La primera vez que Kiku besó a un hombre, ni el hombre lo supo.
No hasta después, al menos.
Era un internado para varones, lleno de adolescentes viviendo todos juntos, de modo que sus padres no debieron sorprenderse tanto cuando pasó.
Kiku Honda nunca había sido tan vulnerable como entonces. Para él, todo era una duda. Nunca había podido describir sus sentimientos hacia los demás muchachos; era una sensación rarísima, tan indescifrable como irresistible.
No fue sino hasta que besó los labios dormidos de Alfred, que finalmente comprendió.
Primero, los labios. Suaves y carnosos. Húmedos de cerveza. Relajante, adictivo, placentero. Era como si se encontrara consigo mismo. Era como tomar una bocanada de aire al emerger del agua. Como llegar a casa luego de un día larguísimo.
Como si, al fin, todo estuviese en su lugar.
Incociente de borracho, Alfred dormía profundamente. El beso se alargó, el sabor amargo de la cerveza se intensficó, y Kiku se preguntó en cómo había podido vivir sin esto.
Las dudas entonces le parecieron estúpidas, porque en realidad todo era tan simple. No era más que amor.
No existía nada más que Alfred y él, compartiendo ese glorioso momento en la habitación del internado. Era imposible liberarse; el amor lo había esclavizado a través de un beso donde no habían sonidos ni imágenes, sólo Alfred...
Alfred.
¿Cómo había vivido sin él? Una voz en su mente le advirtió que ya nunca podría. Todo lo que había sentido hasta entonces era insignificante en comparación. Se dio cuenta de que había estado tan solo...
Según Kiku supo después, alguien había tocado la puerta en algún momento. No sabe si no lo escuchó por el sigilo de los golpes, o porque el sabor de Alfred obligó a su mente a ignorarlo.
Lo único que sabe es que no oyó nada, y hasta el día de hoy no recuerda ningún sonido más que el de la puerta abriéndose con fuerza.
Las bisagras chirriaron y la magia se rompió. Kiku sintió que se moría, pero esta vez no de amor.
Alguien gritó en el umbral, despertándo a Alfred.
Después, nada.
