Notas iniciales: este fic es el más ambicioso que toda mi vida fickera, incluso más fumado que File, y ha estado guardado en el rincón más oscuro de mi carpeta de fics por meses. Y es que me da miedo que sea abandonado por años como mis otros long-fic con casi todos los personajes.
Su historia es un poco loca y es que de primera lo imaginé con un fic cómico en donde los papeles de digimon-humano se invirtieran al puro estilo del Planeta de los Simios y un elemento extraño como un pedazo de papel aluminio en microondas como un episodio de los Simpson. Luego evolucionó con cada detalle que iba agregándole en mi mente para finalizar en algo completamente distinto al escribirlo. Llevo tres capítulos escritos y de seguro sigue en proceso de cambio a medida que siga escribiéndolo. Podría decir que ya no es cómico, es una mezcla de aventura y ciencia ficción en la que Koushiro será, en principio, el protagonista. No garantizo que haya mishiro porque cada vez los siento más distantes. Es una historia completamente distinta del universo de Syb y espero que les guste.
Nexus
Capítulo I: «Significa encendido.»
Koushiro Izumi, jefe del departamento de Bioingeniería Digital.
Código: 120524895.
Su tarjeta de identificación aún colgaba de su pecho, la banda magnética estaba llena de polvo pero sabía que debía funcionar si es que alguna vez llegaba a su destino. Intentó mover las muñecas sin mucho éxito, el dolor que sentía en ellas a causa de las amarras ya se había silenciado, cuando el hambre y el cansancio se hicieron presentes. Había caminado todo el día con las manos atadas a su espalda, siguiendo una caravana en medio del desierto. Esa mañana había estado en el laboratorio, mirando insistentemente el reloj digital pegado a la pared.
Ese día cerraban el proyecto, el laboratorio y el mundo digital. Volarían las conexiones, la memoria, todo. Nadie podría atravesar nunca más los portales, y nadie podría salir jamás de ese mundo inhóspito. Miyako había sintetizado una nueva versión de la vacuna pero no había sido probada y era la última esperanza de que la milicia no tomara las riendas del asunto, pero algo salió mal. Un trabajador del área de contención había muerto esa misma mañana en las fauces del compañero de Taichi y la vacuna quedó en el olvido.
—Anda, cerrarán las puertas en doce horas —le dijo Miyako a medio día, extendiéndole la vacuna final. Debía ir a inyectárselo a uno de los sujetos cautivos en la Pirámide Invertida, monitorear las respuestas a sus estímulos, su grado de conciencia y, por último, la agresividad que las otras vacunas habían generado—. No puedo hacerlo yo —indicó con tristeza, en unos cuantos meses se convertiría en madre y esa era una misión suicida.
—Iré yo —respondió finalmente, tomó el estuche refrigerante que contenía la vacuna y le sonrió—, volveré en ocho horas.
Desde esos momentos, ya habrían transcurrido más de veinticuatro y las puertas habrían explotado. No tenía fuerzas para seguir caminando, ni siquiera podía pensar más. Las cuerdas se ciñeron más a sus muñecas cuando sus rodillas se le doblaron y cayó al suelo. Ya no podía sentir la punta de los dedos y podría adivinar que ya estaban pasando al color azul. Sintió que uno de los hombres encapuchados gruñía y volvía por sobre sus pasos para picharlo con una lanza. Vestía lino ligero a diferencia de él, que traía una chaqueta gruesa para deambular en las instalaciones de la Pirámide. El olor fétido a sudor mezclado con otros fluidos le llegó a la nariz al pelirrojo, frunció la nariz.
—Camina —dijo el hombre, a su lado se veía enorme. Su sonrisa amarillenta era lo único que pudo ver del individuo que lo aprisionaba.
—Necesito agua —susurró, la saliva se le había espesado y de su nariz colgaba una gota de sudor. Sabía que estaba cargada de sal pero aún así le apetecía beberla. No era justo perder tanta agua en tan poco tiempo y no poder reponerla. El hombre con dentadura rancia solo sonrió a modo de respuesta.
—No recibirás nada, humano. —Koushiro abrió de par en par los ojos, sintió que el sudor que corría por su espalda se helaba y su corazón se detenía. Miró al hombre de lino y reparó en su enorme mano con la que tomaba la lanza, estaba cubierta de vello anaranjado, grueso y sucio, sus dedos eran grandes y terminaban en uñas blancas. Koushiro llevó su mirada hacia los demás hombres que los mantenían cautivos, todos cubiertos de lino y lanzas en sus manos, distintas estaturas le hacían pensar que el vello anaranjado no era el único rasgo inusual. El hombre velludo lo tomó del cuello de la chaqueta y lo obligó a levantarse, luego lo empujó—. Caminen, asquerosas bestias, caminen.
El día transcurrió sin alguna variación, ellos caminaban por el desierto. Humanos atados con una cuerda gruesa y seres encapuchados y armados guiándolos a base de golpes e insultos. Koushiro trató de recordar cómo era que lo habían atado pero todo había sido tan rápido que poco podría narrar: luego de atravesar el portal, caminó sigilosamente por la selva que precedía a la Pirámide, cuando le golpearon en la cabeza para que perdiera el equilibrio. Era mediodía en esos momentos y despertó atado a un poste de madera junto a otros hombres y mujeres, todos sucios y desprovistos de ropa que le dijera algo de sus puestos de trabajo. Él llevaba la chaqueta de algodón grueso de color blanco, distintivo de los científicos que trabajaban en el mundo digital, no vio chaquetas de milicia ni de político o de visitante, solo habían telas sucias y desgarradas que suponía debieron usar por largo tiempo hasta quedar en esas condiciones.
Unas horas después de despertar e intentar sin éxito hablar con el resto de las personas atadas, llegaron los seres de lino y se llevaron los trece mejores especímenes. Él estaba en mejor estado pero se deterioró más temprano que el resto, ya que no estaba acostumbrado a caminar bajo el sol durante largos tramos.
De noche, les permitieron descansar y beber agua hasta que arribaran carromatos que los llevarían a la ciudad. Koushiro se mantuvo alerta como pudo: estaban sobre una colina, los habían dejado formando un círculo, espaldas contra espaldas; en el perímetro estaba iluminado con antorchas, dejando en la completa oscuridad lo que había detrás de la pared de luz. Los hombres encapuchados se apostaron al pie de la colina con sus lanzas, como si quisieran protegerlos de algo más terribles que ellos mismos. El científico trató de soltarse de las amarras por milésima vez, estaba cansado de ellas, pero no sabía qué haría si conseguía zafarse. No podía correr colina abajo ya que no podía ver la posición de sus captores. Los escuchaba gruñir, murmurar, incluso reírse, pero no era suficiente. Más de alguno podía ser silencioso.
Comenzó a transpirar a causa del esfuerzo y de las antorchas, cerró los ojos, debía pensar. Siempre había salido de sus problemas pensando, analizando las variables y buscando una solución. Cuando no existía alguna, era porque no era un problema. Volvió a abrir los ojos, el único inconveniente era que, aún si podía escapar de los hombres encapuchados, podía caer en peores manos. Pensaba en Miyako, en lo culpable que debía sentirse ahora que él estaba perdido, que habían destruido para siempre la salida y nadie sabía dónde estaba. Y lo peor es que no sabía qué estaba pasando al otro lado de la Puerta.
—¿Cómo se llama esta región? —Preguntó de pronto a la chica que estaba a su lado. Su piel era morena bajo las laceraciones de las muñecas y la capucha harapienta que usaba. Ella negó con la cabeza, quizás no sabía la respuesta—. ¿De dónde eres? —Murmuró entonces y ella levantó la cabeza, visiblemente molesta. Sus ojos eran oscuros, al igual que su cabello lacio. Algo en la chica se le hacía familiar.
—¿Quieres callarte?
—Necesito entender —dijo casi suplicando. Uno de los hombres de lino se molestó por lo que los mandó a callar, la chica frunció la boca, lo que había tratado de evitar había sucedido—. Por favor.
—Soy de las Islas del Sur, ¿está bien? Y no sé dónde estamos, pero lo más probable es que nos estén llevando al Gran Mercadoa vendernos. —El relato de la muchacha no le hacía sentido alguno. Este no era el Digimundo que él conocía. La chica de piel oscura lo miró con los ojos entornados, esperando que él dijera algo más en sus ansias por hablar. Había humanos que les daba por hablar demasiado cuando se sentían nerviosos, era el caso del Curandero de Algas que vivía a las orillas del continente. Era casi ciego y torpe, pero podía sacarte la fiebre del mar en unas cuantas noches. Lo miró molesta, su ropa era extraña, casi parecía tejida por los mismos demonios que los habían capturado—. ¿Te escapaste de la casa de uno de ellos y te volvieron a capturar?
—¿Qué? —respondió con un tono de voz que le indicaba que estaba abrumado.
—Tu ropa, nunca la había visto.
—Yo nunca había visto la tuya —admitió y a ella se le escapó una sonrisa, el pelirrojo también era torpe y extraño—. Soy Koushiro. Mi ropa tiene que ver con mi trabajo, soy científico… O al menos eso era hasta hace unas horas.
—¿Qué es eso? —dijo la chica. El hombre de lino gruñó molesto y apareció desde las sombras, mirándolos severamente antes de volver a su puesto. La chica se mantuvo callada por un tiempo prudente, hasta que el hombre comenzó a hablar con uno de sus compañeros corpulentos—. ¿Y bien?
—Investigo fenómenos, últimamente estaba dedicado a la genética —murmuró, quizás ya nada de eso existía. Las muestras del virus y las miles de vacunas que habían estado desarrollando debían estar ardiendo, los sujetos de estudio debían estar siendo sacrificados o enviado a este lado de la Puerta Digital, si es que todavía existía. Y él, el jefe de investigación estaba perdido entre medio. Si bien, todo eso todavía era una teoría, lo que ocurría frente a sus narices era muy distinto y no llegaba a comprender la lógica del asunto. Los humanos nunca antes habían caído prisioneros, los digimon en cambio...
—¿Genética? ¿Acaso eres un mago, como los de las viejas historias?
—¿Mago? —Koushiro la miró perplejo. Las facciones de la chica cada vez se le hacían más familiares y sentía que el corazón le galopaba ya que intuía que su identidad le haría atar los cabos sueltos—. ¿Islas del Sur, dijiste? —Ella asintió—, no recuerdo tu nombre.
—Es porque no te lo dije —confidenció, ya más calmada cuando vio que sus captores no estaban prestándoles más atención y que el pelirrojo no era un estúpido demencial—. Soy Mina. Recolectora de medicinas en las Islas.
—Te conozco —le dijo con una certeza abrumadora, era la chica de la India que había conocido hace tiempo pero ahora se sentía más perdido que en un principio. Ella parecía congelada en el tiempo, como si apenas la hubiese conocido ayer, mientras que él ya estaba llegando a los treinta años. Mina juntó las cejas en un gesto confuso, si lo hubiese conocido alguna vez, se acordaría. Nadie era pálido ni tenía ese color de cabello en las Islas. El único humano que no compartía las características de los nativos isleños era el curandero miope de las Algas al otro lado del océano—. Pero fue hace años y en ese momento te acompañaba un Meramon.
—¿Mera…? ¿Estás loco? —espetó molesta, alzó la voz causando desagrado en los hombres de lino que pronto empezaron a acercarse al círculo de antorchas para ver cuál era el problema—. Nunca me asociaría a un demonio, estúpido mago.
—Silencio —dijo uno de los hombres de lino, era el velludo de sonrisa amarilla otra vez. Mina cerró los ojos esperando un golpe por parte de él pero un silbido captó su atención—. ¿Un ave?
—No hay aves en esta región, al menos no nocturnas —dijo otro cuyas características no estaban bien definidas. No llevaba la lanza como el primero y sus manos caían a sus costados haciendo que las mangas de lino ocultaran todo. El silbido volvió a oírse, esta vez más cerca.
—¡Prepárense! —indicó el velludo y Koushiro se volteó a ver a Mina a su lado, buscando las respuestas que pudiera proporcionarle. La chica estaba observando las sombras mientras los silbidos se oían de lejos y de cerca, varios a la vez y en solitario, ocasionando el estrés de la compañía de hombres de lino que comenzaron a repartir órdenes por todo el perímetro de la colina.
—¿Tienes algo para cortar? —Preguntó ella de pronto y en murmullos, quitando la vista de indescriptible y llevándola al círculo de antorchas—. ¿Tiene alguien algo para cortar?
—Nadie, de ser así ya nos habríamos zafado —indicó alguien que estaba de espaldas escuchándola. Era un hombre de pelo largo y envuelto en harapos como el resto—. Tendremos que esperar a que vengan por nosotros.
—¿Quiénes vienen? —Balbuceó el científico, por más que pensara en una respuesta a todas las interrogantes, no había nada lógico de qué sujetarse para formular una respuesta.
—¿Quién sabe? Pueden ser hombres del norte, hombres del Emperador o quizás otros demonios —dijo Mina.
Los silbidos silenciaron y el estrés aumentó entre los hombres de lino. Se los oía correr, murmurar y luego se los dejó de oírseles.
Cuando despertó no pudo evitar sentir que la destrozaban, como si le quitaran a jirones la piel hasta que volvía a esa mugrosa celda en la cual dormía, y sin importar los gritos nadie iría a ayudarla. Sora volvió a tocarle el hombro en la penumbra, sin percatarse de que ya tenía los ojos abiertos, furiosos. «Era una princesa, ahora no soy nada.» Resopló, recordando cómo su corazón saltó entre sueños, al anunciar la llegada de un señor de unas tierras cercanas. Bebía miel para calmarse y debía preocuparse de los horrores que la aguardaban en los perímetros de sus territorios, no en esa celda mugrosa.
—Levántate, debes ir a las cocinas —indicó Sora, echándose al hombro un enorme saco harapiento. Recolectaría bayas, raíces y hierbas; sentiría el sol besar su piel y el aire limpio en sus pulmones, no el polvo de la celda y el olor rancio de las ollas. Mimi no respondió y se volteó sobre la cama que compartía con la recolectora—. Otra vez esos sueños, ¿verdad?
—Son bellísimos —le dijo mientras se incorporaba sobre las sábanas harapientas—. Venían a rescatarme de los salvajes.
—¿Salvajes? Es curioso, así nos dicen algunos.
—Para mí, ellos lo son —opinó, no queriendo dejar su hermoso sueño de lado, quería ver más de lo que la Pirámide Invertida podía ofrecerle.
—Sea quién sea el salvaje, debemos comer —dijo y le dio una palmada en la rodilla—. Hoy iremos por Bosque Oscuro, Yamato dice que demoraremos días en ir y volver. Quizás pueda traerte la Flor del Sueño para que dejes atrás esas fantasías.
A Mimi no le gustó la broma y la vio desaparecer de la celda que compartían.
Las cocinas seguían tan rancias como el día anterior. Los puestos a un lado de cada olla común ya estaban asignados y las chicas luchaban con el espeso ungüento para que no pegara más ranciedad a las ollas. Con una sonrisa, se acercó y con falso remordimiento le preguntó a una de las chicas de las ollas si había algo que ella podía hacer.
—No mucho —le comentó con la frente sudorosa, dentro de la Pirámide casi no había ventilación y el calor que emanaba de las ollas era insoportable—. Podrías llevarles almuerzo a los chicos del puesto de vigilancia.
—¡Está bien! —dijo con pereza fingida. Se echó un saco de harapos al hombro y salió de las dependencias de las ollas mugrosas. Siguió a su nariz hasta donde el olor era menos intenso, ya que la luz allí era escasa. Escaló empinadas rampas a medio roer, sujetas solo por gruesas ramas que comenzaban a dominar el paisaje. Según contaban, a la Pirámide antes la rodeaba un gran desierto seco. Trepó guiada por la luz y por fin comenzaron a llegarle a los oídos sonidos propios de un asentamiento humano. El golpe de metal cortando madera para calentar las inmundas ollas, los gritos de los hombres de lanzas merodeando por todo el campo y los silbidos de los vigías que se comunicaban entre ellos como si fueran pájaros. Mimi se sonrió, odiaba la Pirámide y sus ollas, odiaba estar ocultándose en la mugre, ella soñaba con un palacio, con gente que la adorara y mimara.
—Princesa, ¿qué haces aquí? —escuchó, sabiéndose descubierta. Frunció el entrecejo y bufó, Taichi siempre llegaba a molestarla cuando trataba de alejarse de su prisión. Él como explorador brillaba, por eso no tenía quejas. Ella como cocinera apestaba tanto como las ollas, por eso nunca iba a dejar de escaparse.
—¿Tan temprano espiándome? Consíguete una novia.
—No estoy espiándote —comentó un tanto dolido por lo de la novia. La había perdido cuando con Daisuke se adentraron en la selva para buscar un nuevo asentamiento. Lo que fue triunfo para él y su admirador más cercano, fue el tiempo necesario para que Sora y Yamato se acercaran y se dieran cuenta que eran el uno para el otro. Aunque la pelirroja siempre le negara que tuviera algo antes con el explorador, Mimi sabía que en algo mentía. Sora pestañaba demasiado cuando decía algo que no era cierto—. Estoy haciendo mi trabajo.
—Igual yo —indicó la chica y le dio dos palmadas al saco que traía acuestas—. Pensaba que eras explorador y aún así te veo aquí. ¿No deberías estar explorando algo?
—Y yo pensaba que eras cocinera, preocupada de llenarnos el estómago. —Mimi se detuvo y le dedicó sus ojos entornados, el castaño decidió que era suficiente con su pequeña batalla interminable y aclaró su garganta—. Ayer llegó una compañía del Emperador, dicen que emboscaron a unos demonios hace unos días. Llevaban trece de nosotros para comerciar, unos cuantos se unirán a él, otros pasarán un tiempo con nosotros hasta que los demonios dejen de estas tierras.
—Genial —empezó la chica rodando los ojos—, más bocas que alimentar.
—No digas eso, princesita. Si un demonio te captura, te gustaría que al rescatarte te tiendan una mano, ¿o no?
—Para que eso suceda, tendría que salir de las cocinas bajo tierra —indicó molesta. Levantó la mano en un gesto quela eximía de despedirse, se sabía irracional y berrinchuda pero no estaba dispuesta a ceder ante una sociedad que la obligaba a pulular las sombras y la inmundicia. Estar dentro de una sociedad que no cambiaba desde hace varias generaciones, que como su madre había sido la cocinera principal en su tiempo, su hija había sido condenada a su mismo destino. No estaría tan resentida de no haber experimentado esos sueños que, con cada año que pasaba, se hacían más reales.
—¡Te recuerdo que estás en la superficie! —le gritó cuando ya había caminado más de veinte pasos y ya se encontraba en la herrería del asentamiento. El martilleo constante y el siseo del agua hirviendo al contacto con el metal al rojo vivo la hizo sonreír, no porque quisiera esa profesión dura para ella, sino porque por mucho tiempo había estado enamorada de un aprendiz de herrero que había abdicado para irse con el Emperador.
Suspiró, si había alguien en el asentamiento que la entendía, ese era Takeru. Y para verlo tenía que trepar uno de los árboles más altos que había en los alrededores. Su profesión era de vigía y alertaba a todo el campamento cuando se acercaba una amenaza. Él era un soñador, ella una fantasiosa, y podían encontrarse en medio. Se animó a sí misma, colgó bien el saco a su espalda y se subió la falda harapienta desde sus tobillos hasta los muslos. Por orden de la cocina, las cocineras debían llevar las telas hasta el suelo para cubrirlas del fuego y las salpicaduras de las ollas que usualmente estaban hirviendo; y eso era otro aspecto de su profesión que odiaba. Amaba mostrar sus piernas. Subió por las argollas de hierro clavadas al tronco del árbol, manteniendo su mente en su objetivo, no en el suelo, como Takeru le había enseñado.
—Buenos días —le dijo, con las mejillas acaloradas y cansada por el ejercicio. Con un escalofrío en la espalda a causa del vértigo, se sentó a un lado del tronco, lista para enterrar las uñas en la corteza cuando el viento frío soplara con violencia. Takeru estaba sentado en una rama con la espalda encorvada y las piernas colgando hacia el abismo.
—Buenos días —le respondió él sonriendo. Mimi sacó del saco pan duro y unas frutas, y se las extendió. Takeru aceptó las frutas y ellas se quedó con el resto del botín, ambos suspiraron abstrayéndose en el mar de árboles que se extendía ante ellos. Una pequeña franja en el horizonte de un color amarillento les indicaba que muchos kilómetros más allá empezaba el desierto. Ninguno de los ellos había llegado tan lejos—. ¿Supiste lo que sucedió ayer por la noche? Una compañía…
—Sí, lo sé. Me trae sin cuidado lo que haga o no el Emperador.
—Puede que venga.
—¿Y qué? Reclutará a unos cuantos y se marchará. —Mimi pellizcó el pan y de pronto se le quitó el hambre. Takeru ya se había terminado la fruta y se estaba limpiando su jugo con la manga de su chaleco. Se veía más limpio que los harapos de ella al estar más tiempo al aire libre. Le extendió el pan y miró hacia el asentamiento, consciente del miedo que le daría después. Todos allá abajo trabajaban a gusto con sus profesiones para mantener las generaciones viviendo sin demonios y sin ninguna otra obligación que seguir respirando. No había emoción alguna allí para ella.
—¿Estuviste soñando otra vez?
—¿Cómo lo sabes? —Preguntó sonrojada, sintiendo que por poco la impresión la hizo caer. Takeru era un año menor que ella pero parecía unos tres años mayor. Era más maduro de lo que ella sería, y aunque ser vigía era aburrido y las condiciones de trabajo eran duras en invierno y un poco menos duras en verano, no se quejaba y le sacaba el lado positivo.
El rubio sonrió.
—Siempre vienes cuando pasa eso. Últimamente pasa seguido, no te veía desde la semana pasada, ¿no es así?
—Sí, a la princesa le está molestando algo.
—¿Qué cosa le podría molestar a una princesa? —Preguntó sonriente. Era la única persona que se preocupada por lo que sucedía mientras dormía. Sora quería dormirla con la Flor del Sueño, una planta bien fea que crecía al pie de las montañas y que dormías tan profundamente que normalmente no soñabas nada. Y Tai solo decía que eran sueños y que los sueños no se hacían realidad.
Mimi hizo memoria.
—Creo que amenazan sus tierras y ella no puede hacer nada para evitarlo. Está esperando que pase lo imposible.
—No es un sueño muy lindo —admitió él, dejó el pan a un lado, apoyado en la rama junto a él. Parecía que estaba recordando algo pero finalmente la miró para oír su respuesta aunque ella no tuviera ninguna.
—Ella quiere escapar pero no puede dejar su reino. Es triste pero me siento identificada con ella.—Takeru asintió con la cabeza, varias veces había escuchado los berrinches de la chica de las cocinas y varias veces había descifrado el mensaje oculto detrás de sus palabras. Sabía perfectamente que ella se sentía igual que la princesa de los sueños incluso antes de que se lo dijera.
—Hay veces que hablas de tus sueños y creo que me pasa lo mismo —indicó para subirle el ánimo, Mimi lo miró expectante—. No es mientras sueño, a veces estoy aquí vigilando por horas y no hay más movimiento que el de las copas de los árboles siendo perturbadas por el viento a mis pies y siento que vuelo. He visto el desierto que hay más allá, la fortaleza del Emperador y el mar de agua. Es algo que difícilmente podría imaginar, ¿verdad?
Mimi asintió, ella tampoco había visto una fortaleza de setos y espinos, de flores y hojas, y aún así había estado allí. Sonrió de lado con el pecho inflado de emoción. Sabía que Takeru tenía algo especial desde la primera vez que lo había visto cuando tan solo era un niño llorica y estaba segura que él había visto algo en ella que la diferenciaba del resto. Aunque también lo había visto en Hikari, la hermana de Taichi, incluso quizás más especial que ella.
—Hikari…
—Sí, a ella le pasa lo mismo —respondió él—. Pero ella entrará al Templo para dejar de sentirlo.
—Doncella del Templo, ¿quién lo diría? —Resopló Mimi—. Taichi debe estar muy contento… —Y no, él estaba furioso. Esas chicas se vestían de blanco y se pasaban la vida alabando a una estatua milenaria, murmurando y quemando hierbas aromáticas. Mimi quería decir que a la chiquilla se había contagiado de la «Fiebre del Templo», que ni siquiera las algas mágicas de Jou podrían salvar una fiebre como esa, ya que más que una fiebre, era una locura demencial.
Un cuerno sonó, una, dos, tres veces. Era algo importante y la chica de la cocina sintió el corazón bombeándole en la garganta. Si no la encontraban a un lado de las ollas, sería el fin de su carrera como repartidora y de ver la luz del sol.
—Es mejor que te vayas, Mimi. Debe ser el Emperador.
Mina hablaba por él cuando llegaron al campamento. Luego de la emboscada y la posterior charla con los hombres del Emperador, supo que debía mantener sus preguntas dentro de su cabeza y su boca cerrada. Estaba visiblemente nervioso con todo lo que le rodeaba; en el mundo digital no vivían personas, aunque lo habían intentado unos cuantos, siempre fracasaban en la colonización. Pronto, llegó el virus que hizo imposible la tarea. Algunos compañeros digimon comenzaron a volver a las etapas básicas de crecimientos, mientras que otras crecían y perdían la consciencia. En este lugar, las personas vivían hacía siglos apostadas en campamentos, protegiéndose de los demonios que los atacaban. El encuentro con Mina parecía una curiosa coincidencia, la chica era idéntica a la elegida de la India pero no debían ser la misma persona. La Mina de este mundo era más fibrosa y desconfiada, pero cuando entraba en confianza se asemejaba bastante a que él conoció. Ahora, ella estaba junto a él en una tienda, miraba insistentemente hacia la salida pero se negaba a moverse.
Las preguntas eran demasiadas.
—Necesito ir a la Pirámide —le dijo el pelirrojo. Tenía la tarjeta con la banda magnética en sus manos como si fuera a usarla prontamente. Sin embargo, haberla visto en medio de una selva y un asentamiento hizo que perdiera las esperanzas de encontrar algún indicio de los funcionarios que hasta hace unas horas trabajaban ahí. Mina negó con la cabeza.
—Nadie debe saber que eres mago, si el Emperador se entera…
—No lo soy —repuso él. Mina hablaba de los magos como los que causaron el fin de la era humana. Para ella, estar allí en la Pirámide era una ofensa. Los Isleños del Sur no adoraban a Genai como los norteños sí hacían, como le había dicho la chica. Koushiro se tapó el rostro con ambas manos y luego se las pasó por su cabello rojo hasta la nuca, donde sus manos se detuvieron. Quisiera o no aceptarlo, parecía que se había ido a otra dimensión. Una cruda, incivilizada y extraña. Había visto una herrería, torres de vigilancia y arcos y flechas.
—Solo los magos saben leer los símbolos. —Mina lo había visto cuando pasó sus dedos sobre una inscripción olvidada en medio de la selva, cuando se acercaban al asentamiento. No había podido descifrarlo, él no recordaba todos los símbolos pero sí estaba seguro que eran los mismos que estaban grabados por todo el mundo digital y que había pasado toda la vida estudiándolos—. ¿Qué decía?
—No lo sé… —admitió. Desabotonó la chaqueta para refrescarse un tanto y sus dedos rosaron el estuche refrigerante con la vacuna, quitó la mano y luego de una vacilación, volvió a prender la tarjeta de identificación a su chaqueta blanca y gruesa—. Espérame aquí.
—Te descubrirán —advirtió no muy contenta.
—No soy mago, sólo investigador. —Había decidido dejar de ser un científico ya que la palabra no tenía valor allí, solo eras un cazador, un recolector o explorador. Retiró la tela que lo separaba del exterior y suspiró. Allá afuera todo era ajeno, haciendo que no supiera por dónde empezar. Arrugó la frente cuando miró hacia el cielo y el sol le lastimó los ojos al estar sobre su cabeza, se animó y comenzó a caminar hacia la Pirámide con la espalda recta y sudorosa. Mina lo siguió a unos treinta pasos de distancia, como si quisiera que no supiera que lo seguía.
Nadie parecía preocuparse de él, excepto unos cuantos que abiertamente tocaron la tela de su chaqueta. En ese lugar todo era harapos, faldas largas y lisas o pantalones ligeros y rasgados, así que no se extrañó que su chaqueta fuese tan llamativa, si bien estaba algo sucia luego de su andar por el desierto y por la selva, no se comparaba con los harapos que tenía la gente de ese lugar. La capucha de Mina solía ser linda, notaba que los colores brillaban bajo la mugre del viaje con los hombres de lino. Koushiro no estaba seguro si volvería a su hogar al otro lado de la Puerta, pero de lo que estaba seguro era que si se quedaba, se iría a las Islas del Sur.
La Pirámide estaba ante él, con un aspecto más antiguo y derruido de lo que recordaba. Hace una semana la había visitado y era imposible que estuviese así con el pasar de unos días. Definitivamente no era la misma estructura, en cierto sentido. Dio un paso hacia adelante pero alguien lo detuvo, tomándolo del cuello de la chaqueta.
—¿Dónde crees que vas? —La pregunta era difícil de contestar, ni siquiera él sabía lo que estaba haciendo ni buscando. Se volteó y vio una cara conocida. Cabello castaño y desordenado y piel morena, complexión fibrosa y personalidad altiva—. Solo pueden entrar los nativos de estas tierras, ¿acaso eres de aquí?
—Trabajaba aquí. —No era mentira, pero tampoco era una verdad completa. Koushiro frunció la boca a la espera que el hombre le creyera un ápice—. Alguna vez, quizás, ya no estoy seguro de lo que pasó aquí. Es por eso que debo entrar.
—Lo que dices no tiene sentido. —«Nada tiene sentido», pensó el pelirrojo—, ¿y bien?
—Taichi, hay símbolos allá dentro que pueden ayudarme a entender y poder explicártelo.—El aludido soltó su chaqueta como si tuviera alguna peste y corría peligro de contagiarse. Repasó los instantes previos, seguro de que nunca le había dicho su nombre. El pelirrojo se arregló la chaqueta como pudo y palpó donde estaba el estuche refrigerante, estaba tan cerca de llegar a su objetivo y no podía darse el lujo de perderla, aunque podía asegurar que allí adentro no iba a encontrar ningún sujeto al cual realizarle los estudios pertinentes, y si lo hubiera, no sabría cómo enviárselos a Miyako Ichijouji. Taichi apretó los dientes y los puños, al igual que Mina, era menor que él, pero la diferencia era de unos dos o tres años. Con ella, debía tener unos diez.
—¿Quién eres?
—Soy Koushiro, investigador de bioingeniería digital aquí en la Pirámide Invertida. Estamos desarrollando una vacuna contra un virus detectado en los digimon que apareció hace cinco años, pierden consciencia o sus características hasta llegar a su etapa básica. —Había dicho todo lo que era y hacía con la esperanza de que el líder dejara de desconfiar de él, aún sabiendo que quizás ninguna palabra tendría sentido—. Te conozco, eres mi mejor amigo.
—Para ser amigo primero debo conocerte —resolvió frunciendo el ceño—. Nunca te he visto en mi vida.
—Lo sé, pero también conozco a Yamato, a Sora… A Jou, a... —No pudo seguir, ya que Taichi dio dos pasos hacia atrás como si la peste ya se hubiese propagado—. Tu madre hacía comida terrible pero de alguna forma siempre me gustó. Era saludable.
—¿Por qué quieres ver los símbolos? —rebatió como si quisiera dejar de oír cosas que el pelirrojo no debía saber. Su madre había sido cocinera, siempre preocupada de su labor como Mimi nunca lo sería. Pero ya estaba muerta y él había quedado a cargo de su pequeña hermana enfermiza.
—Quiero saber porqué estoy aquí, verás… Soy de aquí pero vivo en otro tiempo… —Se escuchaba a sí mismo y entendía lo ilógico que se oía. Taichi estaba enfadado y confundido, y lo peor de todo es que estaba solo enfrentándose al hombre de discurso extraño.
—Porque es un mago, por eso quiere ver los símbolos —dijo Mina, acercándose con su capucha sucia—. Los magos son los únicos que pueden leer los símbolos, ¿eso no debería saberlo un norteño mejor que la palma de su mano? —Taichi no respondió, no se veía muy seguido a una isleña tan al norte—. Llévanos a ver los símbolos, por favor.
—¿También los lees?
—No —resolvió con una sonrisa cálida—, él me dijo que me había visto con Meramon y quiero saber más.
—Eso es una estupidez, ningún demonio acompañaría a un humano.
—A ti te acompaña Greymon —indicó Koushiro, aclaró la garganta y miró hacia el suelo, no estando seguro si debió haber dicho eso en voz alta. Le hizo un gesto a la isleña con la cabeza para que entrara a la Pirámide y la ayudó a pasar sobre una gruesa raíz que dificultaba el paso. Taichi cerró la marcha con el ceño fruncido—. Por aquí —indicó y se adentró en la penumbra. Intuyó que hacia donde se dirigía nadie lo había hecho en mucho tiempo, ya que no había suficiente luz para andar sin tropezar y las marcas de hollín de las antorchas desaparecían. No debía servirles de mucho ese lado, y a él, no le servía mucho el lado que ellos ocupaban. Era una extraña y aliviadora coincidencia. No quería que muchos ojos estuvieran pendientes de lo que iba a hacer.
Mina tropezó y él la sostuvo torpemente.
—No deberíamos seguir, no hay caso si no ves los símbolos —murmuró ella.
—Son los símbolos en el centro los que me interesan. —No tenía linterna ni nada para hacer luz. Miró hacia atrás donde Taichi no le quitaba el ojo de encima y sintió que lo estaba poniendo a prueba. Koushiro frunció la boca y se alejó de Mina para acercarse a una pared y leer con la poca luz que llegaba alguna inscripción—. Necesito un marcador… —Ninguno de los dos movió un músculo facial—, un carbón —se corrigió dudoso.
Taichi sonrió y se fue, el ruido de sus pasos alejarse hizo que al pelirrojo se le revolviera el estómago y estaba seguro de que Mina se sentía igual de nerviosa que él. Unos instantes después, el moreno volvió con algo en la mano y se lo extendió.
—No sé qué pretendes pero no hará luz, es parte de lo que quedó de madero de la antorcha.—Con eso bastaba para el pelirrojo, cortó el trozo de madero carbonizado hasta que fuese del tamaño del marcador que había pedido en un principio y volvió a buscar el símbolo. Nunca olvidaría su significado, o más bien, lo que se hacía con él.
—Este símbolo es de «apagado» —explicó con el carboncillo en la mano—, solo se borra una línea y ya. Pero si vuelves a dibujarla… —Cuando lo hizo, una luz tenue comenzó a encenderse sobre sus cabezas, luego le acompañó otra, y otra, hasta que incontables luces aparecieron por el corredor olvidado de la Pirámide—. Significa «encendido».
Gracias por leer esta nueva historia fumada y aventurezca/sci-fi.
