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Ante ustedes... entre dos tierras...! una historia de amor pasion honor fortaleza valentia esperanza e ilusion... disfrutenla tanto como yo la disfruto..
Prólogo
Francia, 1410
El coro de voces subió hasta los rincones más lejanos de la catedral, donde los ángeles esculpidos escuchaban con sus caras sombrías las palabras en latín. Brillantes pilares de mármol blanco descendían en espiral hacia las escaleras del gran altar. En el escalón superior estaba el rey Carlos VI y, detrás de él, ocho muchachos muy jóvenes vestidos con inmaculadas túnicas blancas, cada uno sosteniendo una almohadilla de terciopelo rojo con borlas doradas. Sobre cada una de las almohadillas había una espada resplandeciente. Encima y detrás de los muchachos, las estatuas doradas de los santos abrían sus fríos brazos, con ojos invisibles, en señal de bienvenida y de perdón.
El rey cambió su postura regia y dirigió su mirada hacia las altas puertas de madera, en la parte de atrás de la iglesia. Sabía que ocho hombres jóvenes esperaban ansiosamente afuera, con el aliento contenido en el pecho y con las palmas de las manos empapadas de sudor nervioso. Cada uno entraría como un escudero, lleno de aprensiones y recelos infantiles, y saldría convertido en un caballero del reino henchido del orgullo del guerrero.
Uno de los estandartes le llamó la atención. Se trataba del de Bella de Swan, el tercer hijo del barón Charles Charlie de Swan. Los ojos del rey Carlos pasaron por encima de la masa de personas que había a su alrededor y se posaron en dos hombres: los hermanos mayores de Bella de Swan. Eran altos, aun para los cánones caballerescos. Emmet destacaba por su belleza; se rumoreaba que su pelo color negro, sus ojos azules y su mirada de niño le habían costado la virtud a más de una doncella. Ambos se habían hecho notar por sus habilidades como expertos guerreros y esto complacía al rey, que adivinaba que Bella también sería una excelente adquisición para sus tropas. Su Majestad estudió a los dos hermanos con detenimiento. Vio cómo se apoyaban alternativamente, con cierto nerviosismo, en uno y otro pie, y notó que incluso Jasper , por lo general el más calmado, parecía un tanto inquieto. El rey frunció el entrecejo. A lo mejor los dos gigantes se sentían incómodos ante la parafernalia civil que los rodeaba y deseaban que la ceremonia terminara pronto, para así poder abandonar la iglesia, cosa que Carlos comprendía. Los hermanos de Swan, al fin y al cabo, no eran conocidos por su sociabilidad, sino por sus proezas en los campos de batalla.
El rey paseó su mirada sobre filas y más filas de nobles vestidos con sus mejores trajes de seda y de satén. La condesa de Borgoña estaba allí. No lejos de ella, el llamativo sombrero dorado de la duquesa de Orleans llamó su atención. Poco a poco, su frente se frunció al terminar de inspeccionar a la nobleza que había concurrido a la cita. ¿Dónde estaba el padre de Bella?
El coro de voces que había llenado el recinto se interrumpió de manera repentina, haciendo que sus últimos ecos resonaran a lo largo y ancho de la catedral antes de desaparecer en la nada.
Dirigiendo su mirada hacia los pajes que esperaban su señal en el triforio, el rey Carlos asintió con la cabeza. Cuando aquéllos pusieron los largos cuernos dorados sobre sus labios, comenzó a sonar la música triunfante y todo el mundo volvió sus ojos hacia las pesadas puertas de roble en el momento en que se abrían lentamente en la parte de atrás de la iglesia.
Ocho escuderos avanzaron por la nave engalanada, uno detrás de otro.
La luz del sol entraba por los vitrales coloridos de las ventanas, reflejando el brillo de las cotas de malla plateadas y doradas que adornaban las armaduras de los caballeros. El rey Carlos entrecerró los párpados al recibir en sus ojos un rayo de luz. Se preciaba de ser un soberano imparcial, que juzgaba a todos sus hombres de la misma manera, pero estaba ansioso por ver a Bella de Swan, alrededor del cual se habían levantado tantos rumores y tantas controversias. La primera vez que su nombre había llegado a oídos del rey fue con ocasión de la captura y posterior sometimiento del castillo Picardy, la hazaña que le había valido el título de caballero. El rey Carlos había escuchado la misma historia varias veces, y en todas ellas los logros de Bella parecían adquirir proporciones hercúleas. Desde entonces, el nombre de Bella de Swan había surgido de tiempo en tiempo en las conversaciones casuales que mantenía con su corte. Las maniobras estratégicas de aquel hombre eran, efectivamente, muy ingeniosas.
Los iniciados subieron las escaleras hasta el gran altar, se inclinaron delante del rey y luego se apartaron y formaron una fila a un costado de su amo y señor. Mientras el escudero que precedía a de Swan se ponía de rodillas, el rey Carlos trató de que no pareciera demasiado obvio que estaba mirando por encima de la cabeza del hombre para captar la imagen de Bella. Finalmente, como cuando se corre una cortina, el escudero se hizo a un lado y reveló a Bella de Swan ante el rey Carlos. El iniciado aún llevaba su yelmo. Todos los trazos de benevolente sorpresa desaparecieron del semblante del rey, y la furia descendió sobre él. Era una falta de respeto llevar puesto el yelmo en la casa de Dios, y mucho más cuando éste le cubría la mayor parte de la cara, con excepción de los ojos. El rey Carlos pudo ver el intenso cefe chocolate que rodeaba sus pupilas, un chocolate que brillaba bajo la sombra del yelmo como un inmenso mar chocolate. Sus ojos escrutaron al joven una vez más. «Es de muy baja estatura», pensó el rey. «No puedo creer que el gran barón de Swan haya engendrado a este enano. La ausencia del barón de Swan se debe quizás a que se siente molesto por el tamaño de su hijo».
Mientras lo miraba, el rey se dio cuenta de que el chocolate profundo de los ojos de Bella estaba lleno de orgullo, pero también de algo más. Sin embargo, antes de que pudiera discernir qué era ese algo más, el extraño brillo que se desprendía del Chocolate de sus ojos, Bella se arrodilló ante el soberano e inclinó la cabeza en señal de reverencia.
Algo más sosegado, el rey Carlos le ordenó con voz tranquila que se despojara del yelmo y luego se volvió para recibir de uno de sus asistentes la espada ceremonial que reposaba sobre una de las almohadillas de terciopelo. Mientras levantaba la espada con suma reverencia, el rey oyó el crujido de la armadura a sus espaldas y supo que Bella se había quitado el yelmo.
De repente, un murmullo de asombro colectivo se extendió entre la muchedumbre, como cuando silba el viento en un campo de trigo.
El rey Carlos se sobresaltó, y sus ojos se abrieron aún más al descubrir la razón por la cual la diminuta estatura del joven se hizo de pronto tan evidente. El «hombre», al fin y al cabo ¡no era un hombre!
¡Él era ella!
¡No podía tener más de quince años! El asombro lo afectó como un golpe en el estómago, dejándolo sin aliento y perplejo. El sedoso pelo Chocolate rojizo de la muchacha caía en mechones ondulados sobre las láminas metálicas que cubrían sus hombros. Su nariz era una delicada escultura tallada a la perfección, al igual que sus labios carnosos. El mentón era fuerte, con una pequeña hendidura grabada deliciosamente en el centro. La belleza brillaba bajo sus rasgos infantiles. Tenía la cara inocente de un querubín. El rey Carlos la contempló durante un largo momento, y de pronto comprendió qué era aquel extraño brillo de zafiro que iluminaba sus ojos: era la luz del desafío, que acentuaba sus rasgos con firme determinación.
El rey se dio la vuelta para mirar a sus hermanos. Jasper disimulaba, había encontrado un interés repentino en una hilacha imaginaria aparecida sobre su túnica de seda blanca; y Emmet fingía escudriñar los ángeles pintados en las coloridas vidrieras de las ventanas de la iglesia. Los labios del rey Carlos se afinaron y su mirada se volvió a Bella.
¡Una muchacha! ¿Cómo había conseguido mantener ese secreto? se preguntaba.
El rey Carlos se sentía anonadado. «Ahora me explico la ausencia del barón de Swan», pensó intentando que no se le alterase el gesto. Agarró con fuerza la espada, hasta que los nudillos le dolieron con el esfuerzo. Sabía que no debía hacerla caballero del reino y que debía castigarla por su audacia, pero sus hechos sobrepasaban el desafío que planteaba su pequeño y terco mentón. La quería en su ejército. Necesitaba sus cualidades estratégicas. No en vano, corrían tiempos desesperados.
Levantó la espada con un gesto ampuloso y notó que el cuerpo de ella se ponía rígido, como si esperara recibir un golpe. Con el filo de la espada tocó ligeramente cada uno de los hombros de su súbdita, según la tradición centenaria, y terminó la ceremonia con un «¡Levántese, caballero Bella de Swan!».
La joven guerrera se irguió lentamente y un tanto insegura. Sus grandes ojos abiertos brillaban de felicidad; sus rosados labios se abrían en un gesto de incredulidad.
El rey Carlos se le acercó y colocó las manos encima de sus hombros.
—Bella, el camino que te espera estará lleno de dificultades. Tendrás que ser un verdadero caballero; tendrás que demostrar coraje ante tus enemigos; tendrás que comportarte con valentía y rectitud. Y recuerda que provienes de una línea de sangre que ha sido siempre fuerte.
—Así lo haré —dijo Bella con expresión solemne y sincera.
El rey le acercó la espada. Bella la recibió muy cuidadosamente, la acarició con sus dedos desnudos y posó los labios sobre ella antes de aceptarla de las manos del rey Carlos. La estudió durante un breve momento, con sus suaves rasgos faciales encendidos de orgullo, y luego la enfundó en la vaina que llevaba al cinto.
El rey Carlos se inclinó y le susurró al oído:
—No obstante, si tú y tus hermanos me volvéis a hacer un truco como éste, ordenaré que os corten la cabeza a todos.
Se enderezó de nuevo y proclamó:
—¡A partir de ahora, seréis un caballero!
En señal de obediencia, lealtad y gratitud, Bella se inclinó hacia delante, en dirección al rey Carlos. El monarca repitió la ceremonia siete veces, después de lo cual se retiró un paso atrás y se quedó mirando cómo los hombres —y la mujer— se volvían al unísono para ponerse de frente a las personas congregadas en la catedral. Bella encabezó el desfile por la nave principal de la iglesia, y al pasar delante de sus atemorizados hermanos, el rey vio cómo les lanzaba una orgullosa y triunfal mirada. Echando los hombros hacia atrás y sosteniendo el mentón bien alto, el caballero Bella de Swan avanzó confiadamente ante los ojos de la muchedumbre que se agitaba y murmuraba a su paso.
Capítulo 1
Inglaterra, 1414
Los vítores de la multitud reunida sonaban como un aguacero tormentoso al tiempo que los caballos se embestían el uno al otro, levantando con sus cascos salpicaduras de barro del campo cubierto de hierba. Los dos caballeros, completamente armados para el torneo, se inclinaban sobre las cabezas de sus monturas, tan protegidas como ellos mismos, y asían firmemente sus coloridas lanzas. La pluma blanca del yelmo del caballero retador parecía derrotada, sumisa, al ser abatida por el aire que desplazaba el veloz semental en su carrera. El campeón levantó su escudo hasta colocarlo frente al cuerpo, donde el contrincante pudiera ver con claridad su emblema: un lobo rojo sobre fondo negro. Tras el visor del yelmo de su oponente, el campeón vio los grandes ojos asustados del retador. Segundos después, la lanza del campeón chocó contra el pecho del retador, lo que hizo que la punta de madera se rompiera en pedazos al estrellarse contra la armadura. Alcanzado, el retador fue arrojado al Suelo estrepitosamente.
La multitud se puso de pie, embriagada, prorrumpiendo en aplausos y gritos de alegría. El campeón tiró de las riendas de su caballo y giró sobre sí mismo, levantando el visor de su yelmo para revelar el brillo de unos ojos verdes e impenetrables. Sus pupilas contemplaron con paciencia cómo el escudero ayudaba a levantarse a su tambaleante rival. Edward Cullen esperó a que el derrotado caballero saliera dando tumbos de la arena antes de clavarle las espuelas a su caballo para dar la vuelta triunfal delante de los asistentes.
Los campesinos que se alineaban alrededor del campo de justas le aclamaban: «¡Viva el príncipe! ¡Viva el príncipe!».
La arrebatada sensación de poder que corría por las venas de Edward en cada torneo, en cada triunfo, le daba un agradable sentimiento de invulnerabilidad, que él saboreaba, en medio de los gritos de la multitud, como si fuera uno de sus vinos favoritos. Nunca había conocido la derrota, ni en las justas deportivas ni en los campos de batalla.
Mientras cabalgaba hacia el palco de los nobles, todas las mujeres parpadearon con visible nerviosismo, y algunas se inclinaron sobre el pasamanos de madera para dejarle entrever sus encantos. Él los contemplaba feliz, pero a sus dueñas les devolvía sus cálidas y lujuriosas miradas con un frío desdén. Aquellas mujeres consentidas y empolvadas sólo le inspiraban algunas ráfagas ocasionales de curiosidad. Eran todas demasiado parecidas para despertar en él un verdadero interés. Algunos hombres le lanzaban miradas envidiosas, mientras que otros bufaban en silencio, con ira contenida. Finalmente, Edward detuvo su montura frente al trono del rey Enrique. Se bajó del caballo y se inclinó ante su soberano.
Enrique le sonrió abiertamente y se levantó de su sillón real. El monarca era un hombre alto y musculoso, con el pelo castaño cortado a tazón.
La multitud guardó expectante silencio cuando Edward se aproximó al palco. Se quitó el yelmo que le cubría la cabeza, revelando una tupida cabellera Cobriza que apuntaba en todas direcciones y que brillaba, sudorosa, a la luz del sol. Las facciones de la cara estaban bronceadas. Había algo poderoso en la forma de su mandíbula, en la curva sensual de sus labios, en la profundidad de sus ojos Verdes como un bosque misterioso
—Como siempre, hoy lo has hecho muy bien —dijo el rey Enrique, hablándole en voz alta, para que todos pudieran oírlo—. Eres el verdadero campeón de Inglaterra.
Hurras y gritos jubilosos se confundieron en un rugido ensordecedor.
Enrique se inclinó hacia Edward.
—Ven, sigúeme, Edward —le ordenó.
Cuando Edward le estaba entregando las riendas de su caballo al escudero que lo acompañaba, un muchacho joven traspasó la cerca de madera que rodeaba el campo y se le acercó corriendo. Edward sonrió satisfecho, agitando su roja cabellera mientras el muchacho exclamaba, con los ojos iluminados por la admiración:
—¡Has estado muy bien! Sabía que no iban a derrotarte.
—¿No tenías ninguna duda, Seth? —le preguntó Edward, haciéndole una mueca divertida.
—¡Ninguna! —contestó Seth.
Edward no pudo ocultar una sonrisa ante el orgullo y el amor sin límites que emanaban de aquellos ojos grandes, azules e inquisitivos. Se fijó en la mugre que ensuciaba las pequeñas manos de Seth cuando éste trato de tocar su yelmo. Edward inspeccionó rápidamente la túnica de algodón marrón que llevaba puesta el muchacho y cayó en la cuenta, con algún fastidio, de que estaba cubierta de barro. Pasó un dedo por una de las mejillas de Seth, dejando un rastro de piel limpia entre la suciedad que le ocultaba el resto de la cara.
—Deberías bañarte —le dijo Edward, mostrándole las manchas que tenía en la punta de los dedos.
—Odio los baños —gruñó el muchacho mientras se le acercaba más, arrastrando los pies.
Edward le entendía bien. Cuando era más joven, él también odiaba los baños. Le quitaban demasiado tiempo y había cosas más importantes que hacer, como imitar a los caballeros.
—Un caballero no puede salir al encuentro del rey con la cara sucia —explicó Edward al muchacho, quien asintió de mala gana.
—Está bien.
Edward buscó con sus ojos orgullosos la tarima del rey, y como la encontró vacía resolvió seguir el rumbo de los ricos trajes azules y dorados de la corte, hasta que distinguió entre ellos al monarca, que en compañía de sus asistentes encabezaba la marcha por las calles que conducían al centro de la ciudad. Cuando se volvía para despedirse, oyó que Seth le decía:
—Espero ser un caballero tan grande como tú algún día.
Edward se detuvo y miró al muchacho, que lo observaba con sus grandes ojos azules llenos de respeto y de admiración.
—Lo serás —le prometió Edward antes de moverse en dirección al séquito real.
Una procesión de damas y caballeros elegantemente vestidos seguía, como siempre, al rey. Por el peso de la armadura, que dificultaba sus movimientos, a Edward le costó bastante trabajo alcanzarlos. En su afán por hacerlo casi pisa la larga capa verde de un duque. La duquesa, que acompañaba al duque, le dirigió una tímida sonrisa, lo que hizo que se agitara un mechón de su cuidada cabellera. Edward se inclinó ligeramente ante ella y la adelantó. Caminando con rapidez, logró llegar a donde estaba el rey Enrique, que en ese momento hablaba con un vendedor de sidra.
—La sidra de la aldea es maravillosa —le comentó el rey a Edward—. A pesar de que lo han intentado con ahínco, mis sirvientes nunca han sido capaces de hacer una igual —añadió llevándose una copa a los labios.
Edward asintió con la cabeza. Se quedó mirando a los nobles que seguían los pasos del rey y trataban de atraer su atención como si fueran halcones bien entrenados. No se le ocultaba el hecho de que muchos de los nobles presentes le devolvían miradas llenas de desprecio. Él también los despreciaba, como desdeñaba sus modales presuntuosos. Si buscaban la atención del rey lo que tenían que hacer era actuar, arrebatarle un castillo al enemigo o contribuir a financiar los gastos de la guerra que se avecinaba; pero en vez de ello procuraban ganarse los favores del monarca luciendo bellos trajes, mostrando sus lindas caras y prodigando palabras pretendidamente ingeniosas. Era un honor para Edward que Enrique hubiera preferido hablar con él antes que con la emperifollada nobleza que lo rodeaba. El rey podía ser cualquier cosa menos tonto.
—Me han dicho que se trata de un secreto de la familia Roza —comentó el conde de March, que vestía una larga capa dorada, embellecida con bordados de flores, que llegaba hasta el Suelo. Los bordes de sus anchas mangas tenían forma de hojas y estaban adornados con rutilantes joyas. Sin lugar a dudas, era el más elegantemente vestido de todos los nobles.
—Bueno, sí… —contestó el rey, acompañando su voz con un amplio gesto de la mano, como haciendo caso omiso del asunto y del propio conde, y continuó su camino por la calle embarrada. El sol calentaba con intensidad, y empezaba a resecar el Suelo, del que ya se levantaban pequeños remolinos de polvo.
Edward caminaba al lado del rey Enrique, destacándose por encima de todos los caballeros presentes, a quienes sobrepasaba ampliamente en estatura. Edward Cullen tenía una planta realmente envidiable.
—¿No estás de acuerdo conmigo, Edward, en que hay demasiado chismorreo en las calles? —preguntó el rey Enrique.
—Cómo no —contestó Edward, y siguió al rey mientras éste dejaba atrás la aldea y se internaba en el campo.
El conde de March trató en vano de mantener el paso y, jadeante, sacó del bolsillo un pañuelo de encaje y se secó con él la frente.
—Es un día caluroso, señor, ¿no es cierto? —exclamó.
El rey Enrique le dirigió una mirada desabrida.
—March, ¿por qué no vas con la condesa? —le sugirió—. Me parece que le cuesta trabajo andar a tu velocidad.
Los ojos de Edward se volvieron hacia la condesa, quien se había desplomado en los brazos de un hombre y en ese momento estaba siendo acomodada en el Suelo. La mayor parte de la corte había quedado atrás en ese momento, y a Edward le pareció evidente que el rey deseaba hablar con él en privado. Se preguntó si el conde era verdaderamente tan indiscreto, justo cuando éste se inclinó en señal de reverencia y pronunció unas breves palabras:
—Como usted quiera, señor.
El rey Enrique continuó su marcha campo a través, entre los pastizales. Edward lo siguió, aunque no pudo dejar de pensar que hacía ya demasiado calor para andar por caminos rurales arrastrando los treinta kilos que pesaba su armadura.
—¿Cómo te van las cosas, Edward? —le preguntó el rey Enrique al tiempo que tomaba un sorbo de la sidra.
Edward se encogió de hombros.
—El Castillo Oscuro está en manos muy capaces, señor. Los campesinos producen lo suficiente para mantener las tierras. Creo que será un buen año.
—Bien —respondió Enrique, que dejó de caminar de pronto y se detuvo a contemplar los campos que se extendían delante de él. La hierba silvestre parecía suspirar cuando la brisa la acariciaba. Estaba tan alta que le llegaba a Edward hasta bien arriba de la pantorrilla.
—¿Entonces estás preparado para abandonar Inglaterra en el momento en que sea necesario?
—Por supuesto —replicó Edward ansiosamente, ya que había esperado durante meses a que los barcos de la flota inglesa lo llevaran a las costas de Francia—. ¿Zarpamos pronto, pues?
Enrique lo miró con cierta dureza.
—Hay rumores de que se trama un complot contra mi vida, de modo que temo no poder llegar a Francia tan pronto como quisiera.
Edward frunció el ceño. Su cuerpo se puso rígido, lleno de ira contenida.
—Naturalmente, le ofrezco mis servicios, señor, si desea averiguar si los rumores son ciertos.
Enrique esbozó una sonrisa preocupada.
—Tengo a otros que serán mis oídos y mis ojos —contestó.
Edward, listo para replicar, volvió a fruncir el ceño, pero Enrique continuó:
—No, Edward, tú eres un guerrero. Te necesito en Francia. No puedo abandonar Inglaterra antes de resolver este asunto —añadió llevándose de nuevo la copa a los labios, y siguió su camino—. ¿Has oído hablar de un caballero francés al que llaman el Ángel de la Muerte?
El ánimo de Edward se agitó como si fuera una bandera movida por la suave brisa del atardecer. El caballero había oído hablar de sus hazañas, pero sabía muy poco del hombre al que se refería el rey. Sin embargo, por la manera en que le había preguntado, le pareció entender que le estaba probando.
—He oído su nombre.
Enrique se volvió a mirar a Edward. Sus ojos inquisitivos parecían pedir detalles y sus cejas levantadas lo animaban a hablar.
—Sé que ha conquistado muchas tierras para los armagnacs —continuó Edward. Una sonrisa se insinuó en los labios del rey mientras su interlocutor trataba de esquivar su mirada, sintiendo que no había aprobado el examen, lo que no dejaba de molestarlo—. Y sé que ha hecho muchas cosas buenas por su país —agregó con cierta incomodidad.
—Así es —confirmó Enrique.
—¿Hay algo más que deba saber?
—Mucho.
Gradualmente, la sonrisa de Enrique se borró de su cara mientras iba aminorando el paso. Sus palabras habían sido muy bien meditadas, y estaban llenas de aflicción.
—El Ángel de la Muerte ha causado más bajas enemigas que cualquier otro caballero francés. Es un caballero que no tiene comparación con ningún otro de los que se han cruzado en nuestro camino.
—Pero es mortal —argüyó Edward—. La sangre corre por sus venas, y esa sangre puede ser derramada.
—De acuerdo con los rumores, a este Ángel de la Muerte no le corre sangre, sino hielo por las venas.
—Claro. Los rumores son el cotilleo de los cobardes.
—Sí, supongo que sí, Príncipe de las Tinieblas.
La respuesta del monarca sorprendió a Edward. Sabía que era natural que el rey conociera el sobrenombre, pero no pudo reprimir el estremecimiento que experimentó su cuerpo. Los rumores habían viajado rápido… ¡y lejos! Eran producto de la corte, que vivía propagando a sus espaldas toda clase de chismes.
—Los campesinos me llaman así —explicó.
—Y no sin razón, según lo que he escuchado.
—Sólo soy despiadado con nuestros enemigos, señor.
—Y por eso mismo debes ir a Francia a encontrarte con el Ángel de la Muerte. Ya te están esperando los barcos que conducirán a tu ejército a través del Canal.
—¿Mi señor desea que lo capturemos para luego pedir por él un rescate?
—Preferiría, desde luego, que lo capturaras y que el pago del rescate nos sirviera para financiar la guerra; pero si no puedes capturarlo, quítale la vida. Me uniré a ti en Francia tan pronto como sea posible.
—Como usted desee, señor —dijo Edward inclinándose ligeramente.
—Muchos hombres han caído ante la fuerza de la espada de este caballero —añadió Enrique—. Te ordeno que actúes con cautela.
Edward asintió con la cabeza y se hizo a un lado. El rey le tomó la mano nuevamente.
—Te lo advierto, Edward. No subestimes al Ángel de la Muerte.
El rey Enrique vio cómo su acompañante se alejaba de él. Tal vez debía habérselo dicho, pero si Edward conociera la verdad, estaba seguro de que subestimaría aún más a su enemigo. Además, aquel hombre necesitaba que le rebajaran un poco su excesiva confianza en sí mismo. Sólo esperaba que Edward fuera capaz de matar al Ángel de la Muerte cuando se enterase de que el Ángel de la Muerte era mujer.
