Resumen: Hermione está desolada después de guerra, y sus sentimientos la llevan a viajar al pasado, y a encontrarse con Tom Riddle. Sin embargo, hay varias cosas que parecen interferir en sus planes… Tom Riddle es inteligente como nadie, absolutamente precavido y… sorprendentemente atractivo.
Advertencias: Spoilers de toda la saga, ya que tiene lugar después del séptimo libro.
Modificaciones del escrito original: Ignoro completamente el capítulo de 19 años después. A parte de esto, todo es prácticamente igual. Parto del último capítulo del último libro.
Disclaimer: Obviamente no soy J. , por lo que estos personajes que manipulo no me pertenecen.
Este es mi primer Fic largo en FanFiction, y desde luego el más serio: Tom Riddle no va a ser un santo, un pobre niño bueno al que se le negó afecto y sólo necesita un abrazo. Voy a intentar mantener su personalidad original, ya me diréis si lo consigo.
Espero que os guste y que disfrutéis leyéndolo.
*Capítulo editado. La idea es la misma, con la redacción un poco mejorada, y un cambio (necesario, en mi opinión) en la escena introductoria. Tengo intención de seguir editando los primeros capítulos, seguramente antes de subir el último. Por que, reitero, lo voy a subir. Este fic no quedará sin terminar.
En el nido de la serpiente.
Capítulo uno. Atrás en el tiempo (Editado)
Hermione despertó de repente, la risa maléfica de Bellatrix Lestrange aún resonando en su mente, y la firme imagen de su mirada demente grabada en las retinas. Instintivamente cogió la varita de debajo de la almohada, todavía no consciente que el enemigo que la asediaba se encontraba en su subconsciente.
Nada iba a conseguir desvanecer el vivo recuerdo de lo que había sufrido a manos de aquella mujer en la mansión Malfoy, por muchos años que pasaran. Inconscientemente, cubrió las cicatrizadas letras que mancillaban su brazo y lo atestiguaban con la mano, en un gesto tranquilizador.
Miró a su alrededor, de repente consciente que se encontraba en Grimmauld Place, como cada mañana desde que vivía con Harry.
El simple hecho de recordarlo le devolvió la pesada y familiar sensación de vacío, acompañada de todos los recuerdos que deseaba poder olvidar, eliminar completamente de su casi perfecta memoria. Tragó saliva y le dolió el cuello, necesitaba agua.
Bajó como un fantasma hasta la cocina, aún envuelta en las sábanas, como si pudieran aislarla de alguna manera del mundo exterior. Pasó por delante de la habitación de Harry y, como dictaba su rutina, presionó levemente la puerta. Cedió sin esfuerzo, con un chirrido sonoro que retumbó en la casa vacía. No estaba. Sonrió, sin alegría. Nunca estaba.
Sabía que no era su culpa, lo sabía de verdad. Harry también necesitaba un mecanismo para lidiar con la dureza de la posguerra, y lo había encontrado en el trabajo. Era auror, recién empleado, y aquellos eran tiempos de trabajo duro para los aurores: aún había mortífagos, y otros simpatizantes de Voldemort, vivos, escondidos, esperando. ¿Creían acaso que su Lord volvería de nuevo? Hermione sabía que no volvería, así que lo que hicieran no la preocupaba especialmente. Si alguien le preguntaba, ella ya había hecho suficiente, gracias.
¿Y de que había servido?
Se recriminó su propio comentario mentalmente. De mucho, había servido de mucho. Con Voldemort caído, todo volvía a la normalidad, estaban de nuevo en un mundo un poco más justo. Sin embargo, no era suficiente, no para Hermione.
Al fin y al cabo, ¿dónde estaba ella? Escondida en Grimmauld Place, intentando evitar las hordas de periodistas que les acechaban desde hacía ya casi medio año. En realidad, era una de las razones por las que Harry no volvía casi ni una sola noche a la semana; le esperaban en la puerta del ministerio, y le seguían incansables hasta su casa.
Hermione entró en la habitación, intentando recordar la última vez que se habían visto. Se acercó a la ventana y corrió levemente la cortina, casi sin pensar en lo que hacía. Allí estaban. Había cerca de una docena de ellos. No sabían exactamente dónde estaba la casa, no podían verla, pero sí podían acechar desde todas las esquinas cercanas.
Frunció el ceño de nuevo y salió con prisas de la habitación, sus pasos resonando y haciendo crujir la vieja madera.
El periódico la esperaba en la mesa de la cocina, gentileza de Kreacher, pero no lo abrió. No le interesaban los avistamientos de celebraciones de magos por parte de los muggles, no le interesaba lo ajetreados y faltos de personal que andaban los desmemorizadores, no quería ni oír a hablar de cualquier noticia relacionada con Harry y, aún menos, con los Weasley.
Notó casi físicamente como se le oprimía el corazón al pensar en ellos. De nuevo, sabía que no era su culpa, pero una parte de ella no podía evitar echársela. La muerte de Fred les había tocado, y mucho. George no era el mismo, quizás nunca volvería a serlo. Además, no era nada fácil para el resto dejar de pensar en su muerte cuando George era la viva imagen de su hermano. Hermione se estremeció al recordar la de veces que Molly le había llamado Fred sin pensar, para darse cuenta enseguida de su error, y desmoronarse en llantos.
Sí, no era fácil para ellos, especialmente ahora que no tenían un enemigo, una misión en la que centrarse. La pena y la frustración eran difíciles de olvidar.
Y, a pesar de ello, Hermione no podía evitar recriminarles su actitud. Estar con ellos era avasallante, inaguantable. No podías compartir su dolor, no exactamente, porque no eras uno de ellos.
Hermione quizás hubiera encontrado la paciencia para enfrentarse a los cambios de humor de Ron, y a su cierto encerramiento en si mismo –sabía, en el fondo, que necesitaba tiempo– si no fuera porque estaba ocupada con su propio dolor.
Después de la guerra, después de sufrir y luchar tanto, lo que Jamás hubiera esperado era que, al llegar a Australia, se encontraría a Wendell y Mónica Wilkins muertos. Muertos. El mundo por el que tanto había luchado, por el que lo había dado todo; se había desmoronado ante sus narices. Sus padres muertos, sin siquiera haber podido llegar a recordar que alguna vez se habían llamado Granger, y que tenían una hija.
Cerró los ojos con fuerza, conteniendo las lágrimas. Estaba cansada de llorar sin tener un hombro sobre el que hacerlo. Sí, Ron había perdido un hermano, pero ella lo había perdido todo. ¿Tan difícil de comprender era?
No quería comerse el desayuno que el elfo doméstico le había preparado, no tenía hambre. Lo que quería era que Ron y Harry y ella volvieran a estar juntos, y que todo volviera a ser como antes.
Quería que sus padres estuvieran con ella, quería oírles decir su nombre almenos una vez más, quería saber si habían muerto sufriendo.
Quería que sufrieran los otros, los que realmente lo merecían. Los malos, se oyó decir, y casi se rió con amargura. No le importaba lo infantil que sonaba, pero la vida era injusta. ¿Por qué era ella quién tenía que sufrir en silencio? ¿Por qué no los mortífagos? ¿Por qué no Voldemort?
Su rostro se encombreció en pensar en el nombre. Voldemort. Tom Riddle. Dumbledore debería haberlo detenido cuando podía, cuando estaba aún en Hogwarts, cuando empezó a asomar el monstruo en el que algún día se convertiría. Pero no, no lo había hecho, habían tenido que hacerlo tres chicos de diecisiete años en su lugar, y había tenido que morir la mitad de la gente a la que amaban.
Se preguntó si Riddle había tenido tiempo de sufrir, aunque fuera sólo un poco, cuando el último hechizo de Harry le había alcanzado. Seguramente no, se dijo,seguramente había sido demasiado rápido.
Salió de la cocina, empezando a sentir una ya muy familiar furia. Ojalá hubiera sufrido más. Ojalá le hubiera hecho sufrir ella misma, con sus propias manos, llevándole a su muerte lentamente.
Se detuvo de repente en medio del pasillo, delante de las escaleras. Inspiró aire nerviosamente, obligándose a calmarse. Tenía que empezar a controlarse, porque aquél tipo de pensamientos se estaban volviendo demasiado frecuentes.
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Hermione paseó la mirada por la verde llanada que se extendía desde sus pies hasta las lejanas montañas, dejándose embargar por una sensación de serenidad y paz que se le había estado escapando durante meses. Las dimensiones del castillo siempre la habían hecho sentir pequeña y, por extensión, también todos sus problemas parecían nimios ante tal inmensidad.
Inspiró el aire fresco y limpio, cerrando los ojos un instante para disfrutar de la extrañada sensación. Lo que daría para vivir permanentemente sumida en ella.
Volvía de una especialmente dolorosa visita a la familia Weasley, trágicamente acabada con una colosal pelea con Ron. La señora Weasley había roto en llantos de nuevo, incapaz de recuperarse como ningún otro miembro de la familia, exceptuando seguramente a George. Hermione apenas podía vivir con sus propio dolor, ¿cómo se suponía que tenía que ir cada domingo a reunirse para soportar el de los demás? Quizás es que cada uno lidia con la pena a su manera; pero lo que Hermione necesitaba era olvidar, alejarse de cualquier cosa que le recordara lo que había perdido, y no que se lo echaran en cara una y otra vez. Había tenido que salir de allí. Ron se lo había retraído, como siempre. En realidad, y ella lo sabía, era la manera que tenía él de lidiar: concentrar su enfado en una persona concreta, hacerla, de alguna manera inconsciente, culpable.
Pero esta vez ella había explotado, no había sido capaz de aguantarse. Todos tenían que enfrentarse al dolor, y si Ron no podía aceptar que ella necesitaba escapar, ella no tenía porque aceptar que él necesitara echar un grito de vez en cuando.
Finalmente, había buscado la familiar tranquilidad de los altos muros de piedra y el verde prado alrededor. Esperaba que la visita la reconfortara y le recordara los viejos tiempos. Pero a pesar de los esfuerzos de reconstrucción, sólo la parte más utilizada del castillo presentaba algo similar a su antiguo aspecto. El resto, paredes derruidas, torres sin cúpula, huellas carbonizadas en la piedra gris… Algunas no desaparecerían nunca, eran fruto de hechizos demasiado oscuros. Quedarían incrustadas en el aspecto del elegante castillo, siempre recordando lo que había vivido.
Así pues, la nostálgica serenidad que la acompañaba estaba marcada por familiares cicatrices, no consiguiendo llenar del todo el vacío del que pretendía escapar.
Se sorprendió llorando de nuevo, finas lágrimas cayendo suavemente por sus mejillas de manera casi catártica. Pensó, casi con humor, que su apariencia era apropiada para la situación: erguida, seria y firme, pero mancillada por los recuerdos de los horrores pasados.
Por primera vez en mucho tiempo la tristeza que sentía no era opresiva sino liberadora. Cerró los ojos y dejó que brollaran las lágrimas libremente, sin reprimirlas: no había nadie cerca para juzgarla.
Se sintió flotar, levitar en una paz completamente desligada de sus sentidos , y por un momento le pareció que estaba de pie en la nada, en el limbo, en el mismísimo vacío del Universo: un lugar mágico dónde no había ni luz, ni oscuridad, ni frío, ni calor, ni concepto de temperatura alguno, dónde el tiempo y el espacio se fundían en una única dimensión que no podía ser interpretada por ninguno de sus órganos sensoriales.
De repente, un tirón brusco, interno, como un amarre en sus entrañas, la devolvió a la realidad de manera repentina. Abriendo los ojos en respuesta, se tambaleó y cayó de rodillas sobre la verde hierba, mareada y desorientada, con una familiar sensación de vértigo, parecida a la asociada con la aparición.
Se levantó con dificultades, intentando tenerse en pie cuando sus piernas se negaban a sostenerla, y su cabeza no estaba muy segura de qué dirección era arriba y cuál abajo. Cuando finalmente consiguió detenerse en una posición estable, sus extremidades temblando como las de un cervatillo recién nacido, levantó la vista para orientarse definitivamente. El gesto estuvo a punto de tumbarla de nuevo, pero consiguió equilibrarse con los brazos.
"Erguida, seria y firme como el castillo, claro que sí Hermione", se rió de si misma, "¿Por qué no añades elegante también?".
Esperó unos segundos antes de decidirse a dar un paso de manera tentativa, y entonces se fijó en el gris homogéneo e impoluto que presentaba la pared que había quedado justo delante de ella. Frunció el ceño, confusa. Dio unos pasos atrás, con el consiguiente tambaleo de pato mareado, y fijó la mirada en el puente que llevaba desde uno de sus claustros preferidos para leer en las cálidas tardes otoñales hasta los terrenos traseros del castillo. Entero. Todas y cada una de sus intrincadas columnas retorcidas estaban en su sitio, justo como lo recordaba de sus años de estudiante.
Corrió hacia atrás, al fin casi recuperada del vértigo, pero empezando a marearse por una razón completamente diferente. La torre de astronomía estaba en pie, anotó, así como las paredes del tercer piso que habían sucumbido a un bombarda bajo los pies de Fred. No quedaba nada, absolutamente nada, en aquél castillo que pudiera indicar que jamás había presenciado un solo hechizo mortal.
Hermione parpadeó diversas veces, incrédula, cuando se recuperó de la sorpresa inicial. ¿Qué había pasado? Hacía apenas unos segundos que estaba observando las cicatrices en la piedra milenaria, afirmando incluso que jamás desaparecerían y, sin embargo, no estaban. Lo que aún no se había llegado a reconstruir en más de medio año, había cambiado en un abrir y cerrar de ojos, literalmente.
Recordó entonces la maravillosa sensación de desasociación de la realidad que había sentido apenas un instante antes, y el vértigo que había conllevado. Acaso… ¿acaso lo había hecho ella? Imposible. Sin embargo, pensó, mirando a su alrededor, ¿quién más había allí?
"Está demostrado que la magia de uno puede actuar de manera insólita, sin varita y de manera inconsciente, en momentos especialmente emocionales" le recordó su incansable mente racional, citando Magia, el talento innato de manera involuntaria. Además, tal y como había estudiado en diversos textos sobre medimagia, un uso excesivo de la magia puede conllevar mareos y vómitos, especialmente si se trata de un brote de magia incontrolado.
Caminó, aún asombrada, hasta la portalada del castillo y observó que ya no se trataba de la madera clara y nueva que se había añadido en el primer paso de la reconstrucción, sinó de la familiar madera casi gris, vieja y castigada por los años de exposición a los elementos. Aquello la sorprendió aún más: no se trataba de una mera reconstrucción! Era una reproducción exacta del castillo que ella recordaba.
Se detuvo a unos pocos metros de los pórticos, sin poder apartar los ojos de las familiares estrías que estaban grabadas en el fondo de su memoria. Sonrió sin ser consciente de ello. Entonces, sin que hubiera podido esperárselo, las amplias puertas se abrieron con un solemne chirrido, proporcional a su tamaño. Dio un paso atrás, casi cayendo de nuevo en el proceso, sin poder apartar la mirada del movimiento.
Albus Dumbledore se erguía frente a ella, impasible, clavando sus ojos azules en su persona tan intensamente que por un segundo olvidó incluso que aquél hombre estaba muerto.
–Puedo preguntarle, señorita…–empezó, dejando la frase al aire y mirándola de manera inquisitiva.
Hermione tardó unos segundos en reaccionar, sus ojos fijos en las facciones de uno de los hombres que no esperaba volver a ver jamás.
–Granger –replicó, de manera automática –, Hermione Granger –dijo, sin que la información que le brindaban sus ojos y la que le proporcionaba su memoria llegaran todavía a un acuerdo.
–¿Puedo preguntarle entonces, señorita Granger –empezó, sonriendo con su habitual afabilidad–, si de verdad acaba de aparecerse usted en los terrenos de Hogwarts, o si sólo me lo ha parecido? –a pesar del tono amable, había un deje de dureza en su pregunta, un tono que no admitiría una mentira por respuesta.
–Pero… señor, llevo dos horas en los terrenos… –explicó, sin saber exactamente porqué daba explicaciones–, uno no puede aparecerse en los terrenos de Hogwarts, Está en Hogwarts, la historia –recordó, de repente, aferrándose a la solidez que le habían brindado siempre los libros.
Dumbledore abrió los ojos ligeramente, un deje divertido brillando en ellos ante su automática respuesta. Tardó en responder, con su habitual parsimonia, como si quisiera restarle seriedad al asunto. O quizás en deferencia a su obvia confusión.
–Justamente esto es lo que llamaba mi atención… Sea como sea, señorita, nada cambia el hecho de que la suya es una visita inesperada. ¿Qué está haciendo aquí? Los alumnos no llegarán con el Hogwarts Express hasta dentro de una hora.
Hermione le estuvo mirando durante, quizás, medio minuto. Finalmente Dumbledore arqueó una ceja, expectante, y la falta de respuesta a su pregunta la sacó de su confuso ensimismamiento. Hermione Granger jamás dejaba una pregunta sin respuesta.
Alumnos, había dicho el hombre. ¿Alumnos, a día quince de agosto? ¿Cómo podía ser? Entonces su mente racional consiguió, finalmente, imponerse a sus sentidos y recordarle con urgencia que Dumbledore no estaba vivo. Sin embargo, allí estaba, de pie, esperando con paciencia y seguramente pensando que estaba hablando con una persona un poco limitada.
Sus ojos aportaron una nueva pista a su dilema: no todo era justo como ella recordaba. Tras una inspección más detallada, pudo ver que el familiar largo pelo de Dumbledore no era blanco, sino de un color castaño claro; y que las pequeñas arrugas alrededor de sus brillantes ojos, que siempre le habían dado un aire afable y de confianza, no estaban tan pronunciadas.
El reloj que se alzaba en el fondo del pasillo, que había sido destruido en la última batalla, marcaba casi las ocho de la noche, cuando su reloj de muñeca había estado marcando poco más de las cinco hasta hacía unos minutos.
Cayó en ello casi sin darse cuenta, como la opción más probable claramente mostrada tras un análisis objetivo. No había otra explicación. Y, tal y como decía siempre Sherlock Holmes, Una vez eliminado lo imposible, aquello que queda, por muy improbable, tiene que ser la verdad.
–¿En qué año estamos, señor? –si Dumbledore estaba sorprendido por la pregunta, no lo demostró más que con un imperceptible brillo entusiasmado en los ojos, que la joven no llegó a percibir.
–En 1945 –respondió, arqueando una ceja –. ¿En qué año creía usted que estábamos?
Hermione estaba aturdida. Quería negar lo que ocurría ante sus ojos, pero no podía. Había viajado en el tiempo. Incluso a ella misma le sonaba absurdo. No se podía viajar en el tiempo. Nadie podía viajar en el tiempo. Pero Dumbledore estaba vivo, y Hogwarts estaba impecable, y parecía ser que estaban en 1 de Septiembre, a las ocho de la tarde. No había otra explicación.
"¿En 1945? Cómo es posible?" Frunció el ceño, de nuevo intentando descubrir si se trataba de un sueño… ¡Pero todo parecía tan increíblemente real! Y, sin embargo, era absolutamente imposible que se encontrara en Hogwarts en el año 1945. "No, imposible no" se recordó, "sólo improbable".
¡1945! Año en el que ni siquiera había nacido, año en que acababa la segunda guerra mundial muggle, año en que caía Grindelwald en el mundo mágico… Repasó, casi automáticamente, los grandes acontecimientos del año, como si aquello fuera a proporcionarle una respuesta aceptable –un defecto habitual suyo–. De repente cayó en un detalle importante. Llevaba meses pensando en ello, así que como no se le podía escapar… Voldemort estaba vivo, y en Hogwarts, cursando el último año, sin haber provocado aún todo el daño por el que sería conocido. ¿Acaso por eso...?
–¿Señorita Granger, se encuentra usted bien? –interrumpió Dumbledore, acercándosele más.
¿Bien? ¿Bien? ¿Cómo podía estar bien? ¡Llevaba año y medio sin estar bien! Y, por si fuera poco, el mundo acababa de volverse loco.
–No señor, creo que no… –respondió, notando como le fallaban las rodillas. Le faltaba el aire. Tenía que ser un sueño. ¿No?
No.
Su magia la había transportado al pasado. Concretamente, al pasado en el que Voldemort aún era Tom Riddle. Y, en el fondo, ella sabía por qué.
–Está bien, señorita Granger. ¿Qué está haciendo usted aquí?
Las palabras de Dumbledore la sacaron de sus conclusiones y, posiblemente, de un ataque de pánico inminente. Él era lo único conocido, familiar, en aquella realidad imposible; y se agarró a su presencia como a un salvavidas.
A pesar de que la pregunta estaba hecha con un tono tranquilo y amigable, sus ojos traicionaban su curiosidad y un brillo que era, creía, desconfianza. Dumbledore era, al fin y al cabo, un hombre increíblemente desconfiado. ¿No lo habían aprendido a marchas forzadas tras su muerte?
–Sinceramente, señor, no lo sé… Creo que me he perdido…
–¿En el tiempo, señorita Granger? –inquirió el hombre, perspicaz. Al fin y al cabo, acababa de preguntarle en qué año estaban, y no estaba segura de estar vestida siguiendo la moda inglesa de los años cuarenta.
–Eso creo –respondió ella con sinceridad, sin saber muy bien qué consecuencias acarrearía su respuesta. Lo único que tenía claro es que, pasara lo que pasara, iba a necesitar a Dumbledore.
–¿Y cómo ha llegado hasta aquí? –le preguntó –¿Accidente con un giratiempo, quizás? –por su tono, cualquiera diría que era una situación a la que se enfrentaba a diario. Pero ella no era cualquiera, y le conocía más que la mayoría de la gente –¿Un encantamiento fallido?
Hermione debatió consigo misma un instante antes de contestar, pero llegó inevitablemente a la conclusión que si quería que el hombre la creyera sólo podía decir la verdad.
–Creo... creo que ha sido magia involuntaria, señor… –confesó.
Dumbledore pareció meditar sus palabras con tranquilidad, pero la rigidez de su rostro traicionaba esa calma. Fuera cual fuera la conclusión a la que había llegado, tenía que ser buena, porque Hermione pudo distinguir en sus ojos el brillo y la sonrisa que siempre aparecían cuando algo le complacía. Sonrió levemente, como si se acabara de contarse una broma que sólo él podía entender. Inspiró, y su mirada se volvió seria y penetrante.
–¿Es usted consciente de que, viajando en el tiempo, sus actos aquí pueden causar daños irreparables en su futuro? Siempre suponiendo que usted provenga del futuro… –añadió, para sí mismo –. El tiempo es un flujo complejo, y cualquier perturbación se propaga de maneras generalmente incomprensibles, porque nadie puede predecir cuáles son las conexiones entre personas, momentos y eventos. Nadie debería, nunca, estar en un tiempo que no le corresponde –filosofó, cada palabra que salía de sus labios pesando en los hombros de la chica.
–Por supuesto, señor –asintió Hermione, sin saber cómo justificarse.
–Si por alguna casualidad llegara usted a provocar algún acto que impidiera su propio nacimiento… En fin, nunca ha ocurrido antes, así que no se puede predecir cómo podría afectar este hecho al flujo temporal –continuó, reflexivo, cada vez más y más aparentemente interesado en el tema. Había un inconfundible deje de excitación no muy bien escondido en sus palabras.
Hermione asintió, con la sensación de que se guardaba para sí mismo la mayoría de comentarios, pero consciente de que no se encontraba en un estado en que pudiera procesarlos.
–Aunque, por otro lado…–añadió, pensativo –. Señorita Granger, la modificación del tiempo es algo difícil de entender, y muy poco estudiado… Quizás… En fin, sólo le diré que tenga cuidado.
Después de una corta e incómoda pausa, el hombre volvió a dirigirle la mirada, sonriendo de nuevo y con una cierta determinación –con propósito– en los azules ojos, como si la conversación que acababan de tener no hubiera ocurrido en absoluto.
–¿Completó usted sus estudios en Hogwarts, señorita? –preguntó, finalmente.
–¿Eh? –inicialmente dudó, sin entender el porqué de la pregunta. Pero los ojos azules e intensos del profesor la forzaron a continuar–. No señor. Durante el último año no pude atender por… por razones de peso…
–Bien, entonces quizás le gustaría terminarlos –sugirió, dirigiéndole una inquietante mirada.
Hermione tardó unos segundos en contestar, incrédula. ¿Aquello estaba ocurriendo? ¿Se había materializado al pasado de repente, y Dumbledore quería inscribirla a Hogwarts? Ni siquiera los sueños eran tan bizarros.
–¿Eh? –dijo, de nuevo, a falta de respuesta.
Pero Dumbledore entró en el castillo con decisión, así que se sintió obligada a seguirlo hasta su despacho; bien, de hecho el despacho de Dippet, se recriminó mentalmente. No volvió a dirigirle la palabra.
Su cerebro volvió a concentrarse con fuerza en la situación. Aparentemente, estaba en 1945, completamente sola. La familiar sensación de agobio que la había acompañado durante los últimos meses regresó. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo podía regresar? ¡Seguro que Harry y Ron...! Sintió un cierto pinchazo nada reconfortante al pensar en ellos. ¿Harry y Ron qué? Les había visto unas horas antes, y casi no había hablado con Harry. Se había ido casi al llegar, alegando que tenía trabajo. Y Ron... Ron no tenía espacio en la cabeza para preocuparse por nadie más.
Por suerte, la distracción que suponía observar y anotar mentalmente cada uno de los pequeños cambios que había sufrido Hogwarts en cincuenta años la privó de seguir aquél curso de pensamiento. Se fijó en que la fascinación que despertaba el castillo en ella era casi recíproca: los cuadros que encontraban en el camino le devolvían la mirada y comentaban, curiosos, que ninguno de ellos había visto jamás aquella joven muchacha.
Finalmente, Dumbledore se detuvo, susurró algo complicado en latín, y la familiar gárgola se apartó. Hermione sonrió levemente por primera vez en mucho tiempo. Por un momento se había sentido como en casa.
No pudo evitar pensar en las contraseñas habituales del despacho de Dumbledore, normalmente nombres de caramelos muggle, y compararlas con lo que acababa de oír: una cita de Julio César, en latín. Se ajustaba a lo que sabía de Dippet: pomposo y grandilocuente. Estaba segura de que Dumbledore compartía su opinión.
Subieron las escaleras de caracol, y había algo sumamente reconfortante en la familiaridad del acto. Olía a madera vieja, y a libros usados. El profesor llamó quedamente a la puerta, y esperaron unos segundos antes de que una débil voz les llegara desde el otro lado, para poder entrar.
–Oh, Albus –se sorprendió gratamente Dippet al verle –, quería hablar contigo sobre… Oh. ¿Quién es esta muchacha? –pregunto, levantándose de su ostentoso sillón verde con inmediatez, sin poder ocultar su sorpresa.
–La señorita Granger –dijo. –A quién le gustaría completar sus estudios de magia asistiendo al último curso en nuestra escuela –explicó Dumbledore, amablemente.
Hubo un instante de silencio incómodo que pesó en el aire, durante el cual director y profesor se miraron; uno estupefacto, otro con sonriente calma. Sin embargo, el director se recuperó con la inmediatez de quién toma una decisión firme, y adoptó una sonrisa que él debía suponer amable, pero a Hermione le pareció edulcorada.
–Oh… ¿Una estudiante de intercambio? Eso es extraño, digo… curioso, desde luego ¿En qué escuela ha estudiado usted hasta ahora, señorita Granger? –preguntó, intentando aparentar normalidad y esperando que fuera Albus quién le aclarara el asunto.
–En Beauxbatons, señor –respondió lo primero que se le ocurrió, aún desconcertada, fuera de lugar –, aunque mis padres son ingleses –aclaró, de repente consciente de que no tenía el acento de Fleur. Se felicitó por su capacidad de tener un pensamiento mínimamente razonable en aquella situación.
–Ya veo… –murmuró Dippet –¿No le dieron en Beauxbatons un expediente de notas, señorita Granger? Es necesario para poder matricularse en Hogwarts… –explicó. Parecía creer que mostrar su desconcierto podía ser entendido, por parte de ella, como el resultado de una mala gestión académica; y se esforzaba en seguir con falsa naturalidad. Detrás suyo, todos los retratos de directores pasados seguían la conversación con atención.
Hermione abrió los ojos y cerró la boca. ¿Un expediente de notas? ¿De dónde saca alguien un expediente de notas que no existe? ¿Cuántos papeles eran necesarios para matricularse en una escuela de magia? ¿Acaso podía hacerse en un solo día? Se sorprendió al darse cuenta que nunca había hecho nada similar en Hogwarts, puesto que parecía que toda su información era ya de sobras conocida por la escuela. Pero, ¿Qué hacía uno si quería ir a otra escuela? Nunca se lo había planteado. Tendría que leer al respecto...
No, aquél no era el momento de estar planteándose la mecánica escolar mágica; ni siquiera era el momento de plantearse cómo se inscribiría uno en Hogwarts. Lo que tenía que hacer era entender cómo había llegado hasta allí, y cómo podía volver a su tiempo, aunque aquello no la salvara de la inquisitiva mirada de Dippet.
–Lo tengo yo, Armando –explicó Dumbledore, sacándose de la túnica unos pergaminos enrollados. Le guiñó un ojo a Hermione, sacándola de su ensimismamiento. La normalidad en la actitud de Dumbledore la invitaba a dejarse llevar. Desde luego, su presencia era reconfortante.
–Ya veo… –murmuró, examinando un pergamino –Notas aceptables –concluyó; con una pequeña sonrisa. Entre los papeles debía haber toda la información necesaria, porque el hombre parecía sinceramente aliviado, aunque todavía ciertamente desconcertado –Albus, ¿podrías llamar a Tom en cuanto llegue el Hogwarts Express? Me gustaría que se encargara de la adaptación de la señorita Granger.
¡Tom Riddle! El mismísimo Tom Riddle.
Hermione sintió cómo las piernas le fallaban un instante, y buscó a tientas una silla dónde dejarse caer a pesar de no haber recibido una invitación a sentarse. El cielo se estaba oscureciendo, el tren no podía tardar en llegar. En la pared colgaba un reloj que marcaba con parsimonia los segundos de manera audible, como si el tiempo realmente pasara imperturbable y uniformemente; y no pudiera saltar cincuenta años hacia atrás de un momento a otro.
Y, con uniformidad, estaba contando los minutos que debían faltarle para encontrarse cara a cara con el mismísimo Lord Voldemort, por primera vez en su vida. Sabía que era solamente un reflejo psicológico de su creciente ansiedad, pero le pareció de repente que las paredes se cernían sobre ella y la habitación se encogía significativamente. Oyó a los dos hombres intercambiar algunas palabras más, aunque le sonaron lejanas y extrañas, antes de que Dumbledore se fuera.
Inspiró y expiró con profundidad, intentando relajarse. No estaba segura de estar preparada para enfrentarse a la visión del hombre que se lo había arrebatado todo.
–Señorita Granger, Tom es Premio Anual de este año, y, me complace decirle, nuestro mejor alumno –la interrumpió Dippet, con voz aguda. Hizo una breve pausa, para que entendiera lo que, sin duda, él consideraba una información importante –. Él le explicará todo lo que necesite saber… Mientras tanto –añadió, y se levantó –, necesitamos que ingrese usted en alguna de las casas. Nuestra escuela está estructurada en… –siguió Dippet, sin que ella le prestara demasiado atención, sumida en sus propios pensamientos, sin poder evitar que sus ojos se desviaran a la puerta cada pocos segundos, consciente que a través de ella pronto entraría su peor pesadilla.
Con Dumbledore fuera, y sin prestar atención a la interminable cháchara de Dippet, la gravedad de la situación se le hizo aparente. No cabía la menor duda: estaba en el pasado, y no tenía ni idea de como había llegado a él, ni de cómo regresaría. Ignorando el impulso que le ordenaba que se levantara y se fuera corriendo a la biblioteca, decidió enfrentarse de la manera que mejor sabía a la situación: con lógica pura.
Lo único que podía hacer era fingir normalidad, tal y como había hecho Dumbledore hasta entonces, sino quería acabar en el ministerio dando explicaciones que no tenía a los inefables. Nunca había oído hablar de un viaje en el tiempo de aquellas características, lo que tenía solamente dos explicaciones posibles: o bien era la primera vez que ocurría en la historia –algo improbable, teniendo en cuenta que una vez algo se convierte en posible raramente ocurre una sola vez, y que raramente se es el primero en la historia en algo– o bien el ministerio de magia y sus equivalentes en el resto del mundo encubrían aquél tipo de hechos. Aquella opción se le hacía mucho más realista, quizás alimentada por todas las películas muggle de teorías conspiratorias que había visto; y le hacía llegar a la conclusión que su única opción era, por el momento, callar y esperar. Tendría tiempo para leer todos los volúmenes que había en la biblioteca sobre manipulación temporal.
Un movimiento decidido de Dippet cortó la lista mental que estaba haciendo de libros de interés que le parecía haber visto en otros cursos, y se fijó en como alzaba con cierta reverencia un viejo sombrero oscuro. Desvió de nuevo los ojos a la puerta y se fijó en que el reloj marcaba que habían pasado más de treinta minutos des de que Dumbledore había partido; si es que uno podía fiarse ya de los relojes, vista la inestabilidad del tiempo.
El director se acercó a ella con ceremonia y le colocó el sombrero en la cabeza.
–No se asuste, señorita Granger, este sombrero la colocará en la casa en la que debe estar.
Hermione estaba asustada, pero no por culpa de un sombrero. Estaba asustada porque no tenía control sobre la situación, porque estaba sola, sola, en el pasado y porque Tom Riddle iba a entrar por aquella maldita puerta de un momento a otro. Al sentir la tela gastada sobre la cabeza se preguntó, de repente, si realmente el sombrero le podría leer la mente: ¿podría saberlo todo, todo lo que ella conocía sobre el futuro? Con un gemido reprimido cayó en la cuenta que, en realidad, aquello implicaba que sí tenía miedo de un sombrero.
Le pareció oír una risa traviesa resonar en su mente, pero el ruido de la puerta al abrirse hizo que se diluyera hasta que no pudo afirmar si era solamente fruto de su imaginación. Un instante después, un grito de Gryffindor resonó en la sala, sorprendido levemente a los recién llegados.
Debajo del ala del sombrero, Hermione solamente podía ver las largas piernas uniformadas de lo que podría haber sido un chico cualquiera, pero el conocimiento de que se trataba de Voldemort hizo que deseara no levantar jamás la mirada. Sin embargo, Dippet retiró la oscuridad en la que estaban escondiendo sus ojos, y no le quedó más remedio que dejar de fingir que no se había percatado de su llegada.
–Señorita Granger –dijo Dumbledore, hecho que la obligó, finalmente, a levantar la cabeza –le presento a Tom Riddle, Premio Anual, y un brillante alumno.
Inevitablemente, sus miradas se cruzaron. Lo primero en lo que se fijó fueron sus ojos: oscuros, negros, iris y pupila fundiéndose indistinguibles, al menos desde dónde ella estaba. Había algo innegablemente carismático, penetrante y atractivo en aquellos ojos; un magnetismo que hacía que costara un esfuerzo casi físico desviar la mirada. El chico sonrió levemente, inclinando la cabeza hacia ella en un saludo educado y breve, y se sintió liberada del hechizo de aquellas oscuras orbes.
No pudo evitar reconocer, muy a su pesar, que se encontraba delante del hombre –o chico– más guapo que jamás había conocido en persona. No sólo era elegante, con un aire distinguido y sobrio, sino que también sus facciones eran atractivas, perfectas hasta el último detalle. Su presencia imponía un cierto respeto, quizás por el aplomo con el que se movía, quizás por la confianza que exuberaba; o quizás simplemente porque era muy consciente de que tenía aquél efecto exacto en la gente.
Sabía, lo había oído de labios de Harry alguna vez, que Tom Riddle había sido atractivo y carismático, que gran parte de su alzamiento inicial se había basado justamente en aquellas características tan suyas; pero jamás hubiera llegado a imaginar hasta qué punto la simple palabra "atractivo" no le hacía justicia.
Rompiendo el contacto visual, Tom devolvió el elogio de Dumbledore con un gesto correcto de agradecimiento; pero en el fondo de sus ojos oscuros a Hermione le pareció ver un brillo especial, coincidiendo con una sutil tensión en sus facciones. En aquél gesto, quizás, uno podía llegar a vislumbrar el hombre desfigurado y cruel que se había hecho llamar Lord Voldemort. O, quizás, simplemente, Hermione estaba esperando hacer aquella conexión.
–Granger –saludó, fríamente, extendiéndole la mano. En ella, Hermione vio el anillo de los Gaunt, con la reluciente piedra negra en el centro.
Le encajó la mano un instante, y él no prolongó el gesto más de lo estrictamente correcto, con una frialdad casi brusca, que contrastaba con lo que prometía su apariencia. Hermione no pudo evitar tener la sensación de que Riddle estaba tan incómodo en su presencia como ella. Sin embargo, la noción era absurda: él no podía conocerla en absoluto. Entonces, ¿qué le podía haber llevado a romper las falsas cortesías tan pronto? Seguro que ella no había tenido tiempo de hacer nada ofensivo, como para merecer un gesto tan cortante.
Su cerebro, a pesar de la confusión, parecía capaz de empezar a funcionar de nuevo. O quizás era justamente para acercarse aunque fuera sólo un poco a la normalidad, que se empeñaba en funcionar. Descartó la idea de que Riddle fuera cortante con todo el mundo, puesto que sabía que había sido un hombre encantador, hasta cautivador, en su juventud. Así pues, había una razón concreta por la que Tom Riddle había decidido prescindir de su actitud habitual con ella. Pero lo único que sabía, la única información que le podía haber llegado, era que había estudiado en Beauxbatons, y su nombre. Era improbable que Riddle tuviera un especial odio a la escuela francesa –¿sería xenófobo, además de anti-muggle?– así que Hermione dedujo que sólo podía tratarse de la otra opción.
¡Pues claro! ¡Su apellido! Era como llevar un cartel anunciando que era hija de muggles… ¡En presencia de Tom Riddle! Se maldijo interiormente, nerviosa, preguntándose si los tres hombres de la habitación se darían cuenta del ligero temblor de sus dedos, o de como le fallaban las rodillas desde que se había levantado.
Tenía que solucionar este aspecto en particular. No le apetecía ser motivo de disgusto por parte de Tom Riddle.
–Riddle –dijo ella, a su turno –, ¿Es esto el escudo de armas de los Peverell? –preguntó, inocentemente y fingiendo interés, escondiendo el bullicio de sus sentimientos tras una impasibilidad y sobriedad que la sorprendieron incluso a ella misma –, en tu anillo, quiero decir.
Fingir, pensar, analizar. Se dio cuenta de que la ayudaba, aliviaba levemente la sensación de desasosiego que amenazaba con apoderarse lentamente de ella.
Si Tom Riddle estaba sorprendido, lo disimuló perfectamente. Sin embargo, Hermione distinguió un breve brillo de interés –o de curiosidad– en sus ojos. Lo aprovechó.
–Sí… –dijo él, analizándola de nuevo, como si se estuviera planteando la posibilidad de reconsiderar el rápido juicio que había realizado de su persona –, soy un descendiente lejano…
–¡Vaya! Entonces somos familia –aseguró, con un estudiado deje de broma y ligereza en el tono de voz. Esta vez, pudo ver cómo Riddle levantaba una ceja, dudoso, o quizás expectante –; soy descendiente lejana de Ignotus Peverell. ¿Quizás te suene la familia Gragiere? –preguntó, sonriendo, hablando con soltura y rapidez, escondiendo el nerviosismo –, pues el apellido Granger deriva de éste, después que una parte de la familia se mudara a Inglaterra… Sin embargo, siguiendo la tradición, toda mi familia se ha educado en Beauxbatons.
Lo cierto era que la familia Gragiere existía, y que realmente eran descendientes de los Peverell… Se felicitó por su memoria, y el tiempo dedicado al análisis genealógico de la familia Peverell que había realizado mientras viajaba, o se escondía, con Harry. Quizás eso la ayudara un poco.
Hermione sintió la mirada de Dumbledore a sus espaldas, observando curiosamente el anillo. Reprimió un escalofrío. ¿Era Dumbledore consciente de que se encontraba frente a la segunda de las reliquias de la muerte? Al fin y al cabo, llevaba el símbolo de las reliquias… Y él había estado buscándolas durante su juventud. ¡Pero Tom Riddle había llevado aquél anillo encima durante todo su séptimo año! Si Dumbledore no había dicho nada entonces, ¿Por qué tenía que hacerlo ahora? ¿O resultaría sospechoso que ella estuviera al corriente de los Peverell?
Soltó la mano de Riddle, y éste la observó, calculador.
–En fin, Tom –interrumpió Dippet, que era el único de los cuatro que no parecía darse cuenta de nada –, ¿Por qué no acompañas a la señorita Granger al Gran Comedor? Estoy seguro que ninguno de los dos quiere perderse la selección… Albus y yo os seguiremos enseguida –a Hermione le pareció que deseaba quedarse a solas con él para intentar entender como era posible que no hubiera conocido la existencia de una estudiante de intercambio hasta el día 1 de Septiembre. Realmente, Dumbledore se estaba tomando muchas molestias para meterla en la escuela.
Quizás si no hubiera estado tan preocupada, tan concentrada en Riddle, hubiera dedicado más tiempo a analizar aquella actitud de su viejo director.
Riddle asintió imperceptiblemente, y salió del despacho, seguido muy de cerca por Hermione. Parecía evaluarla en silencio. ¿Creería su explicación? Se la había inventado tan rápidamente que quizás se le había escapado algo… Aunque, a ojos de Riddle, ¿que razón iba a tener para mentir?
–Yo desciendo de Cadmus Peverell –dijo, de repente, provocando que Hermione diera un bote de sorpresa–. Éste anillo ha estado en mi familia durante generaciones…
"Oh, claro que sí. Tú se lo robaste a Morfin Gaunt, justo después de… ¡Oh Dios mío! Claro; Voldemort ya ha matado a su padre y a sus abuelos, culpando de ello a su tío Morfin…" Hermione se estremeció en silencio, consciente de repente de que estaba en un pasillo solitario y oscuro con el mago tenebroso más poderoso de todos los tiempos, quién acababa de matar a su propio padre.
Cerró de nuevo los ojos, intentando aliviar el dolor de cabeza que empezaba a aparecer, fruto de la tensión de la situación. Tenía miedo. Estaba andando junto a un asesino sin escrúpulos, completamente desprotegida, y más sola que nunca.
–Ya veo –respondió ella, con un nudo en la garganta –, parece realmente antiguo… Ya había visto el escudo antes, por supuesto –aseguró, recuperando lentamente el habla. Hablar, pensar, ayudaba –, en mi casa hay alguna reliquia con este grabado; y también en la tumba, en Godric's Hollow…
–¿Cómo? –preguntó, aminorando ligeramente el paso, prestándole completa atención. Parecía sorprendido.
–¿No lo sabes? –dijo Hermione, recreándose en la leve tensión en la expresión de Riddle, que delataba su molestia al encontrarse ante alguien que sabía algo que él desconocía –. Ignotus Peverell está enterrado en el cementerio de Godric's Hollow. Mis padres me llevaron allí.
Tom Riddle empezó a andar de nuevo, borrando todo rastro de curiosidad de su rostro. Asintió levemente, y, al girar una esquina, indicó hacia adelante con un gesto de cabeza.
–Allí está el Gran Comedor –explicó, muy formal. Abrió la puerta e hizo una leve inclinación. Hermione, totalmente sorprendida ante la galantería, pasó y dejó que Riddle cerrara la puerta a sus espaldas. Efectivamente era un alumno modelo, un perfecto caballero. Se le hacía raro pensar que Voldemort en persona acababa de inclinarse frente a ella. Una pequeña parte de ella encontró divertido saber que había hecho que el Lord Tenebroso se rebajara ante una sangre-muggle.
Amablemente, le señaló la mesa de Gryffindor con la mano, y sonrió deseándole un buen provecho, antes de irse.
Se dirigió a la mesa, atrayendo algunas miradas de curiosidad. Se sentó cerca de unos alumnos que parecían tener su edad, en un extremo. Pronto atrajo su atención, y se pasó casi toda la cena explicándoles como era la vida en Beauxbatons, –o como ella creía que era, basándose en lo que había oído de sus alumnas en cuarto año y de Fleur desde entonces. Dejó caer, como explicación de su estancia en Francia, la mención de su tradición familiar, con tal de que corriera un poco el rumor de su buen linaje de sangre. Aunque, seguramente, a los Gryffindor no les importara demasiado.
Enseguida hizo buenas migas con los alumnos de séptimo y con alguno de sexto, y se sorprendió al darse cuenta de lo sencillo que le resultaba dejarse llevar por la situación y disfrutar de una cena normal y corriente, como hacía tiempo que no hacía. Las horas se le escurrían de las manos, y se dio cuenta de que se sentía casi a gusto. Le resultaba más sencillo olvidarse de sus problemas –Harry, Ron, el pasado, el futuro, Tom Riddle...– en aquél ambiento destensado. No quería pensar, no quería recordar. Aunque fuera por primera vez en años, solamente quería ser una persona normal.
Una persona normal, en un tiempo que no era el suyo, sin nadie a quién recurrir, sabiendo que el alumno perfecto que podía entrever entre las múltiples cabezas risueñas de los alumnos era un asesino, y que algún día encontraría a sus padres en Australia y los asesinaría. Tragó saliva, preguntándose de nuevo qué iba a hacer.
He editado el capítulo, para que quede presentable, pero con intención de no cambiar la historia. Sigo pensando que es un capítulo más flojo que los que vienen a continuación.
Quiero mencionar también que la trama principal empieza en el capítulo 5 o 6. Pronto editaré también el segundo (como mínimo). Hasta entonces, pido disculpas por las pequeñas incoherencias que pueda haber en el salto entre capítulos.
No sé si aquellos que tienen el fic en story alerts recibirán un aviso si lo edito, però espero que no sea una decepción demasiado grande ver que no se trata de un capítulo nuevo, si es el caso. Entiendo que quizás algunos preferirían que estuviera escribiendo el final, en vez de editando el principio; pero creo que es importante adecentar estos primeros capítulos. Seguramente muchos querrán releerse el fic cuando por fin suba el final, ya que seguro que no se acuerdan del principio (culpa mía, lo siento), y me gustaría que al hacerlo pudieran disfrutar de los capítulos editados. Gracias por la comprensión.
Cualquier comentario, crítica, opinión, será bienvenido.
Gracias por leer, espero que os guste.
Besos!
