Un día de suerte en el infierno.

Ya estaba cansado, de tanto camino recorrido. Hacía muchas horas que había salido de mi casa para pasear un poco, pero mis pies necios habían tomado un rumbo que ni siquiera yo conocía. Había recorrido ya muchas calles, sin una dirección y sin un objetivo. Simplemente me dejaba guiar por alguna fuerza desconocida, que me jalaba como un imán hacia la nada. Iba pensando, lo que fuera que mi mente desordenada quisiera pensar. Ninguno de esos pensamientos tenían coherencia ni significado. Ni siquiera podía detenerme a preguntar seriamente qué era lo que pasaba conmigo.

El calor endemoniado de la tarde me quemaba la sangre y me hacía sudar por cada uno de mis poros. Cualquier paso era un suplicio para las fuerzas de mi cuerpo, sin embargo, seguía caminando, sin rumbo, como un alma en pena.

Cuando menos me percaté ya estaba jadeando, sediento y mis piernas temblaban sin control. Había llegado a un terreno baldío, amplio y desértico, donde la tierra reflejaba de modo alucinante los ardientes rayos de aquel astro de fuego. Mis ojos lagrimeaban del malestar que ocasionaba ver aquel lugar, sin embargo, no podía apartarlos de ese sitio, algo me hipnotizaba. Algo me impedía huir despavorido, algo que yo no sabía explicar en ese momento.

De repente, una silueta negra se hizo vislumbrar en el vasto espacio de tierra ardiente. Apareció sin anuncio y sin motivo. A lo que pude ver desde la distancia a la que me encontraba, descubrí que tenía cabello negro y ojos oscuros. Y se acercaba flotando hacía mí. Qué podía hacer, ni siquiera mis pies me respondían, así que escapar no podía. Solamente me quedaba esperar a que ella se acercara, sin permiso y me arrancara el alma en un suspiro.

"Este puede ser tu día de suerte en el infierno, Kurosaki Ichigo", habían pronunciado los labios de aquella delgada figura que se elevaba a ciertos centímetros sobre mí. Sabía que si hubiera estado de pie, sobre la tierra, le habría superado por varias cabezas su diminuta estatura.

Parecía tan frágil pero a la vez tan amenazante, con su vestidura del color de las tinieblas, y cuyos ojos parecían refulgir pequeños retazos de esas humeantes llamas que sólo pueden existir bajo todo, en lo profundo, en lo cavernoso. En el mismísimo Infierno.

"Que yo sepa no es mi hora, no sé por qué estás aquí", le dije con lo que quedaba de mi aliento, que me lo había arrebatado la enorme cantidad de pasos que pisaron mis pies sobre la tierra que ardía debajo de mí.

"Eso es lo que tu crees", había anunciado aquella figura. "Hacía mucho que era tu hora, pero te habías escapado a ello. Hoy es tu día de suerte, ya se acabó."

"Más bien, podrías decir que es tu día de suerte ya que al fin puedes atraparme".

Hubo un momento en que mis ojos ya no supieron qué destino había tenido aquella aparición. Pero en unos cuantos segundos mi visión fue ensombrecida por una melena oscura, mientras que un aliento abrasador susurraba en uno de mis oídos:

"No juegues conmigo, Ichigo, no sabes de lo que soy capaz."

A lo que yo respondí, divertido, sabiendo que cualquiera de mis palabras podía ser la daga que empuñara para terminar con mi frágil existencia:

"Sé de lo que eres capaz, por eso estás aquí."

Aquella figura que era de mujer, pero que carecía totalmente de la humanidad y delicadeza que a un cuerpo femenino se le puede atribuir, se alejó soltando una carcajada que en vez de sonar como un trino de pájaros, sonaba a un chirrido de algo oxidado y pútrido.

"Siempre tan elocuente", admitió la figura, mientras se alejaba danzando sobre el aire. "Una cualidad que no se ve a menudo allá abajo. Sólo hay gritos y desesperación, me aburren." Lanzó un resoplido.

Trataba de que mis piernas detuvieran la continua convulsión que las atenazaba, pero era imposible. Y me rendí. Caí sobre la tierra ígnea que transmitió a mi piel un calor insoportable. Al ver mi mueca de dolor, ese ente no hizo más que admitir:

"Eso no es nada, para lo que espera por ti".

Haciendo caso omiso del comentario, observé a esa mala imitación de cuerpo humano que se encontraba mirándome con algo parecido a la codicia.

"Tú… ¿tienes algún nombre al que me pueda referir a ti?"

Y volvió a emitir ese chirrido que tenía por risa.

"Bestias humanas, siempre deben nombrar todo, con eso creen que tienen poder sobre aquello que no conocen… Rukia, llámame así" dijo con simpleza.

Rukia... Un nombre sin significado y sin esencia, justo como ella era. Sin embargo, sabía que ni preguntándole un nombre que ni siquiera le pertenecía, retrasaría el hecho de llevarse mi alma a donde mierda quisiera. Estaba jodido, sin duda.

Al parecer estaba logrando su cometido. El aire me faltaba y mis pulmones ya no querían abastecerse de más. Se habían cansado y yo tenía que hacer esfuerzo por mantenerlos activos. Lo que diablos me estaba pasando, era algo que ya no carecía de respuesta. Con macabra lentitud, ella hacia que poco a poco abandonara este mundo.

"¿Tienes miedo, Ichigo?", me preguntó con una malicia que no apareció en la mirada que me lanzaron por algunos segundos sus ojos de ónice.

Fue una pregunta estratégica, de esas que se elaboran para tantear cuánto vas ganando en el terreno. Estaba seguro que si ella sabía que tenía miedo, estaría llevando las de ganar. No podía permitirle eso.

"El miedo, sin duda, nunca ha estado dentro de mis sentimientos favoritos", mentí, de forma deliberada, sabiendo que toda mi vida había tenido miedo, que se traducía en tantas maneras, que serían incontables por mis dedos. "Y dudo que desee que me acompañe justo en los momentos antes de mi muerte."

"Ya veo...", musitó pensativa. "El miedo es una de las cosas que más me fastidian de los humanos. Incluso en estos momentos, huelo el miedo, pero no creo que seas tú..."

Era magnífica la forma como podía retarme. Jamás había conocido a nadie que en su existencia hubiera podido vencer mi habilidad de respuesta y de actuar. Y sobre todo, de mentir. Pero a aquel ente no podía hacerlo estúpido. Definitivamente, llevaba las de ganar.

Rukia se dio la vuelta y contempló cómo los rayos de sol incineraban la arena de aquel terreno, que suplicaba un descanso a la tortura del astro rey.

"Sabes, Ichigo… siempre he tenido curiosidad de algo."

A pesar que mi respiración era de por sí agitada y mi garganta me escocía por dentro, tuve la capacidad suficiente para preguntarle:

"Curiosidad, ¿de qué?"

Su figura oscura se deslizó sobre la tierra y se dirigió a mí, pero sin mirarme, ocultando lo que podía expresar su mirada vacía, que me recordaba precipicios inmundos y sin fondo.

"Si existen aspectos de los humanos que me aburren como el miedo y la desesperación, hay uno que me llama particularmente la atención…"

"Al grano, dime cuál es, no tengo tanto tiempo para estarte esperando... ¿sabes?", respondí de mala manera. Podía sentir cómo los latidos de mi corazón eran cada vez más pausados, y mi cabeza comenzaba a dar vueltas como si estuviera dentro de una licuadora.

"El amor, Ichigo. El inexplicable y mágico sentimiento del amor, como los poetas suelen describirlo. Tú eres humano, puedes decirme un poco sobre eso, ¿no?"

¡¿El amor?! ¿Eso es lo que le daba curiosidad? ¡Y qué diablos iba a saber yo del amor! Jamás había sentido nada por nadie. Ni siquiera me gustaban las chicas de mi escuela. Todas me parecían aburridas y tontas. Sabía por allí que Orihime Inoue sentía algo por mí desde que nos conocimos, pero nunca había intentado nada con ella, porque no me apetecía.

Era el colmo. Minutos antes de morir, y no sabía explicarle a un demonio que mierda era el amor o cómo se podía sentir. A decir verdad, era funesto admitirlo, pero ciertamente merecía la muerte.

"No sé nada sobre el amor… Nunca lo he sentido, y al parecer jamás lo sentiré. Le preguntas a la persona equivocada."

Contesté de forma tajante, tratando de alejar con eso la verdad hiriente que había descubierto en mi alma. Estaba solo. Y cansado.

Pensaba que ella se burlaría. Que haría mofa de lo insignificante que era el alma del humano que se llevaría lejos de la vida. Pero se quedó callada, ni siquiera una risita soltó. Y eso me preocupó. Aunque no más que el dolor punzante que atenazaba mis sienes y el zumbido que resonaba en mis oídos. Ya estaba cerca. Ya lo sentía venir.

Se hizo el silencio, y lo único que se percibía era el viento casi nulo que soplaba con desgano sobre la tierra árida.

De pronto, mi visión fue oscurecida otra vez, y pensé que habían sido mis ojos los que se habían cerrado para no volverse a abrir jamás. Sin embargo, al sentir la calidez de unos labios sobre los míos me hizo desterrar por completo la idea de la muerte, del miedo y de cualquier otro sentimiento en el mundo. Porque sólo estaba esa sensación. Sólo ella existía.

Cuando abrí mis ojos de golpe, ya no estaba recostado sobre un terreno seco. Estaba tirado sobre algo suave y picante. Algunos gritos se hicieron percibir. ¿Serían los gritos de las almas azotadas en el averno?

Pero me equivocaba. Eran niños. Niños que correteaban jugueteando sobre el césped del parque en el que yo yacía, con mi respiración normalizada y mi cabeza en su lugar.

Desconocía por completo lo que había pasado, sin embargo, en mi cabeza aún resonaban esas palabras pronunciadas por los labios de seda que habían tocado los míos:

"Este puede ser tu día de suerte en el infierno, Kurosaki Ichigo."

Si el infierno era jamás volver a sentir aquel beso, huir de la muerte y regresar a la solitaria normalidad en la que vivía, quizá aquello no fuera precisamente un día de suerte.