¿Qué debía hacer con todos los recuerdos? ¿Esconderlos en cajas, junto a todo lo que dejaste aquí?
Pergaminos, promesas, maquillaje, memorias, bragas, besos, kunais, caricias.
Y tantas otras cosas que no quería ni contar.
Habían sido años de una relación que solo existía dentro de esas paredes. Afuera la vida Shinobi continuaba y ellos sabían negar muy bien el lazo, la conexión, la singularidad que compartían.
Muchas veces habían hablado el tema; dejar de esconder el secreto, ella con una pizca de ilusión, él reticente. Excusas mutuas para silenciar las voces de su subconsciente cuando les gritaba que era lo correcto; a ella, y que era cruel por negarse; a él.
Al final el asunto de "su pasado" y la seguridad de ella, eran lo que calmaba la conciencia de ambos. Su excusa favorita; que llegaría el momento, que aún era demasiado peligroso.
La guerra terminó y por azares del destino ambos sobrevivieron... Ganaron títulos por su valor en batalla;Tokubetsu Jōnin para ella, Rokudaime Hokage para él. Y la singularidad regresó; los encuentros furtivos volvieron a ser pan de cada rato. Continuaron buscando la redención —por parte de él— y llenar su vacío —por parte de ella— entre besos desesperados y caricias impacientes.
Un año pasó desde que la estabilidad y paz alcanzó Konoha y ella comenzó a buscar lo mismo para su corazón. Un lugar donde anclar; un refugio cálido para su alma. Externó su inquietud mirando los ojos onix y la evasión llegó tan fría que hasta le quemó.
"No podemos llegar a más. No soy para ti" iba escrito en la flecha envenenada que le atravesó su afable espíritu. Ella se alejó en silencio, como un animal lastimado, no, enfermo de muerte. Con la visión nublada en lágrimas y el veneno destruyendo su psique.
Intentó continuar; se aferró al trabajo y a su familia. Por su parte él buscó entre piernas y labios diferentes redimirse del recuerdo de aquellos ojos cafés brillantes y risos castaños regados sobre la almohada.
La paz de ella llegó con el tiempo; igual que el amor. La paz de él se sofocó a partir del día que la dejó marchar.
Sobrevivían a diario; ella en tranquilidad, él en agonía; pero ambos con migajas del otro en el interior.
Y es que la singularidad no se borra cuando tienes al otro en la sangre, cuando tu corazón te recuerda que hay un lugar donde pertenece.
Para bien o para mal estaba escrito, memorizado en lo más profundo del inconsciente; un acuerdo no verbal de existir en el otro; como uno sólo.
