Disclaimer: a mí nada me pertenece. El que gana dinero es George Martin.

Este fic participa en el reto nº 85 del foro Alas Negras, Palabras Negras. Partimos de lo siguiente: ¿Y si Myrcella descubre a Jaime y Cersei en la Torre, en lugar de Bran?

...

Como la reina Alysanne

I


Los maestres y las septas hablaban del invierno como algo lejano pero seguro. El invierno siempre acaba llegando, por muy largo que haya sido el verano, decían. Las nevadas de verano descendían de un cielo encapotado, acuosas, pintando de blanco los caminos. Dentro de los muros, el agua termal ascendía y serpenteaba de forma reparadora, ahuyentado el frío.

A Myrcella el invierno le resultaba fascinante. Hasta entonces, no lo conocía. Su padre, el rey Robert, solía maldecirlo a causa del "frío de mierda". Era una de las pocas cosas en las que sus padres estaban de acuerdo.

—Tommen, cierra los postigos. —El niño obedeció. La columna de caballeros ya se había perdido de vista. Su hermano la había despertado saltando sobre la cama, ansioso por el día de cacería, como si él fuese a participar.

—¿Crees que padre me traerá una cierva?

—No lo sé. Seguro que sí —añadió al final.

Tommen se refería a una cervatilla de vientre blanco y pintas oscuras, como la que había tenido hacía unos meses. Se la había regalado algún señor de la corte, no podía recordar quién. Pero a Joffrey le había gustado mucho la piel de Nana y Tommen se había quedado sin mascota.

—Vete a vestirte, Tommen. Ya ha amanecido.

Su hermano pequeño era muy obediente.

Las doncellas la ayudaron a prepararse. Los vestidos de seda y encajes intrincados quedaron relegados al fondo del baúl. En su lugar, la vistieron con un vestido de gruesa lana carmesí, de mangas largas y acampanadas, y una capa del mismo material y color, con el cuello rematado en piel. Cautivaron los rizos dorados en una redecilla de topacios y la envolvieron en perfume de lirios y jazmín.

Su madre opinaba que el Norte olía a perro mojado y que era muy complicado respirar aire puro. A Myrcella le parecía que la sala principal de Invernalia sí que olía a perro. El día de la recepción los habían echado, pero después habían entrado incluso durante las comidas. Ella estaba muy agradecida de que solo entrasen los perros: los huargos le producían pavor.

Cuando bajaron a desayunar le sorprendió ver a su tío Jaime allí.

—Alguien tiene que cuidar de la princesa —le respondió con un guiño. Le pareció que estaba abstraído. Muchas veces su tío Jaime lucía como ausente, especialmente cuando estaba en la Fortaleza Roja, custodiando puertas, como él decía. De vez en cuando cruzaba una mirada con su madre, pero el resto del desayuno ambos lo pasaron en silencio.

Su tío Tyrion era mucho más hablador. A Myrcella le gustaban sus muecas graciosas y sus comentarios que hacían enfadar o ruborizar a todos a su alrededor.

Myrcella aplazaba las tortas de avena con miel y los huevos duros deliberadamente. Mordisqueaba trocitos de pan tratando de hacer pasar el tiempo. Quería caminar por Invernalia y echarse sobre la nieve como había visto hacer a unas niñas el día anterior. Reían y chillaban como gallinas. Solo había visitado el precioso invernadero una vez (el de rosas azules, rosas cristalizadas). La mandarían al cuarto de costura con las niñas Stark. Myrcella odiaba particularmente la costura, aunque la septa Mordane alababa sus puntadas cada día, incluso a sabiendas de que estaban torcidas.

Solo la dejaban a solas cuando estaba con Tommen en el patio de armas, practicando con espadas de madera con el hermano pequeño de Robb. La alternativa a las clases de costura no era muy alentadora: su maestre insistiría en retomar la heráldica.

La heráldica o la costura, los modales, el canto. Todos decían de Myrcella que era elegante, voluntariosa y cortés; pero nadie le había preguntado si le divertía serlo.

Un Lantell de Lannisport pasó a buscarla para custodiarla hasta su tortura diaria de agujas y puntadas. Era tan alto como su tío Jaime, con la misma cabellera rubia de los Lannister. La princesa no podía recordar su nombre.

—Ser —dijo— ¿cuáles fueron vuestras órdenes para hoy?

—Acompañaros en todo momento, Princesa, adonde vos queráis ir —respondió con una leve inclinación.

—¿Adónde yo quiera ir?

—Tengo entendido que la septa de las niñas Stark se encuentra… indispuesta. Pero si lo deseáis, vuestra septa…

—No —se apresuró a decir. Sonrió—. Sería tan descortés por mi parte ir yo sola a la sala de costura. Ahora es demasiado tarde para enviar una invitación a las Stark. Creo que iré al patio de armas.

—Oh, vuestro hermano el Príncipe Tommen sin duda ha hecho grandes progresos.

—Sí. —Myrcella se daba cuenta de que era palabrería condescendiente. Condescendiente era una palabra que le había enseñado su madre.

Su hermano estaba un poco rollizo, en eso se parecía a su padre. Con los protectores encima parecía una pelota de cuero y lana. Myrcella lo animó durante un rato, mientras cruzaba espadas acolchadas con el hermano menor de Robb.

—Podéis iros si lo deseáis, Ser —Myrcella compuso un gesto amable, el que se ponía para recibir invitados. El guardia de Lannisport llevaba un buen rato mirando la puerta de la armería, donde los soldados jugaban a los dados toda la tarde—. Estoy segura de que preferís la compañía de vuestros camaradas. Yo me encuentro segura aquí. Mirad, hay guardias Lannister por doquier.

Era verdad. Por encima de la nieve, flotaban las capas rojas.

Solo le tomó unos minutos convencerlo y enseguida se fue. La princesa miró a derecha e izquierda. Nadie le prestaba mucha más atención que al combate que se libraba en el centro del patio. Invernalia era más grande que la Fortaleza Roja, o al menos ella tenía esa impresión. En su periferia se congregaban torres y torreones, fuertes, la herrería y el campanario, el septo y el bosque de dioses, salones y más. Tomó el puente hasta la armería y luego el que daba a la sala de los guardias. Miró hacia abajo y vio a un grupo que charlaban envueltos en cuero y pieles. «Si encuentro las cocinas, pediré pastelitos de limón.»

Bajó unas escaleras y se topó frente a la Torre Rota. Le habían dicho que estaba rota porque un rayo la había partido en la cima. El tercio superior de la torre parecía una boca negra. «Eso debió suceder mucho antes de Brandon el Constructor —razonó—, porque si Brandon la hubiese visto rota, la habría arreglado.» Las gárgolas y los nidos de cuervos eran sus únicos huéspedes.

Había tantas cosas por ver.

Empujó la puerta de un fuerte cuya placa metálica rezaba "Primer Torreón". Se sintió un tanto decepcionada al comprobar que estaba desierto. El mobiliario se apilaba tapizado por el polvo. Hacía mucho frío allí dentro. Se arrebujó con la capa y comenzó a fisgonear. Estaba segura de que podría encontrar algún tesoro, olvidado por algún Stark hacía cien años. A veces jugaba con Tommen a los exploradores, pero en la Fortaleza Roja siempre había alguien dispuesto a interrumpir el juego.

Subía los peldaños del primer piso cuando escuchó voces. Sonaban tan lejanas que no podía entender más que palabras inconexas. La princesa pensó en irse por un instante. Quizá no fuese tan buena idea rastrear los tesoros del invierno. Cuando se dio cuenta estaba en el segundo piso y las voces se oían más claras. Estaban a un solo tramo de escaleras de distancia. Tendría que irse, o podría suceder lo mismo que cuando encontró las calaveras de los dragones.

—Tendremos… cerca.

—Prefiero… Ven aquí.

Aún lejanas, apreciaba el tono de discusión. Por algún motivo se le hacía familiar. Su rostro se ensombreció durante un instante, recordando las discusiones de sus padres. Reñían a todas horas y no era necesario pegar la oreja a la puerta y contener la respiración. Los pleitos tenían lugar en cualquier habitación, dorado del Rejo mediante, desde el motivo más fútil hasta la más grave de las razones; tan alto, tan fuerte y con tal furor, que los gritos eran rugidos de leones. Su padre enrojecía como una granada, derramaba el vino, rompía copas y jarrones, volcaba aquello que su mano alcanzaba y daba un fuerte portazo.

—Te preocupas demasiado. Lady Arryn no es más que una estúpida miedosa.

—Esa estúpida miedosa compartía el lecho de Jon Arryn.

Myrcella dio un respingo al reconocer a su madre y a su tío Jaime. «No debería seguir subiendo —pensó—. Mamá se enfadará conmigo.» Pero siguió subiendo, escalón a escalón. La esposa de la Mano nunca dejaba al pequeño Robert jugar con ella y con Tommen aunque, a decir verdad, Myrcella tampoco solicitaba su compañía. Cuando Robert Arryn temblaba, le daba miedo. Y cuando Robert Arryn se enganchaba al pecho blancuzco y laxo de su madre, le daba grima.

—¿Crees que el rey le exigirá pruebas? Ya te lo he dicho. No me ama.

—¿Y quién tiene la culpa de eso, querida hermana?

La princesa se mordió el labio. ¿Sus padres no se amaban? «En las canciones el rey Jaehaerys le dice a su amada Alysanne lo mucho que la ama —recordó—. El príncipe Duncan amaba a Jenny de Piedrasviejas.» Pero sus padres agotaban demasiadas energías discutiendo.

La puerta estaba entornada. Por el hueco se colaba un débil rayo de luz. Al otro lado, las voces se silenciaron y se escucharon risas. Un ruido rítmico, como el de la carne contra la carne. Myrcella se acordó de Pate, el niño de los azotes, del sonido de sus nalgas recibiendo los manotazos que debían ser para ella o sus hermanos. ¿Acaso su madre había abofeteado a su tío Jaime?

Seguían riéndose. ¿De Lady Arryn? ¿De su padre? Las risas se unieron a otros ruidos, húmedos, pegajosos. Por un momento, le pareció que su madre lloraba. Estaba sollozando, o tal vez gemía, pero su tío Jaime no paraba de reírse, no a carcajadas, sino una risa siseante, divertida.

—Para. Basta, oh, por favor…

Myrcella empujó la puerta. Se encontró a su tío Jaime con la cabeza entre los pechos de su madre, como Robalito hacía con lady Arryn si se ponía muy nervioso. Luego todos gritaron, los tres. Su tío Jaime se subió las calzas, su madre la señalaba, chillando enloquecida.