ahogando un grito de histeria. Sin embargo, mi respiración acelerada por la tensión me delató. Lanzó un grito al aire, victorioso, al abrir el armario y encontrarme temblando. Me agarró de igual modo que a mi madre momentos antes. Me sacó a rastras y me llevó al pasillo, coincidiendo con la entrada a su cuarto viendo aquella dantesca escena, pues la puerta estaba abierta.
Yo me resistía, pero era más grande y fuerte que yo. Me arrojó al suelo y me quitó de un tirón parte de la camiseta que vestía. Se quedó admirando la fisonomía de una joven, cosa que haría años que no veía. Me acarició el pecho, recreándose con cada centímetro recorrido por sus lascivos dedos. Rompí a llorar impotente mientras veía a mi madre a un lado y a su asesino jadeando sobre mí.
- Shh… - me silenció poniendo un dedo en mis labios – No te haré daño…
Se desabrochó el pantalón y se desnudó mostrando un cuerpo maltrecho, a pesar de no ser muy mayor. Cuando se disponía a comenzar la tarea, sentí cómo una oleada de furia emergía del centro de mi ser y se concentraba en la espalda. De allí partió una extraña fuerza que cortó a Michael en un brazo, frustrando así su intento de violación.
- Pero, ¿qué coño…? – se llevó la mano hacia la herida, incrédulo. Me miró con furia recobrada y se agarró a mi cuello con todas sus fuerzas.
- Michael… yo… no…. – intentaba disculparme por lo sucedido con el poco oxígeno que me dejaba, aunque ni yo misma sabía lo que había pasado.
- ¡Calla, puta! Eres igual que tu madre. ¡No mereces vivir, MONSTRUO! – gritó, cerrando más y más mi garganta.
Empecé a notar que se me iba la cabeza, poco a poco la conciencia se desvanecía. Los miembros me pesaban más que nunca, hasta el punto de que no podía moverlos, y la vista se me nublaba. En el último suspiro, sentí la misma sensación que instantes antes. Mis oídos acertaron a oír que algo pesado caía al suelo. Acto seguido, las manos que se enroscaban alrededor de mi cuello perdieron fuerza hasta soltarme, aunque ya era tarde.
Poco después, las fuerzas volvieron a mí y un impulso de huida tomó el control de mi cuerpo. Intenté salir de aquel lugar pero algo me retenía. Una cadena me unía a un cuerpo semidesnudo. Me fijé más detenidamente. Era mi cuerpo tendido inmóvil en el suelo. Junto a mí, el torso de Michael. Su cabeza distaba varios centímetros de su cuerpo. Horrorizada por la escena, tiraba una y otra vez de la cadena cuyo extremo se hallaba unido a mi pecho. En ese instante, otra persona se levantó, Michael en mi misma situación.
- No me gusta dejar las cosas sin terminar – habló con una macabra sonrisa.
Pretendía acercarse a mí, pero la longitud de su cadena no se lo permitía. Era tan obstinado que, en un derroche de fuerza bruta, rompió los eslabones que lo ataban a su cadáver. De repente, empezó a chillar como si lo estuviesen matando, llevándose las manos a la cabeza de donde salió una máscara blanca que le cubría el rostro. Su cuerpo empezó a deformarse adquiriendo una forma alargada. Se había transformado en un monstruo.
Quería correr pero no podía. Mientras pensaba en las posibilidades que tenía en aquella situación, me empujó con un brazo y me empotró en la pared del pasillo. Cuando el monstruo iba a asestar el golpe de gracia, apareció ante mí un chico vestido con unas ropas negras, de corte asiático, armado con una espada que detuvo el ataque.
Se puso a luchar con él, destrozando todo a su paso. Con uno de los mandobles, consiguió abrir una fisura en la máscara mostrando en su interior a Michael. Me miró con ojos de compasión, en silencio buscaba mi perdón, como si aquello fuese un pisotón que te da un desconocido en la calle.
- Reza para que vayas a un buen sitio – sentenció el chico de la espada.
A continuación, le atizó un golpe en la cabeza y se apartó de él. Actuó en consecuencia pues, ante nosotros, apareció unas puertas enormes que se abrieron y absorbieron a Michael, o lo que quedaba de él. Dentro pude ver cómo unas figuras indefinidas se ocupaban de acuchillarlo sin tregua. Justo después se cerraron y desaparecieron de mi vista.
- Menuda pieza de tío… Bueno, una cosa hecha – se sacudió el uniforme claramente aliviado.
Se giró y me vio medio desnuda, acurrucada en un rincón y tiritando de miedo. Por primera vez desde su aparición, le observé con detenimiento. Se trataba de un joven alto, de pelo corto y moreno. Lo más llamativo y distintivo en su rostro era una cicatriz que le cruzaba el ojo izquierdo hasta la mejilla.
Se me aproximó con el mango de la espada dirigido hacia mí. Me sentí amenazada por aquel hombre, a pesar de haberme salvado. Quién sabía si me llevaría al mismo destino que a Michael. De nuevo, esa fuerza cortante emergió de mi espalda hacia aquel chico. Consiguió esquivarlo, aunque no lo suficiente rápido pues le alcancé el uniforme.
- ¡Cuidado con eso…! Andamos cortos de presupuesto y sólo tenemos un uniforme de repuesto, ¿sabes?
Quizás para ganar tiempo y tranquilizarme, se dedicó a curiosear por la estancia sin pedir ningún permiso. Abrió y cerró los cajones de la cómoda, revolvió la ropa que encontró, inspeccionó el armario, cotilleó la mesita de noche, estudió los títulos literarios que descansaban en la repisa sobre la cama… Al no encontrar nada de su agrado, observó las huellas del crimen. Rápidamente determinó que, ante la ausencia de armas, fui yo la que decapitó al asesino.
- Tú solita eres un arma letal. El jefe siempre me lo recuerda, pero tengo memoria de pez – se excusó con una amplia sonrisa que prácticamente iluminó la habitación.
- ¡No te acerques o te mato! – le amenacé.
- A menos que sea tremendamente torpe, que no es mi caso…
Hablaba con aire distraído pero, en ese preciso momento, se calló. Me clavó sus castañas pupilas para desviarlas al segundo siguiente, casi diría que avergonzado. Respiró hondo y suspiró profundamente, como si hiciera acopio de la firmeza que necesitaba para proseguir. De nuevo, me dirigió su mirada, esta vez rebosante de una ternura que no estaba segura de merecer.
- Pequeña, es difícil morir dos veces.
- ¿Estás muerto? – me sorprendí.
- No sólo yo…
Mis ojos se llenaron de incredulidad. No daba crédito a lo que sugería. ¿Yo, muerta? Tenía que ser una broma de muy mal gusto. Aún no había terminado los estudios, ni siquiera había conocido a nadie… especial. ¡¿Cómo era posible?! ¿Dónde estaba el túnel y la luz al final? El escepticismo fue engendrando una rabia incontenible. ¿¡Qué timo era éste?! ¿Acaso me había convertido en un fantasma? ¿De ésos que flotan por ahí, cubiertos con una sábana y una cadena? Desde luego, ya iba provista de una cadena enganchada al pecho…
Absorta en mis propios pensamientos, no percibí que el chico se abalanzó sobre mí y me sujetó de los hombros. Debió ver el auténtico terror dibujado en mi rostro, por lo que intentó calmarme con unas palabras que sonaban a frase estándar del libro de procedimientos de algún funcionario.
- Tranquila, irás a un lugar seguro.
- ¿Qué…?
- Que he venido para llevarte a un sitio mejor.
Lejos de escucharle, un potente rayo incidió en mi mente. Mi madre. La última vez que la vi, el perchero de su dormitorio la atravesaba quedando colgada. No podía creer lo egoísta que había sido. No me había acordado de ella hasta ese instante. Sí, de acuerdo, no éramos las mejores amigas. Pero no dejaba de ser mi madre.
- ¿Qué pasa con mi madre? ¿La vas a dejar aquí?
- Ya no está aquí. Una compañera la facturó mientras tú agonizabas.
- ¿Cómo sé que no me mientes? – intentaba escrutarle con la mirada.
- Somos una máquina bien engrasada. Nos enorgullecemos de nuestro trabajo – declaró como si fuera la declaración de objetivos de una empresa competitiva.
- ¿Iremos al mismo lugar?
- No lo creo… - desvió la mirada.
- Pero, ¿estará bien?
- ¡Pues claro, mujer! Ya te he dicho que no te preocupes. – recuperó el ánimo.
Me levanté del suelo con la intención de seguir preguntando, pero él me detuvo con una mirada llena de hastío. Lo que ocurriera a partir de ahora lo descubriría por mí misma. De modo que cerré la boca y me coloqué delante del chico de la cicatriz, a la espera de lo que fuera a pasar.
- Siempre y cuando no caiga más allá del 50…
No acerté a escuchar lo último que dijo, pues me golpeó la frente con el mango de la espada. De repente, sentí que el suelo se desvanecía bajo mis pies y me sumí en un resplandor de luz cálida que me cegó por completo.
