El otoño recorre el valle
Por M. Mayor
En llamas, en otoños incendiados,
arde a veces mi corazón,
puro y solo.
Otoño, Octavio Paz.
1
La nostalgia y Hogwarts
Abrió los ojos y por unos segundos se preguntó dónde estaba. No reconoció el techo blanco sobre ella, ni la cama sin el dosel. Estaba acostumbrada a que un rayo ligero del sol atravesara sus sábanas y al sonido que hacía el reloj de pared en su habitación en Hogwarts.
Esa era la primera mañana fuera del colegio y Lily ya comenzaba a sentir una nostalgia profunda. De hecho, se incorporó de la cama sin saber qué hacer. Aún no amanecía completamente, pero ya no tenía ganas de seguir durmiendo. Miró la cama que estaba paralela a la suya y se entristeció cuando reconoció el rostro de su hermana dormida y no el de Dian Roosevelt.
No tenía idea de lo que seguía. Dejar el colegio era más difícil de lo que había pensado. Intentó apartar sus pensamientos y bajó a la cocina para prepararse un poco de café.
Escuchó el sonido de la ducha e imaginó que su madre ya se encontraba despierta. Se acercó a uno de los gabinetes de la cocina y comprendió que estaba fuera de lugar, no los objetos: ella. Intentó abrir el frasco del café con las manos y se sintió torpe. No podía comprender cómo es que antes había tenido una vida tan muggle.
–Buenos días –saludó el señor Evans, con el traje de oficina.
–Hola, papá –sonrió Lily–. Intento hacer el desayuno.
–¿Piensas abrir algo con eso? –preguntó su padre divertido al ver que Lily sostenía la varita–. Yo te ayudo.
Lily asintió con una sonrisa apenada. Se sentía muy inútil, pese a que le alegraba estar de nuevo en casa. Esta vez no sería solo un verano, esta vez era indefinidamente y ella tenía la rara sensación de que estaba ocupando la vida de alguien más.
–¿Ya tienes planes?, ¿qué harás hoy? –preguntó su padre.
–¿Mmm? Oh, no, creo que nada –respondió Lily, recordando cómo encender la estufa.
–¿Sabes? Si tú quisieras podrías ayudarme en la oficina. Siempre hay un poco de trabajo extra ahí. Y no sé, quizá con el tiempo, pueda arreglar un pago para ti –dijo su padre, mientras desplegaba un diario muggle.
–Gracias, papá, pero no sabría qué hacer ahí –respondió Lily, tratando de ser cortés–. No te preocupes por mí. En el Ministerio de Magia hay muchas vacantes y he aplicado para algunas cosas.
–¿El qué? –inquirió su padre, confundido.
–Es algo así como el Ministerio de Empleo y Seguridad Social muggle.
–Oh, ya, entiendo –mintió su padre, sin comprender una sola palabra–. Bueno, piénsalo.
–Lo haré –sonrió Lily, resignada.
Dian no se levantó sino hasta el mediodía cuando sintió hambre. Fue hasta que cruzó la puerta de su habitación que se dio cuenta de que ya no estaba en el colegio.
–Buenos días, señorita –saludó la voz chillona de una elfina doméstica.
–Buenos días, Sally –respondió Dian, todavía adormilada–. ¿Qué hora es?
–Ya es mediodía, señorita –contestó la elfina–. ¿Le apetece comer algo?
–Sí, muero de hambre –dijo Dian, luego de un largo bostezo–. ¿Y mis padres?
–En el trabajo.
Dian no sintió necesidad de decir nada y se dirigió a la cocina con la elfina doméstica. Unos minutos más tarde comía unas tostadas con mermelada y miel. Aunque la comida de casa era deliciosa, extrañaba el Gran Comedor de Hogwarts, al menos ahí siempre había bullicio y nunca se estaba del todo en paz. En casa volvía a estar sola.
En los páramos, muy lejos de las ciudades muggles, James y Sirius protagonizaban una carrera de velocidad. James montaba su escoba a unos cuantos metros del suelo, mientras que Sirius, a su lado, conducía una motocicleta voladora a toda velocidad. Habían decidido improvisar una carrera sin más.
La verdad era que ambos intentaban olvidar un poco que estaban fuera de Hogwarts. La sola idea les producía escalofríos y no querían enfrentar la realidad que se cernía sobre ellos.
Luego de unas horas de atravesar el campo de un lado a otro, se detuvieron en una loma desde donde se alcanzaba a ver todo el páramo. James dejó la escoba sobre el suelo y Sirius dejó que la motocicleta descansara un poco.
–Qué alegría que Regulus me haya dado su motocicleta, ¿no te parece? –dijo Sirius, acomodándose el cabello que se le había revuelto un poco.
–Claro, omitamos el detalle de que se la robaste –respondió James, sentándose sobre una roca.
–Eso no es importante –resolvió Sirius, sonriente.
Se quedaron unos segundos en silencio, sólo contemplando el cielo, la planicie y cualquier otra cosa que no tuviese que ver con ellos.
–Creo que pronto me iré, Potter –dijo Sirius, al fin.
–¿A dónde piensas ir? –preguntó James, con la seguridad de que se trataba de otra broma de Sirius.
–No lo sé –respondió éste, encogiéndose en hombros–. Pero no puedo seguir viviendo en tu casa como un haragán cualquiera, ¿sabes? –sonrió–. Estoy muy agradecido con tus padres y contigo, pero es hora de encontrarme un lugar.
–¿Estás seguro?
–Más que nunca –suspiró–. Tal vez vaya a casa de mis padres a reclamar algunas de mis cosas, ya sabes, si es que aún existen, aunque la última vez, y tomando en cuenta que robé la motocicleta a mi hermano, me dejaron claro que no debía volver jamás, pero voy a hacerlo, es parte de un ciclo y esas cosas.
–Entiendo. Sólo un consejo.
–¿Cuál?
–No lleves la motocicleta.
El verano anterior, Hope Lupin, la madre de Remus Lupin había muerto. Tanto a él como a su padre les había costado hacer una vida normal. Para Remus el colegio lo había sido todo y volver a casa le causaba un poco de sufrimiento y tristeza. Podía recordar todo de su madre: su cariño incondicional cuando de niño se enfermaba, el cuidado especial con el que lo atendía cada vez que pasaba una Luna llena dolorosa.
Su padre, el prestigioso investigador Lyall Lupin, intentaba que el muchacho lo pasara de lo mejor. Estaba enterado perfectamente de lo bien que Remus lo había pasado en Hogwarts y quería hacer todo para que también fuese así en casa.
Sin embargo, Remus no podía evitar sentirse nervioso respecto a la siguiente Luna llena. No sabía qué haría sin sus amigos y aunque su padre trataba de eludir el tema, también se daba cuenta de cómo lo afectaba.
Además, echaba de menos a Dian, como nunca. Habían prometido verse en cuanto arreglaran sus vidas después del colegio, volver a casa, estar con la familia y todo eso, pero él sabía perfectamente que a comparación de todos no tenía mucho qué poner en orden. Lo único que lo entusiasmaba era que había escrito algunos artículos que pronto se publicarían en el Diario del Profeta y que, gracias a las recomendaciones de Dumbledore, también formarían parte de un libro de investigaciones en Artes Oscuras. Estaba seguro de que pronto conseguiría un empleo y podría independizarse, vivir solo, sin poner en peligro las vidas de los demás.
Dian pasó toda la tarde sola en casa. Intentó leer algunos libros, pero se dio cuenta que no soportaba el silencio. Salió un rato al jardín para despejarse, pero todo lo que hacía era pensar en Remus.
Se sentía abrumada y aburrida. No le gustaba estar en casa, nunca le había gustado, pero ahora era más claro.
Entrada la tarde, sus padres llegaron a casa. Los elfos domésticos colocaron la mesa para la cena y Dian se encontró con ellos, quienes se ponían al corriente con noticias del Ministerio de Magia. La muchacha los escuchaba en silencio y casi sin probar bocado.
–¿Qué tal te ha parecido regresar a casa, cariño? –preguntó su madre de pronto, como si acabase de reparar en ella.
–Todo bien –respondió Dian, con indiferencia.
–No te ves muy animada –dijo su padre.
–Aún no me acostumbro. En Hogwarts siempre había gente y aquí… pues no.
–Debes extrañar a ese chico, ¿cómo se llama?, ¿Remus? –dijo su madre, con candidez.
Dian se sonrojó hasta las orejas y continuó picando con el cubierto su plato de ensalada sin terminar. Sus padres se miraron y sonrieron.
–¿Te gustaría ir a los mundiales de quidditch? –preguntó su padre, de repente.
–¿Cómo? –preguntó Dian, confundida.
–Como bien sabes los mundiales están por celebrarse y como siempre tengo entradas disponibles. ¿Por qué no escribes a tus amigos y haces la invitación? Seguro que querrán ir, ¿quién no? –dijo su padre.
Dian se levantó rápidamente de la mesa y corrió a abrazar a su padre, le dio un beso en la mejilla y corrió hacia su habitación.
–¿Y quién es ese Remus? –preguntó el señor Roosevelt a su esposa.
