Ahí, en medio de la música, con millones de personas exhalando el mismo aire que ellos, se sintieron infinitos, improbables e inmortales.

Alfred veía y guiaba los movimientos de su pareja, que saltaba con frenesí (Ya hubiera sido por el alcohol o la música que una vez dijo detestar) y en ocasiones se giraba para besarle. Entonces no les importaba que Alfred pronto tuviera que volver al deber con su patria, o que Arthur tuviera que morder la almohada en las noches al pensar que su amado no le había mandado una carta, o en su defecto o un mail, para decirle que estaba bien. Para decirle que pronto volvería a casa.

Ambos se sentían uno solo. La gente desenfrenada a su alrededor batiendo sus banderas sólo eran un plus, porque aquella noche sin que nadie supiera iba a ser la más especial de sus vidas. Aquella noche, Alfred F. Jones había tomado el coraje de pedirle matrimonio a Arthur Kirkland, que se lanzó a sus brazos. Aquella noche, sería una de las pocas que les quedaban juntos.

El universo les regaló esa noche cómo un regalo para la boda que nunca tendrían.