01. Hasta el fin del mundo
Había perdido la cuenta de cuántas noches había dormido sola en medio de la nada, recostada incómodamente en los asientos traseros del Impala que una vez perteneció a su padre, hacía ya algún tiempo. Había perdido la cuenta de cuántas veces había tenido que comer verduras y frijoles directamente de una lata, e incluso había olvidado lo que se sentía estar junto a alguien.
Deana incluso había olvidado la manera en la que pasaban las horas, los días y los meses. Hace mucho, dejó de contar los días que pasaban y se había dedicado a vivir sin "vivir", viajando en su Impala sin un rumbo, como queriendo llegar al atardecer, pero siempre era muy noche. Ella incluso no sabía porqué lo hacía. Se mentía a sí misma que no podía quedarse en un mismo lugar, no por las amenazas porque eran nulas y eso sería engañarse a sí misma. Las provisiones se agotaban y esa era la mentira que la mantenía tranquila, sin embargo, muy dentro suyo sólo quería volver a ver a su familia en el camino.
Pero nunca hallaba nada. Ni a nadie.
Pero, de alguna forma, sin importar los días ni los meses, Deana seguía esperanzada en la idea de creer que su familia, y que todo el mundo, volverían alguna vez.
Y seguía viajando por el camino desolado en su viejo Impala del 67, admirando el manto de estrellas en medio de la noche y deteniéndose en el día para dormir y perder el tiempo buscando provisiones y haciendo cosas inútiles e innecesarias. Los animales no se habían ido, seguían ahí viviendo su vida, y los domésticos comenzaban a acostumbrarse a una vida salvaje. Deana simplemente los observaba mientras se sentía miserable y sola.
Y un día, simplemente dejó de buscar a otro ser humano y aceptó que era la única en el mundo, pues había recorrido la mitad de Estados Unidos en busca de alguien sin hallar a nadie. Y simplemente lo aceptó de una vez por todas.
Justo un día caluroso en alguna parte de Kansas, Deana se detuvo en medio de una ciudad abandonada para cargar un poco de gasolina y agua. No iba a mentir, las ruinas del apocalipsis le causaban cierto temor, porque, aunque no hubiese nadie dentro de los edificios grisáceos, Deana se sentía observaba. Quizás era sólo su imaginación, o quizás los espíritus sin descanso de la gente que había desaparecido. No lo sabía, y por ello evitaba bastante las grandes ciudades. No sabía lo que podía encontrar ahí y tampoco quería averiguarlo.
Deana se limpió el sudor de la cara.
Crack.
Un crujido a sus espaldas le hizo sacar el arma que guardaba siempre en sus pantalones. Estaba consciente de que no había alguien a quien apuntarle con esa arma, pero le hacía sentirse más tranquila al tenerla siempre a su lado.
Tap. Tap.
Pasos sobre la acera y, entonces, sin siquiera pensárselo, apuntó el arma a la par en la que saltaba sobre la banqueta. Anteriormente, no tuvo ni la menor idea de lo que sea que fuera aquella cosa que caminaba sobre el pavimento, pero nunca esperó encontrarse a alguien. A una chica de ojos color azul como el mismo el cielo y el cabello tan oscuro como la misma noche.
La desconocida alzó ambas manos y el suéter enorme de color crema cayó hasta sus codos.
Deana siempre imaginó que cuando encontrase a alguien más, seria amable y pasarían el resto de sus vidas viajando en su Impala admirando las estrellas y sobreviviendo. Pero en esos momentos, la misma soledad que la había atormentado le hacía desconfiar de sobremanera. ¿Estaba alucinando? Hacía horas que no bebía agua, pero se había deshidratado otras veces y nada de lo que veía había sucedido alguna vez.
—¡¿Quién eres?! —gritó Deana, sosteniendo su arma con fuerza y el rostro rojo y perlado por el sudor.
La otra chica palideció.
—Mi nombre es Cassy —dijo.
Al igual que Deana, Cassy parecía tan sorprendida y anonadada. La otra chica lucía igual a Deana, asustada, pálida, cansada, ojerosa… los mismos síntomas de la soledad. Ambas chicas se estaban marchitando de a poco, y aunque el encuentro no fue de lo más agradable, ambas parecieron de pronto recuperarse de lo que había pasado en el mundo.
—Por favor, baja tu arma —pidió Cassy—. No pienso herirte.
Deana la bajó, y un poco más tarde, ambas chicas se encontraban de camino al Impala mientras cargaban un par de mochilas llenas de latas de comida y botellones de agua, además de algunos tampones y toallas femeninas que les eran indispensables por tener la dicha de ser mujeres. Deana hubiese preferido haber nacido hombre entonces.
El trayecto transcurrió en completo silencio y ninguna parecía estar dispuesta a hablar, hasta que Deana lo hizo.
—Entonces… ¿No has visto a nadie más en todo este tiempo?
Cassy la miró por unos breves segundos. La chica tenía unos enormes ojos azules, una nariz que le llamaban "de botón", y unos labios gruesos, mucho más gruesos que los de Deana.
—Sí —respondió Cassy—. He estado viajando sola desde entonces. Cuando me di cuenta de que mi ciudad estaba vacía, creí que podría encontrar a alguien y pedir ayuda en otras ciudades aledañas, pero no.
Estaba sola.
Deana asintió. Esa era su historia también y Cassy no tuvo que preguntarle para saberlo.
Justo cuando llegaron al Impala, Cassy se detuvo.
—¿No vienes? —indagó Deana, observando como Cassy no parecía dispuesta a entrar al Impala.
—Yo tengo una caravana —respondió con simpleza.
Las cejas de Deana se alzaron. No me dejes aquí. Abrió la boca para hablar. No voy a hacerlo.
—Eres la primera persona que veo en años —dijo Deana.
Cassy asintió.
—Espero que no te moleste —dijo Cassy y el corazón de Deana se estrujo pensando que ella iba a irse. Como todos—, pero mi caravana es un poco más cómoda.
Deana miró al viejo Impala. Quizás tenía razón, pero no podía dejar al auto atrás. Había sido de su padre y era el único recuerdo que tenía de su familia. No podía dejar al Impala, votado en quien sabe donde de Kansas.
—No voy a dejar el auto —dijo Deana.
—No tienes que hacerlo —le sonrió Cassy.
Y entonces pasaron los días y el auto era arrastrado por la parte de atrás de la carava de Cassy cada vez que viajaban. El lugar no era muy grande, pero era mucho más cómodo que el Impala. Y a Cassy no le molestó compartir su cama desde entonces.
Como en la mayoría de los días, el olor a desayuno se coló en las fosas nasales de Deana. Olía a carne frita, un poco de frijoles y verduras, no eran huevos revueltos ni tocino frito, pero le agradaba el olor. Con Cassy, la comida enlatada sabía sólo un poco mejor.
Deana se removió entre las sábanas, sintiendo los rayos del sol pegarle directo en la cara, la cual lucía un poco abochornada. Salió de la caravana, sólo para encontrare a Cassy cocinado bajo una sombrilla enorme, con la pequeña estufa, del tamaño de una caja de zapatos.
—Buenos días, Deana.
Cassy le sonrió. Quizás era el tiempo libre, o el maldito fin del mundo, pero Deana había notado que Cassy se levantaba todas las mañanas a la siete, bebía una enorme taza de café con un par de galletas e iba a sentarse al techo de la caravana a leer o a dibujar un poco antes de que el sol calentara la superficie de metal. Deana sabía que no era cierto, pero parecía que Cassy había sobrellevado bien el fin del mundo.
—Buenos días, Cassy.
Y los días pasaron, y Deana se acostumbró a la caravana de Cassy y a dormir a su lado, sintiendo el calor que desprendía su cuerpo, sintiéndose protegida de alguna forma, pues la soledad se había ido.
Había días en los que pensaba que todo era un sueño, pensaba y la aterraba que en algún momento Cassy desapareciera como los demás lo habían hecho. Ella era su amiga y la mantenía con los pies sobre la tierra. Aunque, muy dentro de sí, ella sabía que Cassy no era una amiga, era algo más. Y Deana se dijo muchas veces que quizás había sido por el vacío y la soledad tan prolongada que había pasado por muchos años, y que ahora sólo se había acostumbrado a Cassy, pues cuando el mundo era normal siempre le gustaron los chicos.
Como fuera, Deana no podía ignorar aquello.
Un par de horas después de que anocheciera, ambas muchachas subieron al techo de la caravana. Un par de latas de refresco y un par de chocolatinas pasadas desde hace un mes.
Cassy se acercó.
Ella no era alguien de muchas palabras, pero Deana había podido llevar aquella amistad. Porque no necesitaban hablar para comprenderse ni mucho menos entablar conversaciones largas para conocerse. Con una mirada, un gesto, un leve asentimiento de cabeza, con eso bastaba. Deana amaba el pie y extrañaba las hamburguesas. Cassy había tenido muchos hermanos y no le gustaba sujetarse el cabello. Deana odiaba manejar de noche y Cassy le tenía miedo a la oscuridad.
—¿No te lo has preguntado? —Cassy dijo, recostándose cerca de Deana.
—¿El qué?
—¿El por qué nosotras no?
Deana suspiró y pasó una mano bajo su cabeza. El metal de la caravana estaba tibio.
—Más veces de las que puedo contar.
Cassy comió su chocolatina pasada y no volvieron a discutir el tema, porque, a donde fuera que siguiera la conversación, nunca lograrían comprender porqué ellas dos seguían sobre la tierra.
