Yami no sabía desde cuándo amaba a Yugi, pero lo que sí sabía era que lo adoraba con una pasión loca rayando en lo obsesivo, no dejaba de pensar en su dulce Yugi, y todos sus pensamientos, ilusiones y sentimientos giraban en torno al pequeño ángel. Para Yami era ya tortura tener a su amor tan cerca y al mismo tiempo tan lejos. Sus emociones lo abrumaban, no lo dejaban descansar, sus pensamientos se redujeron a tan sólo lo que era la suave piel y el exquisito sabor de la tierna boquita que era como una fuente capaz de apagar sus más profundos anhelos. Yami, en otro tiempo gran faraón de Egipto, se veía subyugado por la belleza de Yugi desde su primer encuentro. En sus memorias de antaño no recordaba haber visto tal extremo de hermosura que le daba un toque angelical a las suaves facciones, la piel blanca, los grandes ojos amatista y el cabello tricolor, tan parecido al suyo, pero que de ninguna manera se atrevía a comparar por temor a ofender lo que Yugi significaba. Para Yami cada día llegaba cubierto de un manto de dicha y dolor, sabiendo que por un lado podía deleitarse amando al pequeño ser del que era guardián, pero por el otro estaba condenado a sufrir con el conocimiento de que aquél ángel no era suyo para tocar, besar y abrazar.
Al fin de muchas contrariedades, el faraón obtuvo una nueva oportunidad de vivir en la época actual junto a su protegido. Con el paso del tiempo el dolor del faraón se intensificó porque Yugi lo abrazaba, y nacía la esperanza de que Yugi lo amara, pero pronto esa esperanza moría al ver cómo Yugi abrazaba a sus de más amigos, dándose cuenta de que Yugi no sentía por él nada más que amistad. Después de unos meses, Yugi se comportaba cada vez más frío con el faraón, recibía llamadas, salía sin contarle nada, y esto provocó que una duda surgiera en la mente de Yami: "¿Será que ya entregó su puro corazón a alguien más?" Y como Yugi no le decía nada, los celos y las dudas le carcomían el alma. Para librarse de la incertidumbre de la que era preso, pensaba que eso no debería interesarle, ya que el no era más que el guardián, no era nadie para entrometerse en la vida del ángel, pero estas ideas se esfumaban al ver a Yugi sonreír a cualquier otra persona, ya que los celos llegaban a ocupar cada rincón de su mente y corazón, y nacía la idea de tener a Yugi para él solo. Nadie más podría verlo y manos tocarlo, porque el que le tocara moriría la más cruel de las muertes, y su alma sería condenada a eternidad de sufrimientos tan horribles que son innombrables. Yami se ganaría a Yugi, lo tendría para sí solo costara lo que costara. Obtendría su amor por medio de cortejos y palabras dulces, o tomaría lo suyo por la fuerza, ya que consideraba a Yugi de su propiedad. Nadie más lo merecía, hombre o mujer no importaba, porque Yugi era superior a los simples mortales los cuales se empeñaban en obtener lo que no les correspondía. Yami era el único que podía aspirar a poseer a Yugi, él, descendiente de dioses siempre obtenía lo mejor, y ese ángel era lo mejor de lo mejor.
Como él tenía ya el poder del rompecabezas del milenio, sólo necesitaba usarlo para su beneficio, no para el beneficio de la humanidad, ya que el mudo estaba siendo corrompido por la ira, la desdicha, la pobreza, y la ambición, pensándolo mejor le estaba haciendo un favor al mundo tomando el poder que le correspondía por derecho, siendo descendiente del gran dios solar Ra. Él tomaría el control del mundo, y lo llevaría a un mejor futuro. Y así nadie se atrevería a siquiera mirar a Yugi, porque lo tomaría como su propiedad, y lo tendría consigo para toda la eternidad. Y haría que Yugi le amara, costara lo que costara, incluso torturándolo. El método no importaba, todo lo que contaba era el gran premio aguardando.
