Capítulo 1.

En otoño de ese año, Morgoth, que esperaba el momento adecuado, lanzó sobre el pueblo del Narog el gran ejército que tanto tiempo había estado reuniendo; y Glaurung, el Padre de los Dragones, atravesó Anfauglith, y, desde allí, fue a los valles septentrionales del Sirion, donde hizo mucho daño.


Túrin observó el paisaje a su frente, impaciente, con la máscara de los enanos apostada sobre su rostro, protegiéndolo del calor que ya comenzaba a asfixiarlos. Tras de sí, el ejército élfico esperaba, expectante, a que las huestes enemigas les hicieran frente, apareciendo tras los árboles. Los estarían esperando preparados, sea cual fuera la cosa que surgiera tras la vegetación. A su izquierda, el rey Orodreth, alto y hermoso sobre su montura, esperaba a su vez.

-Sabes aquello a lo que aguardamos, ¿no es cierto, Agarwaen, hijo del Desdichado Destino?

El hombre no respondió, aunque él ya sabía de sobra qué era lo que se aproximaba hacia ellos, lenta e insondablemente, cubriéndolo todo de muerte a su paso.

-Si algo me ocurriera…

-Mi Señor – hizo él ademán de interrumpirlo, algo que no consiguió.

-Si algo me ocurriera, ve a por mi hija Findulias.

Túrin tragó, y asintió firmemente. Aquel no sería su fin, eso estaba claro; pero jamás permitiría que la princesa sufriera ningún daño. Por encima de su cadáver dejaría que eso ocurriese.

La demora, como era de esperar, no se alargó mucho más. El fuego y el horror cayeron sobre el ejército de Nargothrond antes incluso de que pudieran actuar en su contra. Tras aquel primer mortífero resplandor, y aquella bocanada de humo y asfixia que calcinaba todo aquello que se anteponía a su paso, las tropas de los orcos se abalanzaron contra ellos, derrotándolos uno por uno.

Muy pocos quedaron con vida. El rey Orodreth pereció en el campo de batalla junto con la gran mayoría de los suyos. Gwindor, hijo de Guilin, quedó muy malherido, abandonado en un extremo calcinado de lo que antes había sido bosque. Los árboles murieron, la hierba se secó, las flores se marchitaron, y el río borbotó largamente bajo aquel infierno en llamas. Sin embargo, esta no es la historia de la caída de Nargothrond ni de la caída de sus bellas gentes, pues habría que detenerse mucho más. Esta es la historia de la caída del mayor gusano escupefuego de los Días Antiguos.

Túrin, hijo de Húrin, que gracias a su feroz máscara era capaz de aguantar los fogonazos del dragón, logró escapar a tal barbarie, y, aproximándose hacia Gwindor, su antiguo compañero, lo acogió entre sus brazos en sus últimos instantes de vida.

-¡Doy por bien empleado mi sacrificio! – exclamó, antes de alejarse muy lejos de allí, más allá de los confines del mundo. –Pero desventurado ha sido mi sino, y vano el tuyo; porque mi cuerpo está dañado más allá de toda cura, y he de abandonar la Tierra Media. Y aunque te amo, Hijo de Húrin – farfulló, hiriendo con sus uñas la carne de él a través de su yelmo, - lamento el día en que te arrebaté a los Orcos. Si no fuera por tus proezas y tu orgullo, aún gozaría del amor y la vida, y Nargothrond se mantendría aún un tiempo en pie. Ahora, si tú también me amas, ¡déjame!, y ve deprisa a Nargothrond, y salva a Finduilas. Y esto último te digo: sólo ella se interpone entre tú y tu destino. Si le fallas a ella, él no fallará en encontrarte. ¡Adiós!

Y así lo dejó Túrin, y así murió Gwuindor, todo lo pacíficamente que pudo, pues él había amado a Finduilas y aún la amaba, y su último deseo en vida era que ella estuviera bien.

Así llegó Túrin a las puertas élficas de la gruta del rey, abiertas y derruidas como estaban, pues los enemigos se habían aprovechado del puente que él mismo había considerado construir para entrar y desvencijar y esclavizar todo lo que quedara en su interior. Y Túrin corrió para intentar salvar a la hija del rey y llevarla muy lejos de allí, consigo, a algún lugar en el que ambos estuvieran a salvo. Mató a toda criatura que se interpuso en su camino, viendo cada vez más cerca la entrada a la que había sido su casa durante tantos años.

Sin embargo, justo en el momento en el cual se disponía a entrar, una enorme figura salió de las cavernas, y le cortó el paco imperiosamente, provocándole que cayera hacia atrás. Pues aquel no era otro que el mismísimo Glaurung, el Dorado, el magnífico. Magnífico era, sí, para los ojos amigos, y terrible para los ojos enemigos, pues era colosal, alargado como una serpiente, dotado de cuatro patas y con unos ojos impregnados de una malévola y oscura inteligencia. Todo el que osara mirarlo caía presa del terror, y no era para menos; los dragones crecían durante toda su vida, y mucho tiempo permaneció éste encerrado en Angband junto a su amo, escondido de las miradas de los Altos Elfos que los guerreaban.

-Salve, Hijo de Húrin. ¡Feliz encuentro! – habló el gusano por primera vez.

Aunque aterrorizado, Túrin podía escuchar los gritos de las mujeres elfas detrás de la criatura, siendo agrupadas como rebaño por aquellos repugnantes seres. Aquello le devolvió la entereza y el valor, y, lleno de ira, se abalanzó sobre la criatura, con su espada Glaurung centelleando sobre su mano. Pero el dragón, ávido de dolor ajeno, abrió exageradamente sus ojos, y el hombre quedó petrificado, paralizado, hipnotizado por la magia que aquéllos escondían, una magia más antigua que el mundo y más oscura que la noche, pero, de algún modo, embrujadora y cautivadora.

-Malas han sido todas tus acciones, hijo de Húrin – dijo- . Hijo adoptivo desagradecido, proscrito, asesino de tu amigo, ladrón de amor, usurpador de Nargothrond, capitán imprudente y desertor de los tuyos. Como esclavas viven tu madre y tu hermana en Dor-lómin, sufriendo miseria y necesidades, vestidas con harapos, mientras tú llevas las galas de un príncipe. Penan por ti, pero a ti eso no te importa. Tu padre estará muy contento cuando se entere de que tiene semejante hijo: y se enterará.

Pues Húrin llevaba preso en Angband durante muchos años, y sabía de todos los males que a su familia acaecían.

Y Túrin creyó sus palabras, no tanto por magia, sino más bien por convicción. Mucho dolor y mucha culpa llevaba cargando a sus espaldas durante largos años, aunque sus orgullosas acciones demostraran lo contrario. Y los dragones son seres maquiavélicos y perspicaces, y disfrutan con el sufrimiento ajeno, y se aprovechan de los fantasmas de las personas.

Mientras tanto, los Orcos ya se habían puesto en marcha, y con ellos obligaban a movilizarse a las mujeres elfas que habían tomado por cautivas. Entre ellas estaba Finduilas, la hija del rey, que, al ver a Túrin, lo llamó a gritos y alargó los brazos hacia él, pues lo había amado largamente. Pero Túrin estaba muy lejos de allí, en otro lugar, aunque a la vez podía escuchar sus alarmantes súplicas. Y Glaurung no lo dejó libre del encantamiento hasta que las voces de las prisioneras se hubieron perdido ya en la lejanía.

Así, una vez liberado, la ira volvió a recorrer el cuerpo de Túrin, alimentada por la culpabilidad y la duda, y se abalanzó sobre su enemigo, feroz, espada en mano. Pero Glaurung rió, sabiendo que ningún humano podría jamás herirlo siquiera, y le dijo:

-Si quieres morir, de buen grado te mataré. Pero poco les servirá eso a Morwen y Niënor. Hiciste caso omiso de los gritos de la mujer elfa, ¿negarás también los vínculos de la sangre?

Pero Túrin hizo caso omiso de sus palabras, pues hacía ya que el dolor había empañado su miedo a la muerte, y le atestó un golpe en los ojos. Sin embargo, Glaurung se alzó sobre sí mismo, henchido por la furia y un atisbo de temor, pues jamás había conocido tal entereza en enemigo alguno; ni en los Noldor, que una vez lo vencieron, ni en los Enanos, que también consiguieron herirlo en otra ocasión. Y, enrevesando aún más sus mentiras, añadió:

-Al menos eres valiente. Más que cualquier con quien me haya topado. Y mienten quienes dicen que nosotros no honramos el valor de los enemigos. ¡Mira! Te ofrezco la libertad. Ve con los tuyos si puedes. ¡Ve! Y si queda Elfo u Hombre para contar la historia de estos días, sin duda hablarán de ti con desprecio si desdeñas este regalo.

Y Túrin, aturdido por sus palabras, creyó que el enemigo podría tener algún tipo de piedad, o, más extraño aún, respeto hacia su persona, como si asombrado por su valor el dragón lo dejara ir para reencontrarse con los suyos. Pero Túrin era orgulloso, y estaba muy debilitado ya tras tantos años de traiciones y mala fortuna, y aprovechó la oportunidad que se le brindaba. Así, en vez de correr tras Finduilas, torció hacia Dor-lómin, presto a salvar a su hermana y madre de las miserias y el hambre.

Pero Glaurung vociferó tras él, sólo para asegurarse de que la voluntad de su señor sería cumplida:

-¡Ve deprisa a Dor-lómin, hijo de Húrin! O quizá los Orcos lleguen antes que tú otra vez. Y si te demoras por causa de Finduilas, nunca volverás a ver a Morwen o Niënor, y ellas te maldecirán.

Y así, viendo cumplido su propósito, Glaurung el Dorado echó a reír, divertido ante su logro, y, olvidando a aquel insignificante humano con el que su amo le había ordenado toparse, echó de forma violenta a todo Orco que quedara en las cavernas, y chamuscó cualquier reducto de vida que aún empañara aquel lugar. Tras aquello, hizo un montón con todo el oro y las joyas que pudo reunir, y se apostilló bajo las puertas de Felagund, saciada ya su hambre, dispuesto a dormir durante el tiempo que se le fuera permitido.