Hello, hermoso fandom de Black Sails 7u7 Es un gusto por fin escribir algo de esta serie, aunque sea una historia cortita (4 capítulos). Me inspiré para hacer algo romántico que involucrara a Billy Bones, ese dios griego que el cielo nos ha regalado.

Los personajes de Black Sails no me pertenecen, son propiedad de Jonathan E. Steinberg y Robert Levine.

UN PIRATA HONRADO

Capítulo uno: El cargamento del Marcela.

Finalmente, después de varias semanas de rastrear el Marcela por las aguas del Caribe, la embarcación se presentaba ante ellos como un espejismo. La silueta era casi etérea, lo cual probablemente se debía al cansancio, el tedio y a la insolación de los tripulantes de cubierta.

Billy Bones, cumpliendo diligentemente su deber como contramaestre, sacó el catalejo y lo apuntó directamente hacia su Parnaso, Paraíso, o cualquier otro mote que se le quisiera asignar a su sueño realizado. El Marcela era la respuesta a sus preguntas; era las monedas de oro que pronto resonarían gustosas en los bolsillos de los piratas, esperando a ser gastadas en el burdel más cercano; era el calmante que los tripulantes necesitaban para dejar de planear motines en contra del capitán con el fin de destituirlo de su puesto, pues Flint había probado una vez más que sabía lo que hacía, a pesar de los inconvenientes del último viaje, y si bien el tesoro del Urca de Lima tardaría un poco más en llegar, sobrevivirían holgadamente unas cuantas semanas una vez que llevaran el cargamento de canela a Nueva Providencia para venderlo.

El capitán Flint salió de su camarote y se acercó a Billy, que estaba en la cubierta de proa. La voz de que habían alcanzado al Marcela se había esparcido como una niebla venenosa y no tardó demasiado en llegar a oídos del pelirrojo. Billy le entregó el catalejo y esperó a que el capitán hiciera lo suyo.

-Es él –dijo Flint devolviéndole el aparato a Billy-. A toda marcha. Cuando nos acerquemos, icen la bandera negra. Si se rinden, los abordamos, si deciden pelear, abran fuego y húndanlos después de tomar el cargamento.

-Sí, capitán –respondió Billy. Se dio media vuelta y empezó a gritar las órdenes a la tripulación. El Walrus bajó las velas para aprovechar el buen viento que hacía en el mar y se dirigió a toda velocidad hacia el infortunado Marcela.

Billy esperaba que se rindieran sin pelear. Era una lástima que tanta gente tuviera que morir cada que robaban mercancía, pero no había mucho que pudiera hacer al respecto. Estaba en la naturaleza de los piratas pelear hasta la muerte y ser sanguinarios, así como estaba en la naturaleza de los ingleses defender su honor a cualquier costo.

Cuando se encontraron lo suficientemente cerca como para leer el nombre del Marcela pintado en la popa sin necesidad de usar el catalejo, Billy ordenó que izaran la bandera negra. El Marcela trató de seguir su rumbo aumentando la velocidad y desviándose ligeramente hacia el Oeste para aprovechar las corrientes de aire y así alejarse de su destino, pero era una pelea inútil contra el Walrus, el cual iba impulsado por el viento y la codicia de los piratas, así como por su sed de sangre.

Las compuertas de los cañones se abrieron y éstos fueron cargados, esperando la señal de Billy. El Walrus alcanzó al Marcela y mantuvo el curso, esperando una respuesta. Billy pudo ver que los tripulantes corrían por la cubierta de un lado a otro, ora discutiendo, ora bajando las velas del mástil central, pero al final, lo único que pudieron hacer fue izar la bandera blanca de rendición. Billy suspiró aliviado y el Walrus se posicionó al lado del Marcela, listo para abordarlo una vez que las planchas estuvieran en posición.

-Tomen el cargamento del polvorín –exclamó Billy desenvainando su espada del cinturón y con la pistola en la mano derecha-. Sin violencia, el Marcela ya se rindió.

Los piratas del Walrus se quejaron por las órdenes, pero obedecieron. El capitán Flint permaneció en su camarote mientras sus hombres se apoderaban de la canela. Había empezado, junto con el señor Dufresne, a hacer cuentas para cuando llegaran a Nassau. Mientras tanto, Billy Bones abordó el Marcela y con la ayuda de los piratas, cercaron a los marineros en el centro de la cubierta.

El capitán del Marcela era un hombre llamado George Wilson, sexagenario, chaparro y regordete. La expresión de desafío no abandonó su semblante en ningún momento. Vio a Billy con odio, pero no hizo amago de atacarlo o de iniciar una revuelta. Una vez que se encontró atado con el resto de su tripulación, mantuvo la cabeza erguida con orgullo. Billy notó, sin embargo, que su mirada viajaba nerviosamente de los piratas a la puerta de su camarote.

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Cuando el contramaestre del Marcela avistó al Walrus, una extraña sensación lo invadió de pronto. No eran aguas comerciales, y sin embargo, había otra embarcación acercándose a ellos, primero lentamente y luego a toda velocidad.

-Capitán, un barco viene hacia nosotros. No tiene insignia ni bandera inglesa.

El capitán Wilson tomó el catalejo y observó el Walrus con expresión indescifrable. Pasados unos segundos, dio la orden de que aumentaran la velocidad.

-¿Cree que sean piratas? –Preguntó el contramaestre, ligeramente angustiado.

-Es probable, estas aguas están infestadas de piratas y mercenarios. De hecho, empezaba a parecerme extraño que no nos hubiéramos encontrado con ninguno en una semana.

-¿Qué sugiere, capitán?

-Nos alejaremos hacia el oeste, si nos siguen, entonces asumiremos que quieren abordarnos.

-¿Podremos vencerlos?

El capitán volvió a mirar por el catalejo y estuvo a punto de sufrir un ataque cuando el Walrus izó la bandera negra. Retrocedió unos pasos en automático y le entregó el catalejo al contramaestre.

-Reconozco esa insignia –exclamó con voz tan débil que se confundió con las olas que golpeaban la embarcación-. ¡A toda velocidad! –Gritó.

El contramaestre no tuvo tiempo de preguntar nada más. Los marineros corrieron en todas direcciones mientras acataban las órdenes, pero por más que el Marcela aumentó los nudos, el capitán contempló a su temible adversario con el rostro pálido. Una serie de cavilaciones después, ordenó izar la bandera blanca.

-¿Capitán? –Había incredulidad en la voz del contramaestre.

-¡Icen la maldita bandera blanca! –Repitió, enfurecido, al ver que sus órdenes estaban siendo cuestionadas. Y mientras el contramaestre cumplía lo dicho, una angustia lo embargó de pronto al recordar que llevaba un cargamento mil veces más valioso que la canela, y que el remitente estaría dispuesto a tomar su vida si le fallaba con la entrega.

En ese punto, el ataque del Walrus le era completamente insignificante. Corrió a su camarote mientras su gente se resignaba al imperioso destino que los azoraba.

La joven que ahí lo esperaba interrumpió su lectura al verlo entrar con aire tumultuoso y lleno de nerviosismo. Sus orbes amielados lo interrogaron y esperaron con una calma digna de una señorita a que le comunicara a qué se debía el alboroto en la cubierta del Marcela.

Wilson cerró la puerta y se asomó por la ventanilla que daba al mar, viendo que el Walrus estaba cada vez más cerca.

-Tenemos problemas.

Louise Wilmer, que así se llamaba la muchacha, lo miró con extrañeza, luego con pánico y finalmente con sosiego.

-¿Qué clase de problemas? –Preguntó con el ceño ligeramente fruncido.

-Piratas –se limitó a responder el capitán.

Louise Wilmer palideció y cerró el libro en su regazo. Se puso de pie y se movió con nerviosismo de un lado a otro.

-¿Es posible? ¿Es realmente posible que sean piratas? –El capitán asintió-. ¿Qué vamos a hacer?

-Rendirnos –respondió Wilson con una calma catastrófica, como si se encontrara en el ojo de un huracán.

-¿Rendirnos?

-No podemos contra ellos. Se trata del Walrus, el barco liderado por el capitán Flint.

La joven contuvo la respiración al escuchar eso. Había escuchado una o dos historias de ese tal capitán Flint cuando estaba en Liverpool. No se trataba del hombre más cruel del mundo, pero era un pirata en toda la extensión de la palabra. Si fijaba la vista en un objetivo, peleaba a muerte hasta conseguirlo.

-Pero mi padre…

-Su padre me dio órdenes concretas de llevarla de regreso a Liverpool, sana y salva. Es por eso que nos rendiremos sin pelear, les daremos la mercancía sin oponer resistencia.

-¿Y eso será suficiente?

-Confío en que una vez que se apoderen de la canela nos dejarán tranquilos.

-¿Cómo puede estar tan seguro?

-Creo que Flint es un hombre razonable.

-Es un pirata. ¿Qué haré si decide llevarme?

-No hará tal cosa. He venido a pedirle que se oculte en el armario hasta que todo esto termine.

-¡Ocultarme en el armario! –exclamó la joven, alarmada-. Señor Wilson, lo que me pide es arriesgado. Si uno de esos hombres…uno de esos…piratas...entrase aquí, mi destino estaría sellado.

-La canela está en el polvorín, no tienen nada que hacer en el camarote –replicó Wilson, aunque sus palabras ni siquiera lograban tranquilizarlo a él-. Todo terminará antes de que se dé cuenta –agregó con un intento de sonrisa, pese a encontrarse entre la espada y la pared.

La joven Wilmer asintió aunque sin estar muy convencida del plan. El capitán la guió hasta el armario que estaba a su derecha, el cual estaba lleno de libros, sábanas y otros artículos personales, luego cerró con llave y se la colgó al cuello.

-No haga ruido. Vendré por usted una vez que se vayan.

Y dicho esto salió del camarote y se unió a su tripulación a tiempo para ver al Walrus posicionarse a su lado y extender las planchas para abordarlos.

Mientras tanto, Louise tomó un par de inhalaciones y trató de contener el temblor en su cuerpo. Tenía que ser fuerte, no podía desmoronarse a la primera de cambios. Ahora sólo restaba esperar un milagro.

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Billy se paseó por la cubierta observando detenidamente a los marineros del Marcela. Entre los dichos, no parecía que hubiera alguien que quisiera pelear, todos estaban sumidos en una especie de estupor mientras los piratas saqueaban su barco.

Billy se acercó a Wilson y se agachó a un lado para hablarle, pero antes guardó la pistola y envainó la espada.

-¿Es usted el capitán?

George Wilson asintió sin dejar de lado su odio hacia el joven corsario.

-Fue inteligente izar la bandera blanca –prosiguió Billy-, no quería verme en la necesidad de derramar sangre inocente.

El capitán Wilson tuvo que admitir que aquel joven rubio era distinto al resto de los piratas con los que se había topado. De haber sido otro, probablemente los habrían atacado con los cañones y posteriormente con las espadas hasta asegurarse de no dejar a nadie con vida. Vio una vez más hacia la puerta de su camarote y Billy siguió la línea de su mirada, adivinando lo que estaba pensando.

-Sospecho que hay algo que no me está diciendo, capitán.

Wilson tragó saliva, pero trató de serenarse para no mostrar sus emociones. Volvió a levantar la barbilla en señal de orgullo y carraspeó un par de veces antes de hablar.

-El cargamento de canela está en el polvorín, eso es lo único de valor a bordo del Marcela. Eso y, por supuesto, mi vida y la de mi tripulación.

Su voz tembló al final y Billy sonrió de lado.

-Es usted muy amable al decirme exactamente en dónde está el cargamento, pero, si no le molesta, le echaré un vistazo a su camarote; debo registrar todo.

El capitán quiso replicar pero se calló al darse cuenta de que no sería prudente. Mientras más trabas le pusiera, mayor sería su curiosidad y mayores las probabilidades de que encontrara a la joven Louise. Lo vio caminar hacia el camarote e intercambió una mirada de angustia con el contramaestre.

Billy abrió la puerta lentamente, en caso de que se tratara de una trampa. Su vista barrió la habitación y después se relajó al ver que no había nada de qué temer. Se acercó al escritorio y revisó los diarios del capitán que estaban encima, así como su itinerario, pero ya que habían tomado la carga no les sería de mucha ayuda. Había también artefactos de medición y unas cuantas monedas de oro. Era como un premio, un pequeño bono esperando a ser reclamado, pero Billy Bones no era un hombre codicioso. Tomó el oro con el único propósito de entregárselo al capitán para que el señor Dufresne se encargara de la repartición. Estaba seguro de que la canela sería una remuneración más que provechosa una vez que la vendieran en Nassau, pero en esos días de escasez no estaba de más ser precavido.

Estaba a punto de salir del camarote cuando un objeto saltó a su vista. Era el libro que Louise Wilmer había estado leyendo. Era Romeo y Julieta, de Shakespeare. Billy lo hojeó distraídamente y trató de imaginarse a aquel capitán rechoncho y anciano enfrascado en una lectura del romance prototípico más famoso de la literatura.

No pudo. La imagen era demasiado absurda y un tanto grotesca. Dejó el libro en su lugar y, en la calma de aquella habitación, alcanzó a escuchar el crujido de las tablas del piso. Al principio creyó que se trataba de los piratas cargando la canela en el Walrus a través de las planchas, pero el sonido se había escuchado demasiado cerca como para provenir de afuera. Se asomó bajo la cama y bajo el escritorio, y no encontró nada. Entonces su mirada se posó en el armario. Se acercó y jaló la puerta, pero estaba cerrada con llave. Era probable que el capitán escondiera ahí su caja fuerte o tal vez información sobre otro cargamento en la cercanía, lo cual sería bastante conveniente. Recordó haber visto al capitán ligeramente nervioso cada que veía la puerta del camarote, así que decidió llegar al fondo del asunto.

Regresó con la tripulación y se acercó al capitán Wilson para hablarle en confidencia, pero antes de pronunciar una palabra, la delgada cadena semioculta entre el cuello de la camisa y la corbatilla, saltó a la vista. Billy la tomó y la contempló frente a sus ojos antes de que el capitán pudiera decir algo.

-Una llave es justo lo que estaba buscando –exclamó con una sonrisa de lado.

-Por favor –suplicó el capitán cuando vio que no había remedio, su frente estaba perlada de sudor y respiraba agitadamente-, sólo son mis cosas personales. Debo tenerlas bajo llave por seguridad.

Billy entrecerró los ojos y reprimió una sonrisa. Aquel anciano estaba poniendo mucho empeño en ocultar algo, lo que significaba que se trataba de algo tan valioso como para hacerlo suplicar pese a su actitud orgullosa de antes. Billy se levantó sin responder nada ni atender a sus súplicas y regresó al camarote. La llave entró sin problema en la cerradura y luego se oyó un chasquido.

Su asombro fue tal al abrir la puerta que se quedó sin habla. No se trataba de las cosas personales del capitán, ni siquiera de una caja fuerte o un costal repleto de oro; lo que había frente a él era una mujer, una muchacha, para ser más precisos. Tenía cabello luengo y rubio que caía enroscado por sus hombros y su espalda, y algunos mechones rebeldes que se salían de su peinado sencillo y enmarcaban su rostro. No era hermosa en extremo como el marcado estereotipo clásico de la mujer de su época, pero sus ojos color miel coronados con tupidas pestañas, las cejas fruncidas en medio, los labios sonrosados y tensos en una mueca de desaprobación y lo terso de su piel de mármol eran más que suficientes para considerarla atractiva.

Billy tenía la mente en blanco, porque lo último en lo que piensas durante un saqueo es en la oportunidad de encontrarte con una joven tal que tenga la capacidad de desarmarte con la pura apariencia. ¡Y aquella mirada mortal y en extremo severa! Billy tragó saliva pesadamente, considerando las probabilidades de que aquella señorita se pusiera agresiva de repente.

Cosa que, por fortuna para ambos, no sucedió. Y digo para ambos porque cualquiera que retara a Billy Bones con golpes no podía esperar un buen resultado, y por otro lado, Billy se dejaría poner aquella mano delicada encima sin siquiera mover un dedo para defenderse.

Pero vamos a ver ahora cuál fue la primera impresión que Louise Wilmer tuvo del joven corsario Billy Bones.

Cuando la puerta se abrió, Lou esperaba ver al capitán Wilson diciéndole que todo había salido bien y que podía salir, que no había peligro alguno, que los piratas habían tomado la canela y se habían alejado al momento. Pero el capitán Wilson aún se encontraba atado al mástil en medio de la cubierta con el resto de su tripulación.

Por lo tanto, lo que vio en aquella milésima de segundo en que la luz del camarote sustituyó los minutos de oscuridad en que se había visto envuelta, fue en extremo desconcertante.

Su primera reacción fue gritar, pero algo no terminaba de encajar en su mente. Aquel pirata, aquel ser lleno de maldad que había abordado el Marcela para robar su cargamento, no era lo que ella esperaba en base a las pocas referencias que tenía sobre aquella clase de criminales.

¡Ah, qué artístico aquel hipérbaton sobre la apariencia del mal! Si alguien le preguntara qué era lo que imaginaba al escuchar la palabra "pirata", Lou respondería, sin lugar a dudas, que se trataba de un hombre-bestia, grotesco de carnes, olor a podredumbre e inmundicias, cubierto de pólvora y sangre como si se tratara de un atuendo esencial, sin dejar de lado el cliché sobre los dientes negros o amarillentos, el parche en el ojo y la característica pata de palo como resultado de una fiera pelea por un tesoro escondido en una isla desierta.

¡Qué equivocada estaba la joven Wilmer sobre sus fantasías pueriles en contraste con la dura realidad! Billy Bones, aunque pirata, no cumplía con ninguno de esos parámetros tan injustamente atribuidos al canon de su clase. Era, pues, Billy Bones, un joven en sus tempranos veintes, de complexión alta y delgada tendiendo a la musculatura propia del arduo trabajo como navegante, de brazos luengos y hercúleos, cabello rubio y corto en aquella cabeza en extremo inteligente y deductiva, la piel tersa y blanca, aunque tostada por el sol.

Los topacios de Billy inspeccionaron a Lou con curiosidad y diversión, los cuales, al observar su cuerpo detenidamente de pies a cabeza, la pusieron del color de la grana. Lou carraspeó para retomar la compostura y alzó la barbilla con elegancia y orgullo para ocultar el temblor de su cuerpo.

-El cargamento de canela está en el polvorín, pirata –exclamó con dureza.

Una sonrisa se formó en los labios carnosos y sonrosados de Billy Bones, mostrando sus dos perfectas hileras de dientes blancos. Lou entrecerró los ojos con indignación.

-Creo que acabo de encontrar algo más valioso que la canela –respondió Billy con un tinte de seducción en la voz.

-Me temo que no estoy incluida en la mercancía –sentenció Lou.

-Eso se puede arreglar –respondió Billy-. Dejaremos que el capitán Flint lo decida.

-No será necesario, no tiene sentido capturarme, no tengo ningún valor, sólo soy la sirvienta.

Billy la tomó de la cintura y la acercó a su cuerpo.

-¿Y qué me dices de ese atuendo? ¿No es un poco elegante para hacer la limpieza?

Lou forcejeó y se zafó de su agarre, respirando agitadamente y con las mejillas encendidas.

-Le ruego que no me toque –exclamó, fulminándolo con la mirada.

La sonrisa de Billy se ensanchó al verse rechazado y sus ojos se posaron en el escote modesto pero pronunciado de la joven. Estiró la mano y con toda la confianza del mundo tomó la cadena de oro que se ocultaba entre sus blancos pechos.

-Esto es muy valioso para ser de una sirvienta. ¿Acaso lo robaste?

Lou le dio un manotazo y se cubrió con los brazos al tiempo que retrocedía sonrojada hasta las orejas. No sabía si le había ofendido más la mano traviesa de Billy o la insinuación de que era una ladrona. Escuchaba sus propios latidos en la oreja, como una banda de guerra que no le daba tregua. ¿Era su imaginación o la habitación había subido de temperatura súbitamente?

-No eres una sirvienta –dijo Billy al ver que no había respuesta.

Tomó una de sus manos y la inspeccionó frente a sus ojos unos segundos. Lou sintió un escalofrío en su espalda por el toque de sus manos ásperas en contaste con la suavidad de las suyas.

-Estas manos están demasiado cuidadas –dijo Billy-. Me atrevo a pensar que eres de la alta sociedad, tal vez incluso de la nobleza.

Lou palideció por sus palabras. La había descubierto. Aquel hombre acababa de revelar un secreto que se suponía que el capitán George Wilson mantendría hasta llevarla de regreso con su padre. No tenía sentido seguir discutiendo con aquel pirata, pues había demostrado ser muy inteligente y observador.

-¿Quién eres?

Lou no respondió. Su mente estaba hecha un nido de contradicciones. Si le decía que era hija de un noble era inevitable que se la llevara para después pedir un rescate a su padre. Samuel Wilmer no dudaría en pagar tal rescate, pero la sola idea de pasar quién sabe cuántos días rodeada de piratas la hizo estremecer. La última opción era, pues, mentir. Mentir como loca y ver si servía de algo.

-Mi nombre es Louise y me dirijo a Liverpool para trabajar como institutriz de una familia de clase media –respondió con la voz más firme que pudo-. El medallón fue un obsequio de mi padre.

Billy asintió. Aquella respuesta sonó convincente, pero no lo suficiente como para engañarlo.

-Eres una pésima mentirosa –Lou se quedó boquiabierta. ¡Aquel pirata no había aún terminado de insultarla! Era inaudito-. Tú vendrás conmigo, señorita institutriz.

-¡No iré a ninguna parte con un asqueroso pirata! –Gritó Lou con las mejillas rojas de cólera.

-¿Asqueroso pirata? Eso es lo más amable que he escuchado. Tendrás que esforzarte más si quieres insultarme de verdad. Además, ¿crees que soy asqueroso? Espera a que veas al resto de la tripulación.

Billy la tomó del brazo y la jaló fuera del camarote. Lou se resistió lo más que pudo, pero Billy no tuvo problema en cargarla en su espalda para facilitar el viaje.

-¡Suélteme! ¡No me toque, maldito pirata!

-Me llamo Billy Bones, no "pirata".

-¿Y se supone que es ahora cuando le digo que es un placer conocerlo?

-No lo sé, ¿lo es?

-¡No! ¡Le ordeno que me baje de inmediato, señor Bones!

-Puedes dejar las formalidades de lado, llámame Billy.

Sin más respuesta que una serie de gritos, golpes y pataleos por parte de la joven Wilmer, Billy Bones salió del camarote y se acercó a los prisioneros.

El error del capitán Wilson fue este:

-¡Señorita Wilmer! –Gritó al verla, su cara estaba enrojecida y sudorosa, de pronto parecía diez años más viejo.

-¿Wilmer? –Repitió Billy. El apellido le sonaba conocido.

-Por favor –suplicó el capitán con voz débil-, haré lo que sea. No se la lleven. Su padre los recompensará con creces.

-¿Una recompensa? Debo decir que esa es la comprobación que necesitaba. La señorita Louise es alguien importante, después de todo.

Louise Wilmer maldijo en voz baja. Aquel maldito pirata había descubierto su cuna noble, ya no había nada qué hacer.

Billy Bones se acomodó el cuerpo de la joven en la espalda y arrojó la llave a los pies de Wilson.

-Gracias por el botín, capitán.

Wilson gritó una serie de improperios que en vano sería plasmar en esta historia, pues probablemente sería repetitivo y tedioso. Billy Bones hizo oídos sordos y abordó el Walrus al tiempo que los piratas terminaban de cargar la canela.

Se retiraron las planchas, se levaron anclas, se bajaron las velas y el barco reanudó su curso rumbo a Nassau. El viento era favorable y adquirieron una velocidad de siete nudos en unos cuantos minutos. En tres o cuatro días por fin llegarían al puerto para gastar el oro a manos llenas en alcohol y prostitutas, como haría cualquier corsario de buena tala y mala muerte.

Continuará…

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