Era imposible creer lo que un varón presenciaba en medio de la nada de una inusitada iglesia casi deshecha; una joven, no, una niña aún, ocho años aproximadamente, poseedora de gran hermosura por esos cabellos rebeldes y el cielo azul encerrado en sus ojos, de rodillas, implorando por misericordia a un ser divino que claramente no se trataba de él sino a alguien divino de quien ya no era devoto. No rogaba por un poco de paz a su vida, ni para poder conciliar el sueño de pesadillas, tampoco suplicaba por el bienestar de sus conocidos, rogaba por él, gritando al cielo entre mares de lágrimas y quejidos desgarradores que no fuera él el protagonista de su peor recuerdo. Ese día, a plena luz, cuando las vidas de sus padres fueron arrebatadas, le fue imposible ver con claridad el rostro de los atacantes, sus pestañas lagañosas y las aguas llenando las cuencas vacías anulaban su visión, pero pudo llevar consigo la pista clave de esa horrible escena, eso era el perfume de la nicotina fusionándose con el pútrido aroma metálico de la sangre vertiéndose por el suelo.

— Padre, perdóname.

La damisela ignoró la presencia del hombre de apariencia robusta a su lado mencionando a su difunto padre, ella permaneció de rodillas con su rostro en alto y apretando sus ojos, entrelazando sus dedos con fuerza hasta que sudor brotará de ambas manos, aceleraba el ritmo de sus oraciones cuanto más cerca se encontraba de ella. Aquel caballero de modales vulgares era indiferente a la infante, como la tanta gente que trataba por negocios, pero era la primera vez que reprochaba sus acciones pasadas y para desatarla del sufrimiento que ha cargado desde ese fatídico día desenfundó un revólver, con total calma, buscando en el bolsillo izquierdo de su pantalón la única bala que había reservado porque se trataba de una ocasión especial para alguien que amó pese a su corta edad. Fue juzgado y terriblemente ella lo amó siendo una inexperta, aún con el trauma que había causado.

— De tus padres me he hecho cargo.

Ella agradeció sin conocer la razón, siendo capaz de perdonarlo por tan dura vida a la que la había sometido y su llanto cesó, aunque sus cuerdas vocales se desgarraron tras esos gritos.

— Siempre fue usted, señor.

Lo observó una última vez reconociendo al fin ese aroma que provenía de ese rostro, después de todo, no era tan desconocido.

— Siempre fui yo, M.