Así como escribo estas palabras, mi mente no para de divagar en los recuerdos que es encuentran en la laguna del subconsciente. Sin lugar a donde ir, estos reflejos difusos del pasado van y vienen hacia mi lado consciente, para luego sumergirse de nuevo en el lago del que nos cuesta tanto sacar algo provechoso. Antes, cuando veía estos reflejos volar y asomarse a mi entrada metal, no me importaba su apariencia difuminada y sus danzas caóticas, saliendo de la laguna por miedo a olvidarse. Sus apariciones eran igual de irregulares y desordenadas, asomándose tan poco rato que apenas notaba su presencia.
Pero ahora tengo miedo. Los reflejos difusos se han vuelto formas demasiado concretas, con terribles palabras e imágenes terroríficas acompañadas de solemnes y oscuros cánticos que anuncian que el presente no será mejor que el ayer. Invaden mi mente y la destrozan día a día, sumergiendo mi consciencia en la oscura laguna del horripilante pasado. Si he de liberarme de estos demonios, solo se me ocurre una forma de hacerlo y esta es la muerte. Pero la muerte me resulta demasiado lejana en estos momentos, por lo que no tengo más remedio que aliviar mi mente mediante la escritura. No tengo a nadie en particular para mandárselo, pero es la única forma de atenuar el dolor que se me ocurre. Empezaré desde el principio de todo, aquel día de serenidad hace tres años:
1275
La posada Espina de Ángel de Puerto Real siempre había tenido una clientela de lo más variada: ladrones, mercenarios, matones y chusma por doquier. Los bardos que venían por aquí cantaban para mantener la calma del lugar y sus cuellos libres del filo de un cuchillo, pero casi siempre acababan vapuleados y tirados en la calle al fallar las notas.
Pero la noche de ese día no había ningún bardo, si no un joven que había fracasado en su última conquista. Medio borracho, había acabado en este lugar de mala muerte y entretenía a los matones con ridículas historias de heroísmo:
-…y el caballero cogió su lanza y la *hinks* clavó en el corazón de la bestia, liberando al pueblo *hinks* del oeste de su maldad para siempre.
-¿¡Dónde están la 'damisela en apuros y las princesas de pechos grandes! ¿El 'caballero' la tenía corta o qué?
Carcajadas resonaron por todo el establecimiento con el comentario y el joven cuentista calló por el mareo al suelo. Se levantó y se sentó en la primera silla que sus manos delgadas notaron.
-Esta es mi silla, chico.
Levantó la vista del suelo, para vérselas con una figura encapuchada en el otro lado de la mesa. No pudo ver con claridad la parte visible por las copas que llevaba encima, pero por la voz estaba seguro de que era una mujer.
-Perdóneme, mi señora, pero diría que no nos han presentado debidamente. Me llaman *hinks* Arthur y soy poeta.
-Fracasado supongo.
-Bueno, usted lo llamará fracaso, pero yo lo llamo 'desentendido'.
-Perdóname, pero su rima 'desentendida' es igual a la de un niño que conocí en una selva salvaje. No sabía ni escribir ni leer.
-¿Me está comparando con un niño animal?
-Eso sería un insulto para el niño animal.
-*hinks*Disculpe, aún no he escuchado su nombre…
-Seguro que puede inventarse uno con su 'rima desentendida'. Ahora largo de mi mesa.
-Pero si aún no hemos empezado ni a conversar vos y yo.
.-¿¡Dónde está el cuentista! ¡Empiezo a aburrirme!- gritó un matón con cara de pocos amigos.
-Vuestro público le reclama. Espero no volverle a ver nunca.
La mujer se levantó de la mesa y salió de la posada, dejando unas monedas para el dueño por las jarras. Apenas unos segundos después, Arthur siguió a la mujer a la calle.
Ahora, a la luz de la luna, podía distinguir mejor el metal de la armadura que llevaba al reflejarse en esta la blancura de la luna. Hombros, espalda y parte de los antebrazos estaban cubiertos de placas de acero que despertaban sus sentidos adormecidos. Arthur siguió la luz de la armadura, intentando mantener el equilibrio e intentando no caerse de los tropiezos que daba con las piedras que formaban la calle. No podía ver ningún alma en la calle y solo había unas pocas ventanas iluminadas. La mujer caminaba segura, sin titubear en su movimiento pero con cierta prisa bien escondida. Fue directa hacia un estrecho callejón, lleno de sombras. ¿Por qué la estoy siguiendo? Se preguntaba continuamente sin encontrar respuesta. Su pensamiento fue quebrado cuando una mendiga se le puso delante.
-Por favor, señor, unas monedas, por favor.- La mujer apestaba, pero no podía quejarse puesto que él también apestaba aunque era por distintas razones. La mendiga tapaba su visión, y cuando creía encontrar un hueco la mendiga ponía rápidamente su cara de tristeza delante. Si no le daba algo, estaría así toda la noche. Lanzó la moneda a los pies de la mendiga y siguió su camino. Pero la mujer había desaparecido de su visión. Con desilusión, se cogió su pelo castaño para tratar de sacar alguna idea sin éxito.
Es hora de que me vaya a casa, no creo que la encuentre. Después de todo, no se ni siquiera porque la seguía.
Orientándose como pudo, se dirigió a su casa. Al primer paso, un olor le llegó a la nariz.
Y sabía perfectamente cuál era ese olor. Lo había olfateado mil veces en las posadas que visitaba y en el distrito de los pobres al cual pertenecía. Siguió el olor con paso decidido por los callejones. Ya no se tropezaba ni sentía ese mareo molesto que le había dificultado tanto antes. Su ritmo hizo que llegará en poco tiempo al lugar. Lo sentía, sabía de una manera inexplicable la importancia del asunto y se imaginaba lo que estaba a punto de ver, pero la realidad era más terrible de lo que su mente pudiera crear. La primera sensación al ver la escena tuvo el impulso de vomitar, pero decidió que era mejor resistirse. El cadáver estaba fresco y el charco de sangre parecía que se agrandaba a cada segundo. Los huesos estaban salidos y desencajados, como si algo los hubiera forzado a salirse de su estructura y romper la piel y los músculos.
Nunca se habría imaginado que la mujer moriría de esa manera. Ni siquiera le había sacado el nombre. Y aún así, una sensación no le abandono en todo este rato. Algo le estaba llamando. Algo en el viento, entre las sombras de la noche, le esperaba pacientemente.
