Disclaimer: NADA ME PERTENECE. Los personajes son de Stephanie Meyer y la historia es de la escritora Leona Lee.

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Argumento:

Tras varias separaciones, el amor de Edward e Isabella es más fuerte que nunca...

Aunque quieren formar una familia y vivir felices para siempre, antes tendrán que superar los últimos obstáculos...

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CAPITULO 1

—¡Inocente! —gritó Sam, levantando su copa de champán en homenaje a su jefe, Edward Cullen.

—¡Inocente! —se oyó por toda la sala Casbah, junto al tintineo de vasos.

Casi todo el personal de EAC Enterprises se encontraba en Casbah, una de las discotecas más populares de San José, en California, para celebrar la inocencia de Edward tras más de seis meses de intenso escrutinio por parte del Departamento de Justicia.

Abrazando fuertemente a su esposa Isabella, Edward observó su copa de champán, levantando una ceja en señal de interrogación.

—Relájate— le dijo ella, propinándole un suave codazo en el costado. —Es ginger ale— añadió, acariciando su abultado abdomen.

Él la beso en la coronilla, frotándole la espalda, consciente de que había pasado mucho tiempo en pie aquel día.

—¿Qué tal van las náuseas?

Ella se encogió de hombros.

—Las he tenido peor, pero me estoy alimentando a base de caramelos de jengibre y menta, y parece que ayuda. Según mi tía Victoria, la indigestión se debe al pelo de los bebés.

Atragantándose con el champán, Edward se giró para mirarla y vio cómo ella sonreía.

—¿Qué? —exclamó. Ella asintió con la cabeza y lanzó una carcajada, y él se acercó a su oído para que pudiera escucharle mejor con la música. —¿Algún otro consejo?

—Sólo que tengo que ir de visita al rancho antes de que esté demasiado gorda para conducir.

Con un resoplido, Edward dijo: —Como si te fuera a dejar conducir tan lejos sola.

Antes de que Isabella pudiera responder, se oyó otro tintineo de vasos pidiendo un discurso por parte de Edward.

Mientras él hablaba, Isabella se sintió agradecida de que aquellos últimos siete meses hubiesen transcurrido con tanta calma. Apenas recién casados, la joven pareja tuvo que enfrentarse al segundo secuestro de Isabella a manos de nada menos que unos piratas modernos, y a una falsa acusación de contrabando que hizo que el Departamento de Justicia arrestara a Edward y éste tuviera que demostrar su inocencia.

Aunque nadie que lo conociera se había creído las acusaciones. De hecho, casi toda la compañía se había volcado con él, continuando con su trabajo con una reducción de sueldo para mantener el negocio a flote y a los clientes contentos. Gracias a su lealtad y dedicación, sólo habían perdido dos clientes, y acabaron ganando cuatro más.

Isabella se quedó sin aliento al notar cómo se movían los gemelos. Acariciando su vientre, contuvo el aliento hasta que dejaron de moverse, y sonrió dirigiendo la mirada a sus futuros vástagos. Aunque siempre había pensado que tendrían hijos, preferiría haber esperado unos años, teniendo en cuenta que tomaba anticonceptivos.

No tenía ni idea de qué clase de padre sería Edward, y aunque su embarazo parecía haberle calmado en cierto modo, había empezado a mostrarse un poco sobreprotector con ella, cosa que a veces encontraba frustrante, ya que deseaba que todo transcurriera con normalidad. Lo que quiera que signifique eso, pensó. Intento de asesinato, espionaje, secuestros y contrabando —si eso era normal, le gustaría saber qué era un día inusual.

Fijando una sonrisa en su rostro, vio cómo Susan, la secretaria de Edward, y Diane, su asistente personal, se acercaban a ella. Tras sentarse cada una a un lado, ambas se agacharon y le quitaron los zapatos, para descalzarse ellas a continuación, e Isabella las miró sorprendida.

—Mucho mejor— dijo Diane con un suspiro. —Ahora podemos fingir que lo hacemos para que Isabella no se sienta sola.

—Amén— contestó Susan, mientras Isabella se reía. —¿Qué? ¿Crees que lo hemos hecho por ti?

—Sé perfectamente que vosotras dos lleváis los zapatos más cómodos de toda la empresa. Pero de acuerdo. ¿Veis? Hasta pongo los pies en alto— comentó Isabella, apoyando las piernas en la mesita que tenía delante. —Oh, que bien sienta esto.

Mirándose la una a la otra por encima de la cabeza de Isabella, ambas sonrieron y colocaron sus piernas junto a las de ella.

Las tres mujeres se sentaron cómodamente en silencio observando los rostros felices de los asistentes. Como agradecimiento por su dedicación y trabajo duro, Edward había instaurado un programa de participación en los beneficios de la empresa para todos sus empleados, y acaba de anunciar su plan para ponerlo en marcha a principios de mes. Se escucharon más vítores, y él expresó su gratitud y aprecio por haber permanecido a su lado. Como dijo en su discurso, aquella lealtad no era nada común en una organización del tamaño de la suya, y estaba decidido a demostrarles que no se habían equivocado.

En el Hospital General de San José, otro hombre que inspiraba la misma pasión y lealtad que Edward, observaba cómo los esfuerzos para resucitar a su esposa resultaban fútiles. El médico le miró, esperando confirmación, que ofreció con un ligero asentimiento.

—Piper Harper, hora de fallecimiento: 21:07—. Tras hacer un gesto de respeto hacia los dos hombres presentes, firmó unos documentos antes de salir de la habitación, seguido de las enfermeras que susurraron sus condolencias.

—Tuvo una buena vida— dijo James, el hermano de Piper, acercándose a la cama y contemplando a su hermana. —No esperaba que viviera tanto.

Derrumbándose en una silla, Cash Harper miró a su esposa, que parecía estar durmiendo pacíficamente. Aunque su matrimonio había sido una cuestión de conveniencia para que pudiese recibir prestaciones sanitarias, habían tenido una relación y, durante los tres últimos años, se había encariñado con ella.

—Esperaba poder hacer más con el dinero del rescate— dijo Harper.

—Era mi hermana pequeña. Hubiera dado cualquier cosa por poder tenerla con nosotros más tiempo. Pensamos que había superado la leucemia de niña, pero esta vez ha sido aún peor. Pero ha luchado contra ella. Creo que lo ha hecho más por ti y por mí, pero lo ha hecho. Bueno, por nosotros y por ese maldito collar— terminó James en un murmullo, contemplando la gargantilla de diamantes que todavía llevaba alrededor del cuello. —No entiendo por qué estaba tan fascinada con él.

Inclinándose, James le quitó el collar y lo sostuvo contra la luz, viendo cómo destelleaban los diamantes.

—¿Qué quieres hacer con él, capitán?

El capitán Harper tendió su mano.

—Devolverlo a su dueña.

James se lo entregó con un resoplido.

—¿Crees que es sensato? Cuando Cullen nos vio aquí pensé que iba a hacernos trizas. Si no fuera por su esposa…

—Exacto. Por eso quiero devolvérselo.