Adrián Agreste echó un vistazo a la pantalla de su móvil, inquieto. Solo faltaban cinco minutos para que acabaran las clases. ¿Cómo se había alargado tanto la sesión de fotos de aquella tarde?

Nathalie, su asistente, detectó enseguida su gesto preocupado.

–¿Sucede algo, Adrián?

–Me he dejado la cartera en clase –explicó él–. Lleva dentro los libros que necesito para hacer los deberes este fin de semana. Debería volver al colegio a buscarla antes de que cierren. Pensé que me daría tiempo de asistir a la última clase, pero...

–Sí, es verdad, se suponía que esta sesión debía durar una hora como mucho –asintió ella consultando su horario.

–Y llevamos aquí casi dos horas y media –le recordó Adrián, sin poder reprimir un leve tono irritado en su voz.

En el fondo sabía que no era del todo culpa del fotógrafo. No habrían necesitado más de una hora si el propio Adrián no hubiese estado tan distraído, prácticamente ausente.

No podía evitarlo. Siempre había tratado de realizar aquel trabajo de la forma más profesional posible para que su padre estuviese orgulloso de él. Pero ahora iba al colegio y tenía amigos, y lo mejor de todo... llevaba una doble vida en la que su alter ego superheroico salvaba París una y otra vez, acompañado de una heroína extraordinaria que lo volvía loco en todos los sentidos de la palabra. Nadie podría reprocharle que las sesiones de fotos le parecieran muy aburridas en comparación.

La voz de Nathalie lo devolvió a la realidad.

–Le pediré al chófer que vaya a buscar tus cosas –ofreció.

Adrián volvió a mirar el reloj en la pantalla.

–No llegará a tiempo, estamos demasiado lejos. Espera, llamaré a Nino. Probablemente no le importará llevarse mi cartera a su casa. Luego podemos pasar a buscarla.

Nathalie asintió.

–Está bien, pero date prisa. Te están esperando ya.

Adrián miró de reojo al fotógrafo y su equipo, que habían dado ya por concluido el descanso y lo aguardaban un poco más allá, y se retiró a un rincón para hablar con algo más de privacidad.

Estaba a punto de marcar el contacto de Nino en la agenda de su teléfono cuando recordó que él tampoco había ido a clase aquella tarde. Tenía cita con el médico o algo así. Dudó solo un instante antes de pulsar el número que tenía registrado poco antes del de su mejor amigo: el de Marinette. Después de todo, se sentaba detrás de él en clase y quizá no supondría demasiada molestia para ella llevarse consigo la cartera que él había dejado en su banco unas horas atrás, confiando en que regresaría a tiempo para recogerla. Además, Marinette vivía justo al lado del colegio. Encima de una panadería donde, por cierto, sus padres hacían una quiche absolutamente deliciosa.

«Genial, me pasaré a buscar mis cosas y de paso compraré algo de merienda», se dijo. Se le hizo la boca agua solo de pensarlo.

Y marcó el número de Marinette.


–...Y recordad traer acabado para el lunes el comentario de texto de la obra que hemos estado trabajando –concluyó madame Bustier mientras el sonido del timbre atronaba por toda la escuela.

Marinette Dupain-Cheng dirigió un vistazo preocupado al banco vacío de la primera fila, justo frente al suyo. Había echado de menos a los chicos aquella tarde. Alya ya le había dicho que Nino iba a ausentarse, pero Adrián debería haber regresado ya. Marinette había estado más pendiente de la puerta que de madame Bustier, aguardando el momento en que él volvería tal y como había dicho que haría. Pero el timbre había sonado ya, y Adrián seguía sin aparecer.

Y se había dejado la cartera en el banco. Eso significaba que iba a volver, ¿no? En cualquier momento. Porque no podía olvidarse sus cosas allí sin más, fuera de la taquilla, durante todo el fin de semana.

Su móvil sonó de pronto, sobresaltándola. Al mirar la pantalla dio un respingo del susto y casi se le cayó el teléfono al suelo. «Llamada entrante: Adrián».

Se dio cuenta de que su exagerada reacción no había pasado desapercibida a sus compañeros; sonrió, les dio la espalda y trató de actuar con normalidad.

–¡Alya, es Adrián! –susurró al oído de su amiga–. ¡Me está llamando! ¿Qué hago?

–¡Pues responder, claro! ¡Antes de que salte el contestador!

–Pero...

–¿Quieres hablar con él, sí o no?

Marinette abrió la boca, pero Alya no le dio tiempo a hablar. Le arrebató el móvil, pulsó el botón y se lo devolvió a su amiga, que se había quedado absolutamente bloqueada.

–¿Marinette? –oyó la voz de él al otro lado–. Oye, ¿estás ahí?

–Sí..., ¡sí, aquí estoy! –Trató de reprimir una risita nerviosa, sin mucho éxito–. Y tú me has... llamado, claro, salvo que te hayas equivocado de número...

Alya le dio un codazo y la hizo callar, afortunadamente, antes de que siguiera diciendo tonterías. Marinette detectó en aquel momento la mirada envenenada de Chloe y le dio la espalda para centrarse en la voz del chico que le hablaba al otro lado del teléfono.

–¿Cómo...? No, no me he equivocado, mira... querría pedirte un favor...

–¡Claro, lo que sea!

–...en otras circunstancias se lo habría dicho a Nino y no te habría molestado con esto, pero es que él no ha venido hoy a clase y...

–No hay problema, en serio. ¿Qué necesitas?

–¡Gracias, Marinette, eres genial! Verás, la sesión de fotos de hoy se ha alargado más de lo previsto y no voy a poder ir a recoger mis cosas al colegio. ¿Te importaría llevártelas tú? Es solo la cartera, la dejé en mi banco esta mañana antes de salir. Lleva dentro el libro de historia y el cuaderno con los ejercicios de matemáticas. Lo que hay en la taquilla no lo necesito, pero eso... ¿Marinette? ¿Me estás escuchando?

–Sí, sí, claro... yo también creo que tú eres genial, jiji.

Hubo un breve momento de silencio al otro lado del teléfono.

–Hum... ¿gracias..., supongo? Bueno, entonces, ¿puedes coger mis cosas? Pasaré luego por tu casa a buscarlas.

–No hace falta, te las puedo llevar yo a la tuya.

–¿Qué dices? No, ni hablar, faltaría más. Me paso por tu casa, no quiero causarte molestias.

–No, de verdad, no es molestia. Estaré encantada de hacer esto por ti. Insisto.

–Pero... –Oyó que él suspiraba–. Oye, me llaman, tengo que colgar. Hagamos una cosa: quedamos en el parque, ¿vale? A medio camino. Calculo que estaré allí en... media hora, cuarenta minutos como mucho.

–Sí, sí, vale, muy bien... en el parque... en media hora –repitió ella, incapaz de reprimir una sonrisa.

–¡Genial, gracias otra vez! ¡Hasta luego!

Marinette farfulló una despedida y, cuando él colgó, se quedó mirando el teléfono como si fuera lo más maravilloso del mundo. Pero volvió a la realidad al detectar la mirada consternada de Alya.

–¿Qué? –preguntó sin entender.

–¿Has quedado en el parque? ¿Hoy? ¿Te has vuelto loca?

–Sí..., quiero decir, no, por supuesto que no. ¿Por qué lo dices?

–Alya, Marinette, terminad de recoger y salid de una vez, que tengo que cerrar el aula –intervino madame Bustier.

Ellas se dieron cuenta entonces de que el resto de sus compañeros se habían marchado ya. Se apresuraron a coger sus cosas, y Marinette se colgó al hombro la cartera de Adrián con un estremecimiento de emoción.

Las dos salieron al patio. Fue entonces cuando Marinette fue consciente por fin del furioso silbido del viento en el exterior.

–Alerta naranja por vientos huracanados, chica –le recordó Alya–. ¿Pero en qué mundo vives? ¿Ya no recuerdas lo que nos ha costado llegar al colegio esta mañana? ¡Casi volamos por los aires!

–Bueno, no ha sido para tanto.

Marinette sabía muy bien lo que era volar literalmente por los aires. Aún recordaba con detalle lo mucho que a Cat Noir y a ella les había costado vencer a Tormentosa.

De todas formas, Alya tenía razón en cierto modo. Las violentas ráfagas de viento que habían estado azotando París a lo largo del día podían llegar a ser tan peligrosas como un villano akumatizado.

–No puedes quedar en el parque –insistió Alya–. ¿Por qué no te llevas su cartera a tu casa y le dices simplemente que pase a buscarla? No creo que...

–¡Marinette Dupain-Cheng! –las interrumpió de pronto una voz que ambas conocían demasiado bien.

Marinette suspiró y dio media vuelta para enfrentarse a Chloe.

–¿Qué es lo que quieres ahora?

–¿Se puede saber qué haces con la cartera de Adrián? ¿Qué pretendes, robársela?

–¡No digas tonterías! –exclamó Alya indignada.

–Me ha pedido que se la lleve. Porque él no puede venir a buscarla –replicó Marinette.

Chloe estalló en carcajadas.

–¡Ridículo! Yo soy su mejor amiga, ¿por qué iba a pedirte que guardaras su cartera... precisamente a ti?

Marinette se había estado haciendo la misma pregunta, pero no pensaba mostrar a Chloe ni un ápice de duda o debilidad.

–Pues... porque vivo al lado del colegio... porque me siento detrás de él... porque...

–...Porque ellos también son amigos –intervino Alya; le arrebató el teléfono a Marinette y le mostró a Chloe la pantalla de las últimas llamadas recibidas, donde aparecía el número de Adrián–. ¿Lo ves? Adrián la ha llamado a ella, y no a ti. Así que chúpate esa, cómprate una vida propia y deja de enredar en las de los demás.

Marinette sonrió ampliamente; Chloe parecía a punto de combustionar.

–¡Cómo te atreves! –estalló; pareció que iba a añadir algo más, pero entonces divisó la limusina que se había detenido frente al colegio para esperarla, y lo pensó mejor–. Esto no quedará así.

Bajó muy digna las escaleras de la entrada, con Sabrina trotando lealmente tras ella como un perro faldero; pero una poderosa ráfaga de viento le hizo perder el equilibrio, y las dos cayeron al suelo entre gritos de alarma, en un confuso montón de brazos y piernas.

Alya y Marinette seguían sonriendo con ganas. Probablemente Chloe maquinaría alguna forma de hacérselo pagar, pero no sería hoy.

–Bueno, chica, y ahora en serio –dijo Alya por fin–. Llama a Adrián y cambia el lugar de la cita; dile que se pase por tu casa, pero no quedéis en el parque. Es peligroso: están cayendo ramas grandes a causa del viento.

–¿Llamar... yo... a Adrián? Pero... ¿cómo...?

–Pues haciéndolo. ¿No te acaba de llamar él a ti?

–Sí, p-pero...

–No hay peros que valgan. Ofrécele un chocolate caliente y alguna de las delicias de la panadería y ya verás como no pone ninguna pega. Estaréis mejor bajo techo que fuera, con el día tan horrible que hace.


Adrián se detuvo en la puerta del estudio y se quedó mirando la calle, desconcertado. Su chófer y guardaespaldas, al que no llamaba «el Gorila» por casualidad, se había colocado junto a él para protegerlo del viento con la enorme mole de su cuerpo. Pero aun así veía las ráfagas azotando furiosamente las ramas de los árboles, la gente caminando por la calle con dificultad, los paneles publicitarios temblando precariamente en sus soportes, amenazando con salir volando en cualquier momento.

«Mal día para quedar en el parque», comprendió Adrián, arrepintiéndose enseguida de su idea. Había olvidado por completo la alerta meteorológica. El estudio donde se había desarrollado la sesión de fotos estaba perfectamente insonorizado y no había oído el aullido del viento en toda la tarde.

Nathalie se detuvo junto a él, consultando de nuevo el horario.

–Bien, entonces... vamos ahora a casa de tu amigo Nino, ¿no es así? A buscar tus cosas.

Adrián sacudió a cabeza.

–No, Nino no ha podido recoger mi cartera. –Se lo pensó un momento y añadió–. La tiene Marinette, así que tenemos que ir a la panadería Dupain-Cheng.

Era altamente improbable que su compañera hubiese ido al parque con aquel tiempo, pensó. Se alegró un poco. Al final iba a poder tomar una merienda en condiciones, después de todo.


Marinette había pasado por la panadería para dejar su mochila y comprobar si quedaba quiche de salmón y espinacas; recordaba que Adrián la había probado la última vez que había estado allí y le había gustado mucho. Se preguntó si sería demasiado atrevido ofrecerle un trozo. «A lo mejor lo sería si fuese a comprarla yo misma», pensó. «Pero después de todo, es la panadería de mis padres; se supone que no me cuesta nada».

De modo que envolvió un trozo de quiche y lo guardó en la cartera de Adrián. Le pareció que el interior despedía un ligero olor a queso, y lo encontró curioso. Pero no le dio más vueltas.

Miró el reloj. Faltaban apenas cinco minutos para que llegara la hora de su cita con Adrián. No se había atrevido a llamarlo. ¿Y si se ponía a tartamudear? ¿Y si le decía alguna tontería? «No hace falta molestarlo con esto», pensó. «Total, será solo un momento».

Oyó a su espalda la voz de su madre cuando ya salía por la puerta.

–Marinette, ¿vas a salir otra vez? ¿Con este tiempo?

–Voy a llevarle una cosa a un amigo, mamá. Es aquí al lado, no tardaré.

Y se marchó antes de que ella pudiera replicar.

Avanzó como pudo hacia el parque, luchando contra el viento que la golpeaba sin piedad, silbando incesantemente en sus oídos. Pese a ello pudo oír la voz de Tikki, que se había refugiado en el interior de su chaqueta.

–¿Crees que es una buena idea, Marinette? Alya y tu madre tienen razón: deberías haberte quedado en casa.

–Pero Adrián y yo hemos quedado en el parque, Tikki. Además, es solo un poco de viento. Nada en comparación con algunos de los villanos a los que nos hemos enfrentado. ¿Ya no te acuerdas de Tormentosa?

–Aun así pienso que tu casa sería un lugar mucho más acogedor para una cita –suspiró Tikki–, al menos en un día como hoy.

Marinette enrojeció.

–No es una cita. Solo le estoy haciendo un favor a un compañero de clase, nada más.

Pero su corazón brincaba ante la idea de ver a Adrián a solas.

No había nadie en el parque. Las copas de los árboles se agitaban con violencia, las ramas crujían y una desagradable polvareda la obligó a cubrirse los ojos.

–Marinette, vámonos a casa –sugirió Tikki.

–Vamos a esperar un poco, Tikki. Seguro que no tardará en llegar.

Se sentó en el banco más cercano y se encogió sobre sí misma, tratando de protegerse del vendaval.


–¿Qué pasa, Nathalie? ¿Por qué no avanzamos?

El coche llevaba un buen rato parado, y Adrián empezaba a ponerse nervioso.

–Parece que el viento ha derribado una valla publicitaria –respondió ella–. La calle está bloqueada, no se puede pasar hasta que la retiren.

Adrián estiró el cuello para mirar más allá. Estaban en medio de un atasco. No podían seguir adelante, ni tampoco retroceder.

–Pero me están esperando...

–No podemos hacer otra cosa, Adrián.

El chico se dejó caer contra el respaldo del asiento, suspirando con resignación.

Marinette temblaba de frío, encogida sobre el banco. El viento se volvía cada vez más desagradable y no había ni rastro de Adrián.

–Quizá haya ido directamente a la panadería –sugirió Tikki, alzando la voz para hacerse oír por encima del vendaval.

–Lo habríamos visto llegar desde aquí –objetó Marinette.

–Bueno, a lo mejor al final no ha podido venir.

–Habría llamado para avisar. No, Tikki, estoy segura de que vendrá. Solo tenemos que esperar un poco más.

–Pero llevamos aquí casi media hora, Marinette. ¿Cuánto más piensas esperar?

«Lo que haga falta», pensó ella, pero lo que dijo fue:

–Solo un poco más, Tikki. Por favor.

–Nathalie, esto es absurdo. Estamos solo a dos manzanas de la panadería y llevamos aquí atascados veinte minutos. Llegaré antes si voy andando.

–No vas a ir andando con este tiempo, Adrián. Es peligroso.

El chico resopló irritado. Cada vez le costaba más callarse ante aquel tipo de comentarios. Después de todo, él era Cat Noir, un superhéroe que se reía en la cara del peligro. Literal y metafóricamente hablando.

Este pensamiento lo ayudó a tomar una decisión.

–Son solo un par de manzanas, Nathalie –insistió–. No voy a salir volando.

–Pero...

–Podéis pasar luego a buscarme a la panadería, ¿vale? Os espero allí.

–Adrián, no creo que... ¡Adrián!

Pero él ya no la escuchaba. Abrió la puerta trasera del coche y se deslizó fuera antes de que Nathalie pudiese detenerlo.

Ella lo vio alejarse calle abajo, protegiéndose del viento con el brazo. El Gorila le dirigió una mirada interrogante. Nathalie negó con la cabeza y dijo:

–Déjalo marchar. Iremos a recogerlo más tarde.

Anotó mentalmente que debía empezar a poner el seguro infantil en las puertas traseras para que Adrián dejara de escaparse de aquella manera.


Adrián se ocultó en un callejón y, cuando se aseguró de que nadie lo veía, buscó a Plagg en el bolsillo interior de su camisa.

–No, ¿en serio? –protestó el kwami con un exagerado bostezo.

–Vamos, Plagg, llegaremos antes si vamos por los tejados.

–Volando, claro. –Plagg se estremeció–. ¿Has visto el tiempo que hace? Ideal para acurrucarse en el sofá delante de la tele con una mantita y un plato de queso. No para andar dando botes de aquí para allá.

–Tendrás tu queso después, te lo prometo –le aseguró Adrián–. ¡Garras fuera!

Momentos después, Cat Noir corría por los tejados en dirección a la panadería. No tardó en darse cuenta de que Plagg tenía razón: avanzar por allí era incluso más difícil que caminar a ras de suelo, porque los edificios no lo protegían de los embates del viento. Estuvo a punto de perder el equilibrio en varias ocasiones, pero no se detuvo. No le gustaba llegar tarde; era una manía que había adquirido después de años de obedecer escrupulosamente los horarios que otros habían diseñado para él. Se había acostumbrado a llegar puntual a todos sitios para no decepcionarlos aunque, desde que debía incluir la variable Cat Noir en la ecuación, cada vez resultaba más y más difícil.


–Marineeeette...

–Vale, Tikki, me has convencido –suspiró ella.

–¿Nos vamos a casa? –se alegró el kwami.

–No, ni hablar. ¿Y si viene y no estoy? Voy a... –Inspiró hondo para darse valor a sí misma y declaró–: Voy a llamarlo por teléfono. Le preguntaré cuánto tardará... y le diré que venga a la panadería... pero, espera, si lo hago, ¿pareceré demasiado impaciente? ¿O desesperada? ¿Le digo que lo estoy esperando en el parque? A lo mejor sonará como un reproche, no sé. Pero si le digo que estoy en la panadería, ¿no pensará que no he querido esperarlo? Quizá...

–Marineeeette...

–Vale, vale, ahora llamo.

Tomó aire de nuevo, contempló la pantalla de su móvil como si fuese un nuevo y poderoso villano al que debía derrotar y, por fin, marcó el número de Adrián.

Un tono, dos tonos, tres tonos.

–«Soy el contestador de Adrián. ¡Deja un mensaje!».

–Oh –murmuró Marinette, entre aliviada y decepcionada; pensó en colgar, pero se armó de valor y dijo–. Hola..., contestador de Adrián, soy Marinette... Sé que habíamos quedado en el parque, pero hace un viento horrible y... bueno, creo que es mejor que te pases por la panadería después de todo, jeje. P-perdón por las molestias y... en fin, ¡adiós!

Y colgó.

–Bueno, ha ido mejor que la última vez –opinó Tikki–. Cuando grabaste un mensaje en el que le llamabas guapetón y le decías que estabas colada por él, ¿te acuerdas?

Marinette entró en pánico al recordarlo y volvió a mirar el teléfono para asegurarse de que, esta vez sí, había colgado cuando debía. Suspiró aliviada.

–Sí, creo que estoy mejorando, ¿no te parece?

–Y ahora ¿nos podemos ir a casa?

–No, Tikki. Si tiene el teléfono apagado no ha podido escuchar el mensaje y no sabrá que lo esperamos allí. Vamos a quedarnos un poco más, ¿vale? Hasta que llegue o hasta que llame. O hasta que mande un mensaje diciendo que ha escuchado la grabación.

Tikki suspiró, resignada, pero no protestó.

–Solo un poco más –murmuró Marinette; sacudió la cabeza, porque el desagradable silbido del viento se le metía en los oídos y apenas la dejaba pensar–. Adrián llegará de un momento a otro. Sé que lo hará.


Cat Noir luchaba contra la fuerza del viento mientras trataba de correr hacia la panadería. Su ligereza le permitía realizar acrobacias increíbles, pero resultaba un inconveniente en un día como aquel. Divisó por fin el edificio de la panadería al otro lado del parque y saltó al suelo para atajar por allí. En menos de cinco minutos llegaría a su destino. Sonrió para sí, pensando que seguramente Nathalie y el Gorila seguirían atrapados en el atasco.

Se había encontrado las calles prácticamente desiertas en su trayecto hasta allí; por eso le sorprendió divisar una figura encogida sobre un banco, aguantando estoicamente los embates del viento. Una figura familiar.

Cat Noir se detuvo en seco, sorprendido.

–¿Marinette? –murmuró para sí mismo.

¿Qué hacía ella allí? Recordó de pronto que habían quedado en el parque.

Había dado por supuesto que ella lo esperaría en casa, pero no se había molestado en llamar para confirmarlo. ¿Sería posible que estuviese allí de verdad... por él? ¿Y desde cuándo?

Se dispuso a acercarse, pero vaciló un momento al recordar que ya no era Adrián, sino Cat Noir. Dudó. ¿Debía saludarla o dar media vuelta y buscar un sitio discreto para transformarse antes de aproximarse a ella?

Se dio cuenta entonces de que Marinette ya lo había visto. Lo miraba desde su banco con sorpresa e incredulidad... pero enseguida adoptó una expresión decidida de lo más peculiar.


–¡Cat Noir! –susurró Marinette, desconcertada.

¿Por qué estaba allí? ¿Habría avistado algún akuma? Miró a su alrededor, dispuesta a ocultarse en alguna parte para iniciar su transformación y reunirse después con él como Ladybug.

Y entonces oyó un espantoso chasquido que le hizo dar un salto de sorpresa en el sitio.

–¡Marinette, cuidado! –alertó Tikki.

El cielo se precipitó sobre ellas.


Cat Noir contempló aterrorizado cómo uno de los árboles más grandes del parque, incapaz de soportar un minuto más los feroces embates del viento, empezaba a desplomarse entre agónicos chasquidos, liberando sus raíces del suelo. En el banco, Marinette se levantó de un salto y trató de apartarse; pero se movía con lentitud, como si estuviese entumecida, y el corazón de Cat Noir se detuvo un instante cuando la vio tropezar y caer al suelo.

–No, no, no –murmuró–. ¡Marinette! –gritó cuando el tronco el árbol se derrumbó sobre ella.

Saltó hacia delante sin pensarlo dos veces.