¡Hey! Empezamos un nuevo año, chicos. Espero que sea un buen inicio para todos; que se levanten con fuerzas y espabilen las perezas (me incluyo), cierren ciclos y abran nuevas posibilidades con ojos de águila. Les mando muchos abrazos y mis mejores deseos a todos.
Y como también me levanté con ánimos, aquí pongo la primera piedra de esta historia con la que he disfrutado la escritura durante todo el tiempo que me llevó armarla.
Algunas aclaraciones antes de empezar: será una historia bastante larga con temas oscuros como la guerra y, por ende, la muerte. Así que si decides leer, sé paciente. Iré poniendo notas al final de los capítulos, sobre todo para aclarar algunas cosas que, quizá, en la narración no se expliquen con tanta puntualidad. Si tienes dudas, también sería bueno que me las hicieras saber para ir formando con más precisión este universo. Siempre trataré de responder vía Mensaje Privado para no alargar demasiado este espacio. También los invito a pasarse a mi Tumblr para saber sobre las actualizaciones, curiosidades de la historia o si quieren preguntarme cualquier dato acerca de lo que escribo; pueden encontrarme como frostdan900.
Advertencias importantes: para evitar futuros traumas e insultos a mi persona, debes saber que este es un fanfiction en donde la pareja principal es formada por Elsa y Anna. No hay trampas, no es broma, así que si no estás de acuerdo puedes tomar algunos dulces de la mesa y retirarte en paz. NO tienes que leer, NO tienes que herirte, NO tienes que dejar mensajes ofensivos porque no es necesario que el mundo siga ardiendo con este tipo de acciones. Si en cambio estás de acuerdo con leer pacíficamente, entonces eres bienvenido y espero que disfrutes la historia.
Como siempre, muchos de los personajes de esta obra no me pertenecen, mucho menos Frozen. Todo es propiedad de Disney y/o sus respectivos creadores.
Sin más.
Hielo y sangre
Prefacio
La sombra se deslizó suavemente por el cielo, comiéndose al sol y toda existencia de luz. Desapareció a las estrellas y luego a cada astro del firmamento. Hubo gritos, todos pidiendo ayuda, rogando piedad. La ciudad de los hombres quedó en ruinas y su majestuosidad, una vez digna de dioses, terminó en el olvido. Luego hubo silencio, y al silencio le sobrevino más caos. La sombra siguió deslizándose, buscando, siempre buscando en cada casa, habitación, en cada lecho. Susurrando incansablemente una letanía maldita que cortaba el aire y lo envenenaba, como una serpiente asesinando a su presa. Siguió destruyendo, porque era lo único que sabía hacer desde su nacimiento. Y cuando estaba tan oscura como el vacío, encontró al fin la cuna que tanto anhelaba, y cantó de felicidad para que todos los mundos la escucharan y le temieran.
Dentro, un bebé con un par de ojos glaciares y la piel pálida como la luna solitaria, yacía observando lo que ocurría, sin entender que su final se hacía más cercano cada vez que una de las vacías palabras de la canción mortífera se dejaba escuchar. Las damas del destino entonaban su providencia.
Idun despertaba con gritos cada vez que tenía esa pesadilla. Se hacía más frecuente, llevándola a una absoluta desolación incluso después de que Agdar la abrazaba a su cuerpo y las lágrimas se secaban en sus mejillas. Era como si esa sombra aún estuviera ahí, asechándola incansablemente, oprimiéndole el pecho para que no pudiera respirar. Estaba embarazada, y temía el día en el que su hijo naciera porque algo le decía que los sueños eran visiones de un futuro oscuro, uno que se había profetizado muchos siglos atrás por sus ancestros. Agdar la trataba de calmar, intentando convencerse a sí mismo de que su heredero iba a vivir una vida pacífica, reinando como uno de los mejores monarcas que existirían. Lastimosamente, la historia estaba escrita y nadie tenía la fuerza para poder cambiar el destino, porque ni los propios dioses podían destruir los hilos del porvenir.
La joven reina empezó a lucir cansada conforme los días pasaban. Ni siquiera los remedios para dormir la ayudaban; y las recetas de los médicos habían fracasado. Mientras su vientre crecía y el embarazo era más notorio, una nostalgia indescifrable empezó a colarse en su pecho, hasta provocar que cualquier situación, por más banal que fuera, la hiciera llorar. Había un sentimiento de inquietud que no la dejaba tranquila, que la hacía caminar por toda su habitación hasta que los pies se le hinchaban y Gerda, quien la había acompañado toda su vida, la reñía por lo bajo mientras la obligaba a tomar un descanso, amenazándola con decirle a su esposo si se negaba.
Muchos otros días sólo miraba desde que el sol nacía en el horizonte hasta que moría, dejando a oscuras el frío castillo que era su hogar. Siempre estaba metida en sus pensamientos. Mientras tanto, con una mano en donde debía estar su bebé y otra sosteniendo el colgante que su madre le había heredado, rezaba a los dioses para que nada de lo que le preocupaba fuera cierto. Rezaba, más que nada, para que su hijo estuviera bien. Pero las pesadillas siguieron y, con ellas, el regalo de su madre cambió de color sin parar, demostrando así lo dispersos que se encontraban sus sentimientos. Aquel dije que colgaba de su cuello era capaz de saber cómo se encontraba, y la desesperación no tardó en llegar cuando se dio cuenta que pasaba todo el día sumida en un caos emocional. El colgante empezó a ser una marca que le dolía. Tuvo que quitárselo, por primera vez en años, olvidándose de la primera vez que brilló con tanta intensidad, de un color tan pálido como su vestido de bodas el día en que Agdar se convirtió en su esposo; y lo guardó, en un cofre de plata que había pasado de generación en generación hasta llegar a ella. A veces Idun sentía que el dije latía al ritmo de su corazón, como si tuviera vida propia ahora que lo dejaba olvidado.
Cada anochecer, cuando el colgante desapareció de su cuello, una voz baja, fría y lastimera, le empezó a susurrar en el oído todo lo que le deparaba el futuro. Empezó a sentirse desprotegida. Todo empeoró, pero eso no se lo dijo a nadie porque, empezaba a creer ella misma, la locura se la estaba llevando. Escuchar esas voces era un mal presagio.
Por supuesto Agdar, a pesar de ignorar algunas cosas que le ocurrían, notó que algo no estaba bien con ella, así que buscó sin cesar algún libro en la biblioteca sobre las dolencias de su esposa. Buscó sobre sueños, sobre el destino de las personas y sombras oscuras que profetizaban tiempos terribles; pero nada era lo suficientemente satisfactorio. Era como si una manada de charlatanes hubiera escrito todas esas cosas y que, por razones sin sentido, se pudieron colar a la biblioteca real. Y cuando Idun al fin perdió las fuerzas para todo, y sólo se mantuvo acostada en la cama todo el día después de más pesadillas, el rey tomó la firme decisión de que llegaría al núcleo de todo eso. Mandó a sus más fieles hombres a buscar a tierras lejanas y al propio reino cualquier cosa que les pudiera servir; hechiceros, libros, adivinos. Cualquier hombre, mujer o niño que pudiera curar a su esposa.
Fue en el noveno mes de embarazo de la reina, una noche de invierno que fue de los más fríos que había habido en más de un siglo, cuando Agdar encontró al fin las respuestas, respuestas que, sin embargo, no entendió en el primer momento. Se retiraba a dormir después de una reunión de última hora que había tenido con sus consejeros cuando, por accidente, uno de los libros que llevaba en una mano resbaló y fue a parar a un rincón de la pared. Los pasillos estaban solitarios y la iluminación era precaria, incluso con el candelabro que sostenía. Todos se habían ido a dormir, a excepción de algunos guardias que custodiaban las puertas principales de cada espacio. El joven rey se encontró suspirando para luego inclinarse y recoger el libro que se le había caído. Cuando lo hizo, miró la portada y las letras doradas que brillaban en un lomo verde bosque descolorido y, luego, dejó que su espalda se recargara en la pared. Estaba cansado. Cerró los ojos fuertemente, a esas horas Idun debía seguir despierta, fingiendo dormir. Ya no tenía idea de cómo iba a ayudarla. Se sentía inútil mientras su esposa sufría.
Escuchó un "clac", y lo siguiente que supo es que la pared en la que estaba recargado se pudo haber roto, lo cual ya de por sí era muy extraño porque, estaba seguro, era roca pura, puesta ahí desde tiempos en los que el primer rey gobernó en Arendelle. Dio media vuelta y palpó la superficie, notando enseguida una abertura vertical en la pared, pequeña, pero lo suficientemente grande como para que pudiera meter los dedos y empujar por el lado contrario. Dejó en el piso todo lo que llevaba en las manos y pensó en lo que podría ser eso. La luz de las velas en el candelabro le daba un toque tétrico al panorama. Un pasaje secreto era lo más obvio, pues sabía que el castillo debía tener muchos ya que, en épocas bélicas, sus antepasados hicieron construir varios para salvaguardar objetos importantes o, en casos más comunes, resguardar a la gente. Sabía que muchos pasadizos comunicaban a otras partes del castillo, otros incluso llevaban a terrenos fuera de él. Kai le había dicho una vez que tenía un mapa con varios de ellos, pero que para esos años muchos se habían derrumbado y, otros, simplemente no estaban ya en los planos, porque se fueron construyendo con cada reinado hasta que la mayoría quedó en el olvido.
Agdar empujó la roca hacia un lado, con dificultad, hasta que el espacio se abrió para formar una pequeña entrada. Tuvo que inclinarse para poder ingresar a la densa oscuridad. Lo primero que notó fue que ese lugar parecía comerse el ruido; el silencio era espeso. Tomó el candelabro que había dejado a un lado, en la entrada, y se coló de nuevo. Tosió varias veces cuando el polvo obstruyó sus fosas nasales. La luz de las velas apenas podía iluminar por donde caminaba, el pasillo era estrecho y lleno de telarañas, como si nadie hubiera estado ahí en al menos un siglo.
Vaciló antes de atreverse a dar pasos hacia adelante, pero luego no se pudo detener. El pasillo se hizo interminable. De las paredes se filtraba agua, lo que había creado que un musgo verde y suave se propagara por varios rincones. La incipiente humedad manchó de tonos oscuros la roca; Agdar palpó los rastros, hasta que los dedos se le ensuciaron de tierra y llegó a una bóveda amplia, en donde colgaban un par de antorchas muy antiguas en cada esquina. La madera con la que estaban hechas estaba podrida.
Iluminó con su candelabro la amplia pared, que estaba revestida por una piedra de color arena. La respiración se le enganchó cuando se encontró con varias series de dibujos que se mezclaban y llenaban gran parte del muro. En toda su vida, jamás había visto algo parecido con esa técnica. Las formas estaban desgastadas y descoloridas, producto de los años, sin embargo, parecían emitir una especie de brillo que sólo se intensificó cuando se acercó y las luces amarillas que emitían las velas chocaron de lleno con lo que producía aquella resplandecencia. Eran dos piedras preciosas, incrustadas para formar un par de ojos. El candelabro casi se le cayó de las manos cuando el dibujo tomó forma para él, y se encontró con una serpiente gigante, tan larga que se retorcía por el muro varias veces y desaparecía más allá. Agdar siguió con la vista en esas piedras, que tenían el color de la sangre. Sintió que lo vigilaban, como si observaran todo, incluso sus pensamientos.
Tembló, no de frío, pero quiso cerrarse a la posibilidad de tener miedo cuando descubrió más dibujos de bestias en el techo con los ojos fijos en él.
Esa noche, cuando volvió a su cama, Idun se encontraba dormida en serio, lo que hizo que sintiera alivio porque él entró a la cama con náuseas y las manos temblorosas; estaba helado, como un muerto. Y, por primera vez en toda su vida, vaciló. Tuvo miedo del castillo, de sus pasillos y habitaciones, de todo lo que escondía o podría encontrar. Tuvo miedo de esos ojos rojos que aún lo miraban, de la oscuridad que invadió a su corazón esa noche. Principalmente, temió como nunca al futuro, a todo lo dibujado en esas paredes que lo hicieron estremecerse y rezar a los dioses porque todo fuera una historia.
Antes de que una fiebre de dos días lo hiciera sucumbir, tres presencias envueltas en unos velos se sentaron en el alféizar de la ventana y lo observaron dormir, conscientes de que en cualquier instante despertaría y descifraría todo. Los tiempos tal y como los conocía, dejarían de ser los mismos, pues la oscuridad ya estaba pisándoles los talones. Así que sólo le cantaron la verdad, como solían hacerlo con los dioses; se metieron en sus sueños, incluso en los más profundos, en donde nadie más tenía paso.
Le contaron lo que decían los hilos del destino.
Llegará el día en que el mal invada al mundo y una eterna oscuridad apague al reino de los hombres. Ciudades enteras caerán, cada mujer, hombre y niño se verá doblegado por el miedo; el mundo como lo conocen hasta ahora, perecerá. Hermanos se asesinarán entre ellos, los hijos a sus padres y los padres a sus hijos. Y sólo un poder, supremo y maldito, gobernará la tierra y la dejará virulenta, por días, meses y luego años. Todos perderán su humanidad, y los que queden, desearán haberla perdido pues no habrá justicia ni perdón, ya que el soberano no entenderá de esos menesteres. Sin que el poder de los dioses pueda interferir ante la infame tiranía, aquel tendrá el imperio de los vivos y muertos; y su crueldad no tendrá fin.
