Prólogo.
Los gritos cesan de vez en cuando, se hacen suaves, pausados, casi inaudibles. A Severus le gusta pensar que es entonces, cuando la voz de su madre se pierde entre las sombras de los árboles, los días soleados y el canto de los pájaros, cuando lo peor ha pasado. Ella es una bruja, se dice, con cierta rabia, con cierto miedo aflorando en su interior y aún así, ¿por qué no se defiende ante los golpes de su padre, ése que no sabe hacer más magia que la de causar heridas profundas? No está seguro y no le importa, prefiere inventar sus propias respuestas a ello, algo que sea satisfactorio y loable en aquél infierno, algo que no sea simplemente un murmullo cuando va a auxiliarla, sangrando en medio de la cocina, con la sonrisa torcida, el labio partido y las mismas palabras.
No sabe lo que hace, no nos entiende, Severus. Sólo tiene miedo. Miedo de nosotros.
Severus bufa ante la idea de semejante tontería y sus labios se vuelven una línea fina, como si estuviera conteniéndose a gritar. ¿Por qué tener miedo? ¿Qué tiene la magia de malo? Él, por ejemplo, conoce a una familia donde la magia no es algo malo —y el corazón le da un vuelco en el pecho al recordarlo, tan diferentes, tan comunes y aún así, tan felices—, los encontró por casualidad, a los Evans, a su hija. Y ellos, sin duda, no le temen a los pequeños trucos que su hija pelirroja hace, no golpean por cosas inexplicables, sino que las disfrutan.
Lily Evans no tiene porqué usar un disfraz, es diferente a su madre. Lily Evans brilla con fuerza propia, con esa magia que palpita en su interior y que sabe, intuye, no dejará que nadie opaque. Su madre, en cambio, es gris. Y sin embargo, Severus no puede evitar sentir lo mismo por las dos, pese a que a ambas las conoce poco y nada: un deseo de acercarse a ellas. Pero, ¿cómo?
