He vuelto a mis andadas de ficker, y qué mejor que volver con una historia protagonizada por los Kagamine. Nunca me hubiese gustado esta pareja de no ser por mi querida amiga Anna. Así que si estoy aquí fastidiando con los gemelos incestuosos ya saben a quién echarle la culpa.

Disclaimer: Ninguno de los Vocaloid aquí mencionados me pertenece, son propiedad de sus respectivas compañías y creadores.

Advertencias: Lenguaje vulgar, escenas sexuales insinuadas, temas religiosos tratados sin delicadeza y violencia moderada.

Parejas: Además de un raro Kagaminecest, hay un KaiMei levemente meloso. Sólo un poco. No pude evitarlo.


Capítulo 1: Huir o morir.

Siglo XVI, en algún lugar del continente Europeo.

Los árboles se movían con el viento otoñal, desprendiendo algunas de sus hojas quebradizas que danzaban por el aire y se reunían en el suelo formando una alfombra naranja y amarilla. Al terminar el bosquecillo había un modesto pueblo, alejado de la urbanización y la modernidad. Tan discreto y tan pequeño que pasaba desapercibido. Eran parte de un país igualmente pobre y desconocido para el mundo. Sin embargo, para ser el pueblo más olvidado del país más insignificante, poseía algo que ya muy pocos lugares en todo el planeta poseían: una iglesia.

Corría ágilmente entre los árboles una monja de largas coletas turquesas, las cuales danzaban graciosamente con el viento. Cargaba, una canasta de hongos que había recogido en los últimos rayos de sol. Entró discretamente a la casa de Dios y al ver al Jesucristo ensangrentado, en su posición de mártir, se santiguó. Sabía que lo que hacía su Maestro, Gakupo Kamui, estaba fuertemente penado por el Creador. Pero ya no importaba, ninguno de ellos tenía salvación por más monedas que pagaran por cada pecado. Lo único que podían hacer para limpiar el daño que habían hecho al mundo era mantener el legado casi extinto de su religión cristiana.

Caminó hasta llegar a una sección oculta del recinto sagrado, en donde un hombre alto con sotana y largo cabello morado revolvía en un recipiente algún asqueroso brebaje que apestaba a azufre. Le faltaba el último ingrediente para completar aquella poción, y así adelantar los movimientos del enemigo. Si alguien que no fuese su discípula hubiese entrado, hubiera visto la más bizarra escena. ¿Qué haría un siervo de Dios practicando las artes de Satanás? Cinco años atrás la Inquisición lo hubiese arrojado a la hoguera. Sin embargo, además de que aquella institución ya no existía, cualquier creyente aunque no aprobara sus métodos, comprendería su desesperación.

Miku Hatsune le extendió la cesta con los hongos que vieron los últimos rayos del sol, y lentamente Kamui dejó caer uno por uno en el líquido hirviendo. La coloración verde oscura comenzó fue remplazada por una imagen concreta. Veía dragones, veía hielo, veía una cabeza azulada y una bufanda ondeándose al viento. Veía un crucifijo egipcio, resaltando su color dorado sobre un uniforme oscuro. Pero en especial, y lo que más le aterrorizó, fue ver su pueblo siendo invadido y masacrado por aquella que temerosamente llamaban La Gran Tirana.

Hace cinco años, Rin Kagamine de en ese entonces quince años había comenzado a invadir y conquistar hasta formar su propio imperio. Comenzó primero con uno que otro país, y cuando menos se lo había esperado el mundo, ya era dueña de más de la mitad del mundo. En aquel pueblo incomunicado apenas habían rumores de ella. "Hizo un pacto con el Maligno..." decían unos, "no es humana, o dejó de serlo" decían otros. Pero si había algo casi seguro, es que la Kagamine definitivamente no lo había logrado sola. Se creía, incluso, que ella no era más que una simple cubierta, que el verdadero gobernante de medio mundo estaba detrás de Rin, usándola como su mera imagen pública. Era imposible que una niña de apariencia tan inocente pudiese tener semejante maldad y poder para lograr tales hazañas de dominación mundial.

Lo cierto es que el ejército de la Gran Tirana debía su éxito a entidades sobrenaturales, como los demonios que lo conformaban o sus famosos dragones, lo cual no hacía más que alimentar la teoría de su pacto con el Diablo. El descontento estalló cuando prohibió las manifestaciones públicas de religión, incluyendo los lugares de culto, que fueron destruidos. Los creyentes que quedaban, negándose a abandonar a su Dios, fueron perseguidos y ejecutados.

Y así vivían los lugareños del pequeño y devoto pueblo, temerosos de que aquel monstruo posara sus garras sobre ellos pronto. Rezaban todos los días a Dios para que no los alcanzara aquella hija de Lucifer. Acudían a la única iglesia del pueblo, con la esperanza de que la situación mejorase. Los niños también eran educados ahí, a falta de escuelas. Incluso, los que habían quedado huérfanos, debido a una epidemia que había fulminado a la mitad del pueblo, habían hecho de esa iglesia su hogar.

Las niñas eran llevadas con la hermana Miku, una joven novicia bastante bella, aunque quizás demasiado conservadora para el gusto de los otros jóvenes y de las niñas deseosas de aprender algo más que a cantar, recitar poemas o coser. Mientras tanto, los niños iban con Len, que con viente años era un aprendiz del padre Gakupo. Enseñaba sobre religión, sobre la naturaleza que los rodeaba, sobre algunas cosas que sabía del mundo. El rubio no sabía por qué, pero sacaba muchos datos de lugares de todo el planeta, y los conocía tan bien como si hubiese estado en cada uno de ellos. Sin embargo había crecido en aquella pequeña Iglesia toda su vida. Kamui decía que muchas veces Dios bendice con conocimiento a quien debe compartirlo. Quizás era eso.

Las clases se impartían en una habitación que servía de bodega, donde guardaban los costales de grano que amablemente un granjero local les proporcionaba para alimentar a los pobres y niños que llegaran a la iglesia. Pese a que era su lugar designado, no era tan frecuente que las lecciones se llevaran a cabo ahí. Len era querido por sus alumnos gracias a muchas cosas. Lo querían por ser amable, por explicar de manera divertida, por no dejarles tarea, por llevarlos seguido al campo a aprender cosas y un largo etcétera de cosas.

Pero había un momento en especial en que el rubio no era querido en lo absoluto.

—¡Niños, hoy es día de examen! —Anunció feliz mientras sus pequeños alumnos perdían la cabeza y soltaban exclamaciones de profundo desagrado. Si había algo que odiaban, eran sus exámenes. Sus odiosos exámenes. Eran preguntas abiertas regularmente, y llenísimos de trampas que hacían pensar que el de lentes disfrutaba de su dolor. No sabían de dónde provenía aquel instinto sádico de ponerles exámenes tan horribles. Era maltrato infantil aplicarles exámenes de tal magnitud a unos niños de doce años. El mayor pasaba desde dos semanas atrás escribiendo a mano cada una de las preguntas y respuestas, de tan extensos que eran los exámenes para su clase de veinte niños. No era como si los niños tuvieran calificaciones, pero aún así los ponía nerviosos.

—Tranquilos, ahora me apiadé de ustedes y puse opción múltiple en lugar de respuestas abiertas. Pueden relajarse un poco... si es que estudiaron, claro —comentó con cierto tono de malicia mientras repartía las hojas. Los niños veían al de la sotana acercarse a sus asientos, como si llevara la muerte misma a donde fuera, repartiendo aquellas horribles pruebas y las plumas, dejando un único botecito de tinta sobre el suelo, donde todos pudieran acceder a él. No alcanzaba para otro, menos para que cada uno tuviera el propio. Era ese momento en donde no sentían cariño por él... sino pavor, completo y absoluto miedo. Más de uno contemplaba la idea de salir corriendo. Iintentando tranquilizarse, suspiraron y leyeron las hojas, con la esperanza de que no fuera tan malo. Si era opción múltiple, no podía ser peor que sus infames preguntas abiertas. Y al leer que debajo de cada opción habían unos renglones que decían "justifique por qué la opción escogida es correcta", perdieron toda esperanza. Más de uno recordó con poco cariño a quien parió a Len.

Y ahí estaba él, en su escritorio dibujando bananas gigantes mientras los niños sufrían y lo maldecían.

—Len, tenemos que hablar de inmediato —interrumpió la joven novicia de cabello aguamarina. Se veía angustiada por algo. Como si hubiese sucedido o estuviera por suceder algo terrible.

—¿Sucede algo? —Preguntó el de ojos azules al notar el semblante de la Hatsune.

—Te lo contaré... en privado —le dijo, y posteriormente, en voz mucho más baja, agregó —. No quiero que los niños se asusten...

Len volteó a ver a sus alumnos, que tenían miradas curiosas.

—Antes de irme, niños, les avisaré que si voltean al examen de su compañero sólo será para darse cuenta de que todos los exámenes son distintos. No es que desconfíe, pero hay que tomar medidas...

Y así siguió a Miku con una sonrisa de esas que ponía cuando disfrutaba viendo a sus alumnos sufrir, pero de recordar que seguramente la mujer tenía algo muy preocupante que decirle borró su gesto burlón.

—Pues... uh... no sé cómo decirte esto... —dijo ella, como sin saber de qué manera daría aquella terrible noticia.

—¿Qué cosa?

—Pues... la Gran Tirana vendrá a este pueblo muy pronto. Tenemos que ocultarnos, y sobre todo, evacuar a los niños. Tenemos que empezar desde ahora a reunirlos y llevarlos lo más lejos que podamos —explicó ella con angustia, y apenas escuchó Len el título de "La Gran Tirana", de inmediato sintió un escalofrío recorrerle. Ella odiaba las iglesias, y más aún las que se daban el lujo de impartir educación.

—Cancelaré el examen y los reuniré. Nos iremos lo más pronto posible —avisó el rubio y de inmediato volvió con sus alumnos. Los niños celebraron que el examen se había cancelado, empacaron sus cosas rápidamente y salieron al atardecer. Tendrían que internarse en el bosque para llegar al pueblo vecin. No era un bosque muy extenso, llegarían en unas horas. La oscuridad asustaba a los niños, pero como podía Len intentaba tranquilizarlos. Por su parte, Miku y el padre Gakupo iban un poco más adelante guiando al grupo, alejándose un poco de las molestas risas estúpidas de los niños y de Len.

—Len no recuerda nada aún, ¿verdad? ¿Sigue convencido de que sólo fue un huérfano que dejaron en la iglesia? —Preguntó el de cabellos morados susurrando a la Hatsune.

—Sí, señor, pero será mejor que pronto renovemos el hechizo para fortalecerlo. Existe la posibilidad de que el tiempo lo haya debilitado. Por precaución, y por el bien de muchos —respondió ella volteándolo a ver. Esperaba que de verdad se quedara así siempre, que fuera ese amable chico que le gustaba pasar tiempo con niños y ayudando a las personas. Aunque fuera tan molesto a veces, le agradaba así. No le gustaría que volviera a ser otro.

—Len, ¿por qué eres tan alto? —Preguntó una niña de seis años, la más pequeña y joven del grupo encargado a Miku. A escondidas de ella Len le había enseñado a leer a ella y a otras niñas. Por algún motivo, el rubio siempre había tenido la idea de que Miku debía enseñarles lo mismo que él le enseñaba a los niños. E incluso, que él también enseñara un poco de arte a ellos. Sin embargo, había seguido muy poco sus propias convicciones, y salvo algunas veces como aquella ocasión en que enseñó a varias niñas a leer, poco más había hecho por no desobedecer al padre Gakupo o a Miku.

—No, la pregunta es... ¡¿por qué te has vuelto tan alta de repente?! —le preguntó mientras la cargaba y la subía a sus hombros. Los niños se reían, algunos más pequeños pedían que pronto fuera su turno después de ella. La aguamarina lo miró, y recordó quién era antes de que lo encontraran. Sí, era muy diferente. Pero no le importaba quién había sido. Él ya había muerto, y si escapaban rápido la Gran Tirana nunca lo recuperaría.

Repentinamente Kamui escuchó un crujido, y volteó hacia atrás. Los niños estaban entretenidos viendo orugas y otros pequeños animales de los cuales el rubio explicaba algunas cosas, como que las orugas pronto se transformaban en mariposas. El ruido lo había alertado, incluso con el alboroto que hacían los menores. Y no provenía de atrás, donde estaban ellos, provenía de adelante. Se detuvo repentinamente, cosa que alarmó a Miku.

—¿Sucede algo, Maestro?

—Shion... —susurró, sintiendo la presencia de aquel ser infame. De inmediato se arrojó al suelo, y jaló a la Hatsune con él. Y si no lo hubiese hecho a tiempo, aquella bola luminosa los hubiese dañado. Sintieron un frío glacial que hasta se sentía como si quemara. Cuando la chica vio hacia donde se dirigió aquel ataque comprobó que el árbol contra el cual impactó se había congelado. Y al voltear hacia el origen se encontró con un hombre de cabello azul oscuro, con una bufanda del mismo color que ondeaba con el gélido viento. Era bien conocido, en especial por Gakupo. Kaito Shion, uno de los Generales de la Faraona, o como mejor la conocían, de la Gran Tirana. Además de la bufanda alrededor de su cuello resaltaba en su ropa oscura una placa dorada, en forma de crucifijo egipcio.

—Gakupo Kamui, eso de tener una iglesia clandestina, y además estar contaminando mentes de niños con tonterías sobre un Dios benévolo es altamente ilegal y una ofensa a nuestra Faraona. Creí que sólo tendría que venir por Len, pero tendré que arrestarte y ella determinará cuál es tu destino —habló con una voz que a los niños los aterraba. Kamui y Shion se conocían muy bien. Ya habían peleado anteriormente, y los dos aún sentían las secuelas de aquella feroz batalla. Ninguno había sido el mismo desde lo ocurrido en aquel día, donde ninguno fue ganador. Gakupo sintió un cambio en el azulado, como si la energía que desprendiera fuese muy diferente a la vez anterior, pero en especial, tenía un poder que había crecido mucho. Precisamente, el poder que lo había delatado.

—¿Qué es lo que hiciste, Shion? ¿Esto es lo que querías? Tu alma está fuera de la gracia de Dios.

—Cuando finalmente supe que mi lugar estaba en otro lado, mi poder creció y las cadenas se rompieron. Eso pasa cuando luchas contra monstruos por demasiado tiempo, llega un punto en que prefieres unírteles. Además, ¿quién necesita pedirle favores a un Dios cuando puedo hacer las cosas yo mismo? —Explicó, sintiendo la mirada desaprobatoria del sacerdote —. ¿Y sabes? Eres el menos indicado para hablar de cambios, Kamui. Te has convertido en un lamebolas del Señor con esa sotana, ¡como si hubiera perdón para tu alma pecadora!

El hombre tenía una sonrisa que denotaba burla y maldad a partes iguales. Miku y Len como pudieron trataron de tranquilizar a los niños, colocándose delante de ellos. La de coletas ya conocía bien a aquel azulado, pero por su parte el rubio lo veía por primera vez, y le había causado un miedo terrible.

—Te daré dos opciones, Kamui. Podrás pelear y morir con dignidad, o puedes entregarte y que la Faraona decida tu destino, el de los niños y el de Miku. Es tu decisión —ofreció el Shion, a lo cual el sacerdote se quedó helado un momento. Cargaba muchas vidas en una sola elección. Miró el cielo, encontrándose con enormes sombras moviéndose entre las nubes. Y fue ahí cuando cayó en cuenta que sus condiciones lo dejaban en completa desventaja. Sabía que de pelear todos morirían, y a Len le esperaba un destino terrible. Y de rendirse, serían prisioneros. Pero tendrían una oportunidad.

—Sé que voy a decepcionarte, Shion... —dijo el de sotana —... pero no voy a pelear. Será Dios quien te castigue, porque yo no lo haré arriesgando a mis protegidos.

—Eso es tan triste, Kamui... esperaba más de ti. ¿Tanto temes por el destino de esos niños que contaminas y el de tu sirvienta? —Preguntó con frialdad. El de morado sintió como un viento gélido rodearle, tan frío que los dedos le dolían.

—Me- me importan... cuando son lo único que tengo. ¿T- tú qué sabes sobre eso, Shion? ¡NO, NO LO SABES NI NUNCA LO SABRÁS! ¡HAS CONTAMINADO TU ALMA Y HAS CAÍDO EN LA LOCURA! ¿Te doy lástima? ¡Debería sentir más lástima por ti!

Viendo la poca resistencia que Gakupo oponía, más allá de sus insultos, a Kaito no le quedó más que sólo encogerse de hombros y arrojarle un poderoso hechizo congelante que de inmediato lo hizo retorcerse en el suelo. Lucía patético y derrotado con el hielo cubriéndole parte del torso, lo suficiente para inmovilizarlo. Le hubiese gustado derrotarlo y matarlo con más dignidad, como aquella vez que se enfrentaron había sido un adversario formidable, alguien digno de su odio y su deseo de buscarlo para derrotarlo. Alguien que había desafiado a su ego. Pero no, tan sumisamente se había entregado, con tal de salvar a sus acompañantes. Era completamente insatisfactorio que tuviera ese desenlace.

Repentinamente se dio cuenta que entre sus gemidos de dolor, entrecortadamente susurraba algo extraño. Lo escuchó por un momento, y al descifrarlo lo reconoció como el lenguaje de las brujas. Esa lengua que únicamente era usada para hechizos muy poderosos.Y cuando comprendió lo que estaba haciendo, fue cuando se percató de sus intenciones. Trató de detenerlo, pero cuando se dio cuenta tanto Miku como Len ya no estaban en el lugar. Los había transportado a algún otro lado con magia. Maldijo tanto a Kamui que le dio una patada estando en el suelo, tan fuerte que agrietó su hielo y lastimó su pie. Pero no lo mató en ese mismo instante. Volteó a ver a los niños, quienes estaban asustados y sin saber a dónde se habían ido sus maestros. Suspiró, al menos los había salvado a ellos. Quizás su Faraona se enojara menos de ver que no llegó con las manos vacías. Aunque el objetivo más importante, traer a Len de regreso, seguía sin cumplirse.

"¿A dónde los habría mandado Kamui?" pensaba el azulado mientras hacía señas a los dragones de que bajaran y transportaran al prisionero, mientras que los niños serían puestos en custodia del imperio de la Faraona. Pudo haberlos mandado a cualquier parte del mundo, pero más seguramente en aquella mitad que a Rin le faltaba por conquistar.

En donde quiera que estuvieran, Kaito Shion les daría caza, y una vez que los encontrara, rendirían cuentas a la Gran Tirana.


El próximo capítulo, así como todo el fic, ya están concluidos. Pero falta editarlos y pulirlos un poco antes de publicarlos. Así que prometo que no abandonaré este fanfic, pero tal vez los reviews me hagan publicar mágicamente más rápido. *guiño, guiño¨