El portal se había abierto y él fue el primero en cruzarlo. No podía ir a su casa. Al menos no en seguida. Sabía que su madre, su tía y sus hermanas estarían por allí, pero después de lo que pasó hace cuatrocientos años… Quizá no le querrían cerca nunca más. No podía culparlas por ello. Al fin y al cabo, las traicionó cuando más le necesitaban. Aún recordaba sus miradas dolidas y confusas.

Caminaba por las calles de East End sin tener muy seguro dónde ir. Lo primero que hizo fue quitarse su llamativa ropa asgardiana y cambiarla por una que no desentonara en este mundo nuevo. Ya cambiado aprovechó para comer un poco y reponer fuerzas, y según iba avanzando el día, fue visitando distintos puntos de East End, de aquí para allá. Empezaba a oscurecer, aunque el sol aún brillaba, no draría mucho más y aún no se había decidido a ir a su casa. No podría dormir a la intemperie, se decía a si mismo mientras caminaba por la calle. ¿Tendría que acabar durmiendo en una posada o algo similar? En este mundo los llamaban hoteles. Pero ya se había gastado el poco dinero que tenía, haciendo que pareciera de ese mundo. ¿Tendría que robar? Sabía que no estaba bien pero si no tenía más remedio…

Caminaba sumergido en sus pensamientos cuando lo notó. Alguien como él, un ser de magia, del mismo mundo que él, lo estaba observando. Podía sentir su poder. Su mirada se cruzó con unos ojos color esmeralda que lo miraban con curiosidad y asombro.

Yo iba caminando por la calle, salía de trabajar y llevaba un rato paseando, pero ya hacía frío y estaba oscuro, así que decidí volver a casa.

Que las Beauchamp vivían en East End no era ningún secreto, y menos para los de nuestra condición. Estaba la familia casi al completo: La heredera, Joanna, sus hijas Freya e Ingrid y la princesa Wendy. Después de cuatrocientos años, la mayoría habían dejado de pensar en ellas como antes, y simplemente las tenían como brujas poderosas, pero no se las trataba como cuando vivían en el palacio. A mí me costaba desprenderme de la idea en parte, siempre viví en el palacio y las había conocido. Pero eso fue hace mucho. Por azares de la vida desde que vinimos a este mundo, era la primera vez que coincidíamos en un lugar. Tenía la esperanza de que Ingrid quizá me recordara de Asgard, ya que habíamos sido grandes amigas, pero no era así. Parecía distinta.

Sin embargo, esta vez notaba una presencia de alguien más. Alguien poderoso. De sangre real. Un Beauchamp sin duda alguna. Hacía tiempo que no lo veía. Lo examinó unos momentos. El pelo dorado, las facciones armoniosas, la nariz recta, los labios carnosos, los ojos azules que no habían perdido su brillo divertido y a la vez inocente. Parecía esculpido en roca, un dios griego. Sacado de un sueño. Pero allí estaba. Freddie Beauchamp estaba caminando por la calle de East End.

Sabía que se había quedado en Asgard. Eso había oído tras huir de allí. Me decepcionó mucho enterarme. Era un traidor. Lo sabía. Pero de alguna forma… No pude pensar en todo aquello cuando le vi cruzar la calle. No fui capaz de sentirme enfadada, solo… Parecía el Freddie que conocí una vez. El estúpido hermano pequeño de In. Que siempre nos gastaba bromas. Puede que en Asgard me gustara un poco. Quizás. Pero no lo había visto en cuatrocientos años. Creía que "eso" habría muerto. Había habido más hombres en mi vida. Y sin embargo cuando lo ví, se me revolvió todo. Me temblaron las rodillas. Sabía que haría alguna estupidez. Me perdí en la mirada de aquellos ojos azules. A veces, cuando me miraba fijamente, sentía que podía verme por dentro. Era escalofriante e hipnótico al mismo tiempo.

-¿Freddie?- fue lo único que alcancé a decir.