Disclaimer — Inazuma Eleven y sus personajes no me pertenecen, son propiedad del Level-5.
Advertencias — /Maltrato infantil, homofobia, transfobia.
Nota — Hey, esta es la introducción a mi nuevo "proyecto". Ya que el fandom va reviviendo poco a poco, me pareció sensato el publicarlo finalmente. Espero que disfruten la lectura, y felices fiestas de fin de año. ~
Prólogo —
Vitiis nemo sine nascitur.
— ¡Eres un hombre, actúa como tal! — su padre gritó en su oído, atormentándolo —, ¡quiero que me mires a los ojos y escuches!
Volvió a gritarle. Una, dos, tres, cuatro veces. El pequeño intentaba tapar sus oídos o esconder su rostro inundado por sus lágrimas, pero el adulto frente a él se lo impedía. Lo obligaba a mirarlo a los ojos y escuchar su discurso podrido una vez más. El único error que Ryuuji había cometido fue jugar con una de las muñecas que la profesora de su escuela primaria le había prestado.
— ¡Esto es para niñas, tú eres un niño! — vociferó, quitándole la muñeca que el pequeño se esmeraba en abrazar —, ¡esto es para maricones!
Ahogó un grito cuando su progenitor tiró la muñeca al suelo, y la pisó con tal euforia que éste retrocedió asustado. El menor quería gritarle que esa muñeca no era suya, que mañana debía devolverla y su profesora estaría muy decepcionada, pero no serviría de nada. Imaginaba que, probablemente, su padre iría a ningunearla mañana, por haberse atrevido a prestarle aquél juguete a su hijo.
— ¿Por qué a esa estúpida zorra se le ocurrió que tú querías jugar con una muñeca? — gruñó, mirándolo de forma inquisitiva. Ryuuji sabía que debía responder, pero bajó la cabeza, avergonzado —, contéstame.
— Yo — titubeó —, yo estaba... jugando con ella... y la profesora Ryoko me preguntó si quería llevármela para jugar en—...
Y se detuvo. El pequeño sintió un fuerte golpe en su mejilla, un ardor que lo hizo llorar al instante. Su padre lo miraba con furia, levantando su mano nuevamente. Los gritos desesperados de Ryuuji Midorikawa lo provocaban cada vez más, y cayendo en un estado de descontrol total, éste siguió golpeándolo hasta que el niño, arrullado en el dolor y ahogándose en su propia sangre y lágrimas, cayó desmayado.
Luego de eso, silencio. El niño de diez años, quien ya tenía más que clara su propia visión de la muerte, trató de estar en paz, por lo menos los pocos momentos que le quedaban. Era consciente de que sus heridas eran tan profundas que moriría, porque nadie vendría a salvarlo. Ni su madre, ni nadie. Sólo tenía que esperar e implorar que en sus últimos momentos con vida, no sintiera el dolor de su cuerpo maltratado.
Episodios así eran comunes en su vida. Todos los días, desde la muerte de su madre, el hombre que le dio la vida descargaba su furia en contra de la criatura que le había arrebatado a su mujer. La madre de Ryuuji murió dándolo a luz, y éste, desde su primer día, sintió el rechazo de su progenitor. Los doctores aquél día, le habían dado a elegir a Midorikawa si quería que sobreviviera su esposa o su hijo, pues esta no poseía la lucidez necesaria para tomar aquella decisión. Él la necesitaba a su lado, y pensó que estando ella viva, podrían tener más hijos que reemplazaran a este.
Mas, por alguna razón desconocida, el único que salió del hospital con vida fue su hijo. Un varón, de dos kilos y medio, y cuarenta centímetros, de cabello verde y ojos oscuros. Prematuro y con problemas para respirar.
Tuvo que estar cerca de dos meses en una incubadora en Cuidados Intensivos, para así poder ser trasladado hasta el hospital, donde permaneció todo su primer año de vida. Era un niño enfermizo, de esos que no quieres siquiera acercarte, pero miraba al mundo a su alrededor con tal emoción que era imposible de describir.
Era igual a su madre. Todo. Su cabello, que se notaba liso, el brillo en sus ojos azabaches, el amor que sentía por cada cosa insignificante del planeta, ese mismo con el que miraba a su padre, extendiéndole los brazos para que éste lo cargara o jugara con él.
El hombre lo odiaba. Por supuesto que lo hacía. Esa criatura le había robado a su esposa, y le recordaba cada día su rostro y que nunca más lo vería. Nadie en el hospital fue capaz de notar su descenso a la locura a tiempo, si no, probablemente esta sería una historia distinta.
Al cabo de lo que serían dos años, cuando el pequeño dejó de estar en vigilancia por enfermeras que lo visitaban en su casa, el padre por fin pudo mirar con furia al niño, quien lo observaba inocente, siendo incapaz de entender el odio que carcomía su corazón. Esa fue la primera vez que lo azotó, provocándole varios moretones en su zona abdominal, los cuales con el pasar de los meses se extendieron hasta sus brazos, piernas y rostro.
Y de ésta forma había pasado el tiempo. Ryuuji creció, convirtiéndose en un infante tímido y temeroso. Cuando comenzó a ir al jardín de niños, se encerró en su propia burbuja, jugando con muñecas y castillos. Desde siempre, él soñó con ese tipo de juguetes, los cuales veía muchas veces en anuncios de la televisión. Recordaba cómo, para su cumpleaños, le pidió a su padre que le comprara un cochecito; el resto de la historia es sencilla.
Decidió así, que el usarlos sería un secreto para cuando no estuviera en casa.
Pero ese día cometió un error, en que su inocencia de niño le jugó en contra, y creyó una vez más en cuentos de hadas y finales felices, donde él podía ser príncipe y princesa sin tener que preocuparse de su padre.
Ryuuji sintió desde su más tierna infancia que esa era una vida que no le correspondía. Que era alguien más. Nunca se sintió preparado para el tipo de vida que le había tocado, aunque eso no habría que aclararlo siquiera; pero era algo más. De otro tipo de cosas, que no eres capaz de describir hasta que tienes una definición acertada de ella.
La primera vez que él escucho la palabra "transexual", se le pusieron los pelos de punta.
Había sido un día equis, cuando tenía la edad de cinco años. Estaba sentado en el suelo del salón. Su padre, en la mecedora de su madre, se atiborraba de cerveza y patatas fritas, mientras veía el noticiario de la noche. En él, describían el asesinato de una mujer transexual a manos de un grupo extremoderechista. El hombre, ya borracho, se carcajeaba por la situación.
— El mejor maricón, Ryuuji — le explicaba —, es el que está muerto.
Y volvió a reír. El joven Ryuuji, aún sin entender, decidió entonces que era un tema chistoso, y soltó una torpe risita.
A pesar de ello, la palabra seguía dando vueltas en su cabeza. Pasaron días, semanas, hasta que decidió que le preguntaría a su profesora sobre ello. Ésta, algo extrañada, le contestó:
— Verás, Ryuuji — había dicho —, los transexuales son personas que nacen en un cuerpo que no les pertenece. Como un hombre que se siente mujer, o al revés.
Y entonces lo que sentía, pasó a tener un nombre. Una definición. Un lugar en el diccionario.
— ¡Yo soy transexual! — exclamó, mientras la mayor reía — me gustan mucho las muñecas. ¡Y el rosa!
— Pero eres un chico, Ryuuji — le explicó —, este es el cuerpo que dios te dio, la transexualidad es sólo una creencia popular.
Aquél día, Ryuuji había hecho berrinches por el resto de la clase. De brazos cruzados meditó sobre cómo alguien había sido tan tonto para tomarse el tiempo de ponerle un nombre tan complicado a una mera creencia popular.
Pues en ese caso, Ryuuji no era una chica. Era un chico que le gustaban mucho las muñecas. Y el rosa.
...
Desde la lejanía podía escuchar gritos. Sirenas de diferentes melodías. Forcejeos. Podía sentir como era tocado por todas partes. Su cuello, su muñeca, su corazón. El golpe abierto en su cabeza de pronto, dejó de sentirse expuesto. Y volvía a respirar. Poco a poco regresaba. No quería. Necesitaba paz. Le aterraba la idea de que fuera su padre quien estuviera tratando de devolverlo a la fuerza al mundo, para así poder seguir amedrentándolo. No quería ser su saco de boxeo nuevamente. Quería ir al cielo, y ser la chica que sabía que era. Quería poder verse a sí mismo como le hubiera gustado. Quería sentirse cómodo con su reflejo, a pesar de sus jóvenes diez años. Quería poder, por lo menos, referirse hacia su persona como un "ella", sin ser juzgado.
— Está respirando, llévenlo al hospital — escuchó una voz poco nítida. Y después se sintió en el aire. Entreabrió los ojos, para encontrarse con los de un hombre que no había visto en su vida. Vestía un uniforme azulado, y el olor a medicamentos que emanaba lo embobaba más de lo que estaba —, ¡el pequeño está consciente! No te preocupes, hijo — lo dio por aludido —, la pesadilla ya ha terminado.
Ah...
Si acaso aquél hombre hubiese sabido que la pesadilla estaba a punto de comenzar...
