Un poco más. Solo un poco más…

Las costura se deshicieron entre sus dedos y notó como la cinta cedía en su sujeción a la barra metálica. Los finos hilos se adherían a sus dedos por culpa de la sangre que habían dejado las heridas producidas al intentar desenroscar los tornillos de la camilla.

En cuanto la doctora dejó de caminar y se aproximó a coger su portátil, soltó internamente un suspiro de alivio, puesto que le daría un poco de tiempo para desatar la otra muñequera.

Pero solo necesitó ver su reacción al dejar de nuevo el aparato para saber que aquello terminaba. Ahí y ahora.

Kelly caminó hasta la mesa donde dispuso previamente el instrumental quirúrgico, extrajo el escalpelo de su funda y no vaciló en ningún momento al llevarlo directamente a la cara de la inspectora.

Su mano se movió por voluntad propia. En un momento estaba agarrada disimuladamente a su costado y al otro estaba retorciendo el brazo de Kelly Nieman. Le quitó el escalpelo de las manos y ella misma reculó sin dejar de observarla.

Tras liberarse de todas las abrazaderas, avanzó con paso lento pero decidió hacia la doctora, con el utensilio siempre al frente.

Examinó su cara, la que traería en un futuro miles de pesadillas. Y supo en ese momento que ni una sola noche se libraría de la imagen de ella torturándola con brillantes utensilios, ni del amargo sabor que le dejaba el tener que ser ella quien terminara con todo.

La doctora siguió retrocediendo hasta dar con una pared e intentó golpearla, pero sus articulaciones respondían por sí solas y absorbieron cada golpe.

Clavó el escalpelo en su hombro, lo extrajo para volver a clavarlo en su pecho, y otra vez para clavarlo en su estómago.

Se retiró para que Nieman cayera en el suelo por su propio peso, sin emitir un solo quejido o muestra de dolor.

La sangre comenzó a formar un charco alrededor de su menudo cuerpo, y no pudo hacer más que observar cómo se iba la vida de aquellos marchitos e inexpresivos ojos.

En ningún momento soltó el arma. Ni siquiera cuando escuchó que entraban en la habitación.

Tampoco se permitió que su mirada abandonara el rostro de la doctora. Quería guardar el recuerdo, asegurándose de que su tormento no volvería.

Tampoco se giró cuando escuchó a su marido llamándola. Sabía que él se acercaría, que la alejaría de allí y le haría sentirse a salvo, fuera de peligro.

Y aquella misma noche, cuando acurrucada en su cama le dijo que cada vez que cerraba los ojos la veía, supo que no tenía porqué temer, puesto que los brazos de su marido estarían abiertos para recibirla.

No pudo dormir. Durante toda la madrugada sus ojos se mantuvieron plenamente abiertos y recibiendo cada luz y movimiento.

Y se repitió la siguiente noche. Y la siguiente. Y la siguiente…

Hasta que sus párpados ganaron la batalla y decidieron cerrarse, preparados para el impacto del primer recuerdo distorsionado de su pedacito de infierno.