El día de mercado, el Forum Toth latía de vida. Cientos de soporati y de esclavos se apilaban frente a los puestos de mercado y pedían la vez a gritos, empujándose y riñendo entre ellos cuando alguno trataba de colarse. Los olores de todos los tipos de comida que allí se vendían se juntaban en el aire y formaban una mezcla olfativa casi asfixiante. Los niños correteaban entre los pies de la gente y siempre había algún que otro ladronzuelo que trataba de sacar provecho de aquel caos. Sin duda, el imperio de Tevinter en su plena esplendor.
Fabius y su mujer Vitella poseían uno de esos puestos de mercado y apenas daban abasto para atender a todo el mundo. Su pescado estaba muy bien valorado desde que magister Domenic lo había alagado públicamente en la última fiesta que dieron los Cardelius. Ninguna casa quería ser menos, así que todas ellas se esforzaron en investigar de dónde procedía aquel manjar. La voz se corrió entre los esclavos y de los esclavos llegó a los oídos de los soporati. Desde entonces las ventas se habían multiplicado y, con ellas, los beneficios.
Sin embargo, ya lo decía su amigo Vaylar, cuanto más dinero, más problemas.
—¡Marchando cuatro de pescadillas! ¿Querrás algo más, querida? —le preguntó Fabius a una elfa mientras le preparaba el pedido. La clienta era apenas una chiquilla y se le encogía el alma solo de verla ahí sola entre tanto bárbaro. Esperaba que al menos su amo no fuera un desalmado.
—Eso será todo, señor —le contestó ella, entregándole las monedas. Fabius las recogió y le dio la bolsa a cambio. Ella le dio las gracias y se fue rápidamente con la cabeza baja. El pescadero se la quedó mirando unos segundos mientras ella esquivaba a la gente con maestría. Desde luego, pensó, los elfos tienen un don para pasar desapercibidos.
—¡Muy bien! ¿Quién será ahora? —preguntó en voz alta dando una sonora palmada.
En ese instante, sintió como le bajaba todo el color de la cara de golpe al reconocer a uno de los que estaban esperando a ser atendidos. Llevaba puesta una capa deshecha y la capucha le cubría la mayor parte del rostro pero podría haber reconocido aquella mirada en cualquier lugar.
Se acercó a su mujer y le susurró que enseguida volvía.
—¿Qué? ¿ahora? ¿no puede esperar? ¿no ves la gente que hay? —le reprochó ella, enfadada.
—Serán solo unos segundos, amatus—le dijo en voz baja y le dio un beso en la mejilla. Luego se dirigió a la muchedumbre—. Mi mujer les atenderá enseguida, señores.
La gente se quejó con indignación pero, por suerte, ninguno se fue. Bendito magister Domenic y su buen gusto.
Fabius se quitó el delantal mientras salía del puesto y acudió al lugar donde le esperaba el encapuchado.
—Alarion —le saludó al llegar. El hombre lo observó entre los pliegues de la capucha con cara de pocos amigos.
—Fabius.
—Alarion, necesito un poco más de tiempo. Te dije que tendría el dinero pero todavía no—le dijo el pescadero, adelantándose a lo que tuviera que decirle. Lo conocía lo suficiente como para saber que no había ido hasta allí solo a saludarle.
—Viendo lo bien que te va el negocio, no lo dudo —le contestó él, para su sorpresa. Le echó un vistazo al puesto de mercado y se volvió hacia el pescadero de nuevo—. No es por eso por lo que he venido.
—Oh… ¿entonces…?
—Es por tu hija —le dijo el encapuchado.
—¿Mi…? ¡Vishante kaffas! —maldijo Fabius, pasándose una mano por el pelo. Dejó escapar un largo suspiro y miró al encapuchado con preocupación— ¿Qué ha hecho esta vez?
—Cabrear a la gente equivocada, como siempre —le contestó él, alzando una ceja. El hombre se le acercó aún más con un semblante amenazante―. Tú familia depende de nosotros y lo sabes. Un paso en falso, Fabius, y te aseguro que nadie recordará haberos visto jamás.
―Lo sé. Lo arreglaré, no te preocupes ―trató de convencerlo él, disimulando lo mejor que pudo su nerviosismo―. Está en una edad difícil.
El encapuchado gruñó y le dio la espalda para irse. Fabius esperó, retorciendo el delantal entre sus manos, a que su corazón se calmara antes de volver al puesto.
«Por el Hacedor, Lucrecia, ¿en qué lío te has metido esta vez?».
El Círculo de Magos de Minrathous, antiguo templo del Viejo Dios Razikale, se alzaba majestuoso sobre la ciudad. Sus altas torres aun conservaban un gran programa iconográfico de esculturas que comprendían buena parte de los episodios del encarcelamiento de Razikale por el Hacedor. Grabados y figuras de dragones adornaban las entradas del templo, el rojo, el negro y el dorado siendo los colores más recurrentes del lugar.
En las mazmorras del templo, Lucrecia Galleban contaba las horas en su celda. No era la primera vez que acababa ahí y, si no iba con más cuidado, no sería la última. Para los aprendices como ella, el calabozo era un medio de castigo más, reservado para las faltas graves, y siempre con carácter temporal. Cuando acumulabas varias faltas leves o tres faltas graves el Primer Encantador podía expulsar al mago del Círculo. A diferencia de los Círculos andrastinos, la asistencia al Círculo de los Magos no era obligatoria en Tevinter y, por tanto, la expulsión estaba permitida.
Para los casos muy graves, como la posesión demoníaca o los ataques directos hacia los magisters, el calabozo era simplemente el paso previo a la ejecución. En Tevinter no convertían a los magos en Tranquilos, puesto que eso fue una invención de los Buscadores de la Verdad de la Capilla Blanca y se consideraba una aberración en el Imperio. Si un mago se convertía en una abominación, o bien trataban de salvarlo entre varios si era alguien importante, o bien lo eliminaban directamente.
Así pues, Lucrecia estaba prácticamente sola en los calabozos, acompañada únicamente por un templario que hacía guardia en el pasillo. Aburrida, Lucrecia se acercó a los barrotes de su celda, apoyando la frente sobre ellos, para observar al templario que estaba sentado en una silla. Tendría su edad más o menos y tenía cara de estar tan aburrido como ella. Se imaginó que era un recluta joven al que habían enviado ahí como parte de algún entrenamiento. O quizás a él también le habían castigado y esa era su forma de cumplir condena. Desde luego, si no lo era, debía de ser un martirio para él.
—¡Tss! ¡Tss! —lo llamó Lucrecia. El templario la miró con indiferencia— ¿Cómo te llamas?
El chico rodó los ojos e hizo como que no la había escuchado. La maga frunció el ceño, disgustada ¡Menudo maleducado!
—¡Eh! ¡Que te estoy hablando! —insistió ella. Él siguió ignorándola— ¿A ti también te han castigado?
Silencio.
—Oye, mira, vamos a tener que pasarnos aquí muuucho tiempo a solas, así que podemos llevarnos bien o podemos llevarnos mal —siguió hablando ella, sacando los brazos por los barrotes para gesticular. Le daba igual si no le contestaba, necesitaba conversar con alguien si no quería volverse loca—. Y yo prefiero llevarnos bien, ¿sabes? Al fin y al cabo estamos en una situación similar.
—Yo no estoy encerrado —le contestó él al fin sin mirarla siquiera.
—No, ya, bueno, pero estoy segura que no estás aquí por placer ¿Llevas mucho tiempo en el Círculo? —continuó ella. Él seguía a lo suyo. Lucrecia resopló y se acomodó mejor en el suelo—. Supongo que no porque nunca te había visto. Pues verás, yo soy Lucrecia, hija de Fabius el pescadero ¿Lo conoces? Supongo que no, no creo que os envíen a vosotros a hacer la compra. Vende los mejores pescados del mercado ¿sabes? Y, bueno, suelo frecuentar este… lugar a menudo, así que nos veremos más veces. Al menos, claro está, que se cansen de mí y me echen. Que es lo más probable ¡Así que igual no nos volveremos a ver al final! ¡menudo chasco, ¿eh?!
Lucrecia se echó a reír sola, fruto del nerviosismo. Era eso o ponerse a llorar. Apoyó la espalda contra los barrotes y echó la cabeza hacia atrás, provocando un estruendo. El templario seguía sin hablar. No debía de tener permiso para hacerlo.
—La primera vez que acabé aquí fue por una razón similar. Magister Lavinia empezó con su lectura xenófoba de siempre y yo perdí el control y le prendí fuego a las cortinas del aula ¡Tendrías que haber visto como ardían! Después de eso retiraron todas las cortinas de las aulas ¿te has fijado que no hay ni una? —se rio de nuevo. Hizo una pausa larga y se puso seria—. Odio a esa mujer.
La maga se sobresaltó al escuchar un sonido metálico a su espalda y se giró para ver que era. El templario se había levantado de su silla y se acercaba a su celda, haciendo resonar su armadura a cada paso.
—No deberías de decir esas cosas —le dijo a Lucrecia al llegar a su puerta, cubriendo con su cuerpo la luz de la antorcha que tenía a su espalda. Desde la perspectiva de la maga, quien estaba sentada en el suelo, el templario se alzaba imponente con su regia armadura y su rostro sumido en las sombras. Sin embargo, no parecía una amenaza, pues su tono era casi afectivo. A la maga le dio la sensación de que la entendía—. Y menos conmigo delante.
—¿Por qué? ¿Acaso te vas a chivar? —le contestó, para molestarle. Al menos ahora la conversación fluía en los dos sentidos.
—No, pero podría. Así que no sigas por ahí. Pórtate bien y no te apoyes en los barrotes —le indicó el chico haciéndole señas para que se apartara. Lucrecia no pudo evitar sonreír ante el tono paternal que había adoptado.
—¿Por? ¿Tienes miedo a que se abra la puerta?
El templario pareció meditar la respuesta.
—La verdad es que sí. Está tan oxidada que no me extrañaría que cediera la cerradura —le contestó él, observando los barrotes.
Aquello pilló de improviso a Lucrecia, quien, al no poder verle bien la cara, no supo decidir si estaba bromeando o no. Dejó escapar una risita divertida e inclinó la cabeza hacia un lado para mirarlo mejor.
—Sabía que eras buen tío.
El templario resopló con cansancio y regresó a su sitio sin prisa.
—Nos lo vamos a pasar muuy bien —añadió la maga mientras se levantaba del suelo.
—Loo duudo —le contestó él en el mismo tono.
Lucrecia no pudo evitar sonreír.
—Por favor, mi señora, dele una segunda oportunidad —le rogó Fabius a la magister.
Estaban en su despacho, alojado en una de las altas torres del Círculo. La habitación estaba exquisitamente decorada y unas ventanas con filigranas de dragones iluminaban la estancia dándole un color anaranjado. A través de ellas se podía intuir una vista de la ciudad, que se extendía hasta la Aguja de Argén, residencia del Divino y Gran Encantador.
Fabius estaba sentado delante de su escritorio, encorvado sobre sí mismo y muy nervioso. Se había puesto sus mejores galas pero, aun así, quedaban a la sombra eclipsadas por el "sencillo" atuendo de la magister.
—Ya le di una segunda oportunidad en su tiempo, señor Galleban —le contestó ella con tranquilidad—. El Círculo de Minrathous es el más privilegiado de todo el Imperio de Tevinter y su hija está ocupando un puesto que podría destinarse a alguien menos… problemático.
—Lo sé, lo sé… Pero, por favor, no la eche. Si lo hiciera… no podría permitirme llevarla a otro Círculo, no ahora… —le suplicó el hombre. Llevarla a otro Círculo significaba tener que mudarse y ahora que su negocio comenzaba a prosperar eso implicaría perder muchísimo dinero. Sin contar con los contactos que tenía establecidos en la ciudad, contactos que la magister conocía muy bien— Le pagaré lo que sea.
La magister inspiró profundamente y entrelazó los dedos, fingiendo meditar la respuesta.
—Sabe que no me corresponde a mí la decisión de su expulsión —dijo al final. El hombre pareció abrir a boca para rechistar pero la mujer alzó un dedo para indicarle que aún no había acabado de hablar—. Sin embargo, por la amistad que nos une y su voluntaria contribución económica podría retirarle el expediente.
A Fabius le costó mantenerse inexpresivo al escuchar aquello ¿Amistad que nos une? Sin duda no podía estar hablando de la suya, debía de estar refiriéndose al contacto que tenían en común.
—Aun así, señor Galleban, debo advertirle que esta es la última vez que permitiré un comportamiento semejante. Si vuelve a cometer una falta como esta no tendré más remedio que remitirle su caso al Primer Encantador —le advirtió con severidad. Fabius sabía que llevarle el caso al Primer Encantador se trataría de una mera cuestión burocrática, puesto que todos sabían quién era la que llevaba realmente las riendas del Círculo.
—Por supuesto, mi señora. Hablaré con ella, le prometo que no volverá a ocurrir —le dijo él con alivio, mientras se levantaba de su asiento—. Muchísimas gracias, magister Lavinia es usted muy amable.
La magister asintió con la cabeza con educación y Fabius se inclinó levemente antes de dejar aquel infernal despacho.
