Beth Greene no era tonta. Inocente, puede. Dieciséis años, el pecho plano y la virginidad bucal casi intacta, también. Pero no era idiota. Y mucho menos tenía mal gusto.
Recordaba perfectamente la primera vez que le había visto. No era especialmente alto, pero su aspecto le confería una apariencia de tipo grande – y, mirándole los brazos, decididamente también fuerte; era indudablemente atractivo, a pesar de que tenía el ceño fruncido la mayor parte del tiempo; y tenía los ojos más bonitos que Beth había visto en su vida, aunque claro, eso no lo supo nada más conocerle, claro.
Porque la primera vez que Beth Greene conoció a Daryl Dixon, éste estaba desmayado. El olor a alcohol podía distinguirse a kilómetros de distancia, pero si su padre se dio cuenta de esto, no dio señales de ello. En su lugar, se pasó el otro brazo por encima del hombro y ayudó a Maggie a subirle por las escaleras hasta la habitación de Shawn. Tanto Maggie como Beth se preguntaron por qué no le dejaba durmiendo en el sofá, pero no terminaron de comprenderlo hasta que vieron a su padre llevarse la mano al bolsillo y cerrar la puerta con llave. Maggie resopló con exasperación, pero Beth se limitó a pestañear, confusa. ¿De veras pensaba su padre que ese hombre podía ser tan peligroso como para encerrarle? Beth dudaba que fuera capaz de ponerse en pie él solo.
—Así evitaremos que hagáis cualquier tontería —gruñó Hershel, y sólo entonces Beth lo entendió. Un profundo rubor le cubrió el rostro ante el siguiente resoplido de su hermana. ¿Cómo podía ser así?, se preguntaba siempre Beth. ¿Cómo podía resoplarle en la cara a su padre y simplemente… rebelarse? A Beth no se le ocurriría ni loca llevar a un chico del instituto a casa, mucho menos a uno borracho, y para colmo, tampoco se le pasaría por la cabeza desairar a su padre tras aquello.
—Papá, sólo es un amigo —comenzó Maggie, pero se interrumpió cuando Hershel alzó una mano.
—Ahórratelo, Maggie. Tú también hueles como si hubieras atracado una licorería —añadió con dureza, antes de volver a bajar las escaleras. Su madre negó con la cabeza levemente antes de seguirle.
Y entonces, Beth se giró, e incluso en la penumbra del pasillo fue capaz de advertir el sonrojo que cubría la cara de su hermana.
. . .
—Papá es tan… ¡puf! —bufó Maggie, dejándose caer sobre la cama. Estaban en la habitación de Beth, hablando en voz baja, como siempre hacían cuando ninguna era capaz de dormir. Beth estaba sentada en un taburete, acariciando con cuidado las cuerdas de la guitarra, tratando de arrancarles algún sonido que no fuera espantoso. Alzó la vista y la vio allí tirada, con los brazos extendidos y la expresión furibunda. Se apoyó en los codos para poder mirarla mejor y frunció el ceño—. ¿Qué?
Beth negó con la cabeza, volviendo a fijar la atención a su guitarra.
—Nada, yo… —murmuró.
—Escúpelo, Bethy —insistió Maggie. Beth se mordió el labio antes de contestar.
— ¿Tú… y él…? —dijo, dejando la pregunta en el aire. Maggie la miró unos segundos antes de alzar una ceja.
— ¿Si nos hemos acostado? —terminó ella la frase aceradamente. Beth enrojeció y se apartó un mechón de la cara. Maggie sonrió con ternura al verla así, y suavizó el tono—. No, no nos hemos acostado.
Beth soltó un suspirito de alivio, sin saber muy bien por qué.
—Me ha hecho un favor, ¿sabes? —Continuó Maggie, volviendo a tumbarse en la cama—. Hoy he roto con Mark. El muy imbécil me ha cruzado la cara.
Beth alzó la cabeza con tal brusquedad que se hizo daño en el cuello, pero lo que acababa de soltar su hermana era mucho más importante que algo tan nimio como partirse un par de vértebras.
— ¿Qué? —jadeó. Maggie asintió—. ¿Por qué?
— ¿Crees que necesitaba un motivo para pegarme? —Replicó Maggie—. Simplemente ha buscado una excusa y la ha aprovechado. Pero Daryl lo ha visto todo y ha venido a ayudarme. Si hubieras visto la paliza que le ha dado, Beth —soltó una risita—. Le he invitado a unas cervezas para darle las gracias y se ve que se ha tomado en serio eso de que pagaba yo. Encima he tenido que llamar a un taxi porque estaba tan borracho que no era capaz de coger la moto. Hubiera ido haciendo eses —y volvió a estallar en carcajadas, como si aquello fuera lo más gracioso del mundo.
Pero la expresión de Beth no denotaba diversión en absoluto, sino horror.
— ¿Te has montado en la moto de un desconocido?
—Técnicamente no es un desconocido porque nos hemos presentado —apostilló Maggie, con la voz aún temblorosa por la risa—. Daryl Dixon. ¿Es guapo, verdad? —añadió mientras jugueteaba con un mechón de pelo.
—Es muy mayor —respondió Beth, incapaz de pronto de recordar ni una sola canción.
—Eso es que tiene experiencia. La verdad es que no me importaría acostarme con él —dijo pensativamente, antes de volver a soltar una risita.
Beth se levantó de un salto, más colorada de lo que había estado en toda su vida, y colocó la guitarra contra la pared, para luego girarse y encarar a su hermana.
—Es tarde, y mañana tengo clase —dijo, tratando de mantener la voz serena para que no viera lo mortificada que se sentía. Maggie se levantó, no sin cierta reticencia, y recogió los zapatos, que había dejado desperdigados por la habitación de su hermana.
Beth comenzó a desnudarse para ponerse el pijama, y entonces se dio cuenta de que Maggie aún no había salido.
—Qué cuerpecito estás echando, Bethy —dijo en tono burlón Maggie—. A Jimmy le vas a encantar.
— ¡Lárgate! —siseó Beth, lanzándole una zapatilla. Maggie cerró la puerta, con la risa aún sonando a través de las paredes mientras subía por las escaleras. Beth suspiró y continuó quitándose la ropa.
Alzó la vista y se encontró cara a cara con el reflejo en el espejo que había encima de su cómoda. Allí plantada, con las braguitas de corazoncitos y el sujetador de florecitas, se sintió más pequeña e infantil que nunca. Pensó en su hermana, enteramente hecha de curvas y magnetismo. A ella jamás le costaría encontrar un chico dispuesto a acostarse con ella.
Jamás le costaría conseguir que un hombre se acostara con ella, pensó de pronto. Fue tan repentino que por poco se asustó del rumbo que estaba tomando su propio ensimismamiento. Hizo un mohín y comenzó a ponerse el pijama, tratando de olvidarse del dichoso tema.
. . .
Beth no lo entendía. No habían pasado ni tres meses y sus padres ya adoraban a Daryl. ¿Qué les pasaba? No es que a ella le molestara –por supuesto que no– pero no atinaba a comprender cómo su padre, un hombre profundamente religioso y bastante tradicional, se empeñaba en emparejar a su hermana con un hombre mayor que ella que trabajaba limpiando en la universidad y que, si bien sus amigos del instituto decían la verdad, tenía una familia cuanto menos, conflictiva.
En el pequeño pueblo en el que Beth iba al instituto y solía pasar los fines de semana con sus amigos no se oía mucho el nombre de los Dixon, pero eso no significaba que fuera menos conocido. Beth recordaba las caras de shock de su amiga Sarah al ver entrar una noche a Daryl mientras ellas hacían los deberes en el comedor.
—Beth —murmuró Sarah, pegándole un ligero codazo bajo la mesa. Beth levantó la vista de los deberes y la miró.
— ¿Qué? —respondió ella.
—Llama a la policía. No sabes quién está a punto de entrar a tu casa —susurró a toda velocidad su amiga, sin apartar los ojos de la ventana. Beth se levantó ligeramente para poder ver, y frunció el ceño cuando lo único que pudo vislumbrar fue a Daryl dirigiéndose hacia la puerta de la cocina.
—Sólo es un amigo de mi hermana —respondió ella, quitándole importancia.
— ¿Daryl Dixon es amigo de tu hermana? —preguntó Sarah, incrédula.
— ¿Le conoces?
Sarah bufó.
— ¿Y quién no? Su hermano es… bueno, problemático —siseó Sarah—. Acaban de meterle en la cárcel. Drogas —añadió muy rápidamente, como si pronunciar siquiera aquello fuera pecado mortal.
— ¿Y él qué hace? —preguntó distraídamente Beth, mirándole mientras se acercaba cada vez más.
—Bueno… —comenzó Sarah, pero se interrumpió de golpe en cuanto oyó la puerta de la cocina abrirse, y a los pocos segundos, a Daryl bajo el marco de la misma. Ambas chicas se giraron de golpe, y Beth pudo notar lo incómodo que estaba Daryl siendo escaneado.
—Hola —saludó tímidamente Beth. Daryl gruñó lo que sería un "hola" en su idioma y continuó su trayecto hacia el salón. En cuanto desapareció de su campo de visión, Sarah volvió a abalanzarse sobre su brazo y continuó susurrando:
—Los Dixon sólo traen problemas, Beth. Sé que tu hermana es valiente y todo eso, pero debería tener cuidado —dijo ella. Beth seguía mirando la puerta que él había dejado entreabierta, por donde podía ver la mitad de su silueta, sentado en el sofá mientras esperaba a que Maggie volviera de montar a caballo.
No pudo evitar preguntarse cómo podría ser mala persona alguien con los ojos tan bonitos.
. . .
Beth estaba tras el granero, con la respiración y el corazón acelerados, mientras miraba a Jimmy, sintiéndose más nerviosa que en toda su vida. Casi le temblaban las manos, pero se recompuso, lo suficiente como para atinar a cerrar los ojos cuando sintió los labios de Jimmy posarse sobre los suyos, primero con torpeza, vacilante, apenas un roce, y luego con algo más de decisión, apoyándolos totalmente contra los de ella. Beth sentía que le temblaban las piernas de los nervios. Alzó la mano y la puso en el hombro de Jimmy para equilibrarse, pero él lo interpretó como un gesto de que quería más, y la apretó contra él mientras abría la boca, pasándole la lengua por los labios. Beth contuvo un grito ahogado, abriendo los ojos de golpe y apartándose.
— ¿Estás bien? —le preguntó Jimmy, con expresión consternada. Beth asintió, y trató de esbozar una sonrisa.
—Es que no me lo esperaba —explicó, sintiéndose increíblemente estúpida. Jimmy le devolvió la sonrisa y volvió a acercarse, y esta vez, Beth no se apartó cuando él abrió de nuevo la boca. En su lugar, cerró los ojos con fuerza e intentó devolverle el beso, sin saber muy bien cómo. Llevaba toda su vida usando la lengua para hablar, para comer, para cantar… y sin embargo era incapaz de saber qué hacer con ella cuando se trataba de ponerla en la boca de otra persona.
Era una sensación agradable, sin embargo. Notaba un ligero revoloteo en el estómago mientras más se iban tranquilizando todas sus extremidades, especialmente sus brazos, que estaban laxos a ambos lados de su cuerpo. Trató de estabilizar su respiración y se concentró en besarle.
De pronto, de tan metida como estaba en su tarea, su mente empezó a vagar sin un rumbo fijo. Una parte de ella juraría que olía a cigarrillos, a cuero, a cerveza. Sintió el leve roce del poco vello facial que Jimmy tenía arañándole la cara ligeramente, y sin previo aviso, Beth se había abalanzado sobre él, enterrando las manos en su pelo y pegándose lo más posible. Jimmy pareció sorprendido por su atrevimiento, pero no tenía ninguna intención de apartarse, encantado de devolverle el beso.
Y ya no eran mariposas, eran las piernas hechas gelatina, era el corazón martilleando, era su respiración acelerada, y al mismo tiempo, inexistente, sin posibilidad de parar para tomar aire.
— ¿Bethy? —oyó la voz de su hermana tan clara como el agua a su espalda. Beth retrocedió tan bruscamente que a punto estuvo de caerse por falta de un punto de apoyo en el que equilibrarse.
Se giró y la miró, con los ojos abiertos de par en par, y reprimió un quejido al advertir el brillo de satisfacción en su mirada. Iba a tener que responder un montón de preguntas, preguntas para las que no tenía ni ánimo ni confianza suficiente para responder.
—Bu-bueno, yo debería irme —tartamudeó Jimmy, carraspeando más de lo necesario. Beth asintió y él le sonrió rápida y nerviosamente antes de empezar a andar a toda velocidad.
—Me alegro de verte, Jimmy —se despidió Maggie, con una sonrisita burlona bailando en los labios.
—Adiós —contesto él, prácticamente corriendo hasta su camioneta.
Maggie la observó unos segundos más, con aquella dichosa sonrisa que parecía no querer abandonar su cara jamás, y dio un par de pasos hacia delante, como una pantera que acecha a su presa.
—Vaya, vaya, vaya —comenzó, con un tono ligeramente amenazador. Beth se estremeció—. Fíjate.
—Maggie, yo…
— ¡Beth! —Ambas giraron la cabeza en dirección a la casa, de donde procedía la voz de su madre—. ¿Puedes venir a ayudarme con la cena?
— ¡Ya voy, mamá! —respondió ella a voz en grito, más feliz de lo que era capaz de expresar. Sonrió de oreja a oreja al pasar por delante de su hermana, que la fulminaba con la mirada.
—No te vas a librar de mí, Bethy —dijo Maggie, guiñándole el ojo. La sonrisa de Beth se desvaneció.
Más tarde, mientras terminaba de colocar los platos y cubiertos en la mesa, su madre asomó la cabeza por el marco de la puerta:
—Beth, ve a preguntarle si quieren tomar algo —le pidió con voz suave. Ella sonrió y asintió, saliendo al exterior.
—Perdonad —dijo, abriendo la mosquitera para pasar—, mi madre me ha pedido que os pregunte si os apetece beber algo.
—Sí, dos Coca-Colas —respondió Maggie automáticamente. Beth asintió rápidamente, tratando de no mirar demasiado al hombre que había a su lado, y se dio la vuelta para salir de allí pitando, pero entonces oyó silbar a su hermana—. Eh, espera, mejor tres. Ven y tómatela con nosotros.
Beth abrió los ojos desmesuradamente. De todas las ocasiones que Maggie había tenido para decirle aquello, elegía la única en la que realmente no le apetecía estar ni por un instante.
—Eh, yo… tengo que ayudar a mamá. Quizá más tarde —inventó una excusa apresuradamente, antes de retroceder para poder cerrar la mosquitera y salir corriendo hasta la cocina.
Cuanto antes empieces antes terminarás, Beth, se dijo. Cogió dos botellines de la nevera y trató de infundirse ánimos antes de volver fuera.
Le tendió uno de los botellines a Maggie, que le sonrió con dulzura, y luego rápidamente a Daryl, sin ni siquiera mirarle a la cara.
—Gracias —gruñó él. Beth asintió y volvió a echar la mosquitera, pero justo antes de cerrar la puerta, alcanzó a ver un reflejo azul atravesándola. Beth se estremeció, sacudió la cabeza y entró en casa, obviando el olor de los cigarrillos de Daryl que impregnaban el aire.
. . .
El verano pasó con una velocidad aplastantemente lenta. Su madre enfermó de repente. "Cáncer de pulmón", dijeron los médicos. Aún se acordaba de aquella tarde, sentados todos en el salón de los Greene mientras su madre hablaba, cogida de la mano de su padre. El sol entraba débilmente a través de las ventanas y estaban casi en penumbra. Beth lo prefería así. No quería que la vieran sollozar como a una tonta cuando sus hermanos intentaban secarse las lágrimas y ser fuertes por su madre. Ella también quería ser fuerte. Así que se puso en pie, cruzó el salón y abrazó a su madre, dispuesta a apoyarla para que pudiera pasar por todo aquello con sus hijos.
Va a ponerse bien, pensó ella mientras la estrechaba, todo va a salir bien.
Sintió a su hermana sujetarle por la cintura y darle un suave beso en la espalda, y entonces ya no pudo seguir reprimiendo las lágrimas.
Annette Greene murió un 12 de octubre a las seis de la mañana, tan sólo dos meses después. Beth abrió los ojos despacio aquella mañana, sintiendo los párpados increíblemente pesados. No dormía mucho desde que habían ingresado a su madre en el hospital, pero al menos lograba dar alguna cabezada. Esa vez, sin embargo, los ruidos que había en el salón la mantenían despierta. Eso era lo único que odiaba de tener su cuarto en la planta de abajo: siempre que alguien se despertaba antes que ella, los ruidos la desvelaban también. Gruñó, tratando de sofocar el alboroto con la almohada, pero pronto se dio cuenta de que no era el típico parloteo de Maggie, que parecía tener energía incluso recién levantada, sino algo parecido… ¿gimoteos? Se quitó la almohada de la cara y se dio cuenta de que ni siquiera eran las siete y media. Se levantó, se cubrió con la bata y se puso sus zapatillas de andar por casa de conejitos, antes de abrir la puerta.
Se encontró a Maggie sentada en el sofá, con la cara enterrada en las manos y apoyada en el cuello de su padre, que la estrechaba contra él. Cuando alzó la vista, se encontró a Daryl en la puerta del salón, mirándola.
—Papá —murmuró. Su padre levantó la vista, igual que Maggie, que empezó a sollozar aún más fuerte.
—Bethy, ven aquí —dijo él, haciéndole un gesto con la mano. Maggie se apartó para que ella pudiera colocarse en el medio.
— ¿Qué ha pasado? ¿Está bien mamá? —logró jadear, a pesar del nudo que le atenazaba la garganta.
—Bethy, mamá ha… mamá estaba pasando por un momento muy difícil de la enfermedad —comenzó su padre—, los médicos intentaban aliviarle el dolor, pero…
En aquél momento Beth dejó de escuchar. Tan sólo podía oír los latidos de su corazón, que parecían haber aumentado a un ritmo desorbitado, y lo único que veía era el nubarrón confuso de colores distantes que era su visión empapada por las lágrimas. Intentó respirar, pero era como si el aire no le llegara a los pulmones.
—Bethy —parecía decir su hermana, aunque no estaba segura de si de veras hablaba o era sólo su imaginación jugándole una mala pasada. Notó que la agarraban con fuerza de la mano y que la estrechaban entre los brazos de alguien, pero no estaba segura.
Las horas siguientes fueron un cúmulo de cosas que ni siquiera reconocía claramente. Había retazos, partes de su memoria que aún funcionaban de aquella mañana: a su hermano Shawn llegando de golpe, resollando, pues era evidente que había recorrido la distancia desde el coche hasta la entrada corriendo; a su padre frotándose los ojos, aparentando veinte años más; a su hermana hablando con Daryl en voz baja en el pasillo… eran fragmentos de los que tampoco podía estar segura si eran ciertos o no. Aquél día fue claramente un mal sueño para ella. Maggie se quedó en su habitación aquella noche para tenerla cerca, acariciándole el pelo mientras le aseguraba que todo estaría bien:
—Tranquila, Bethy, tranquila… mañana será otro día —le decía, y Beth de veras quería creerla. Que todo estaría bien, que al día siguiente abriría los ojos y todo volvería a ser como antes. De veras que quiso creerlo.
Ocho meses después, el único cambio que Beth había podido notar, aparte del hecho de que su madre había muerto, era que se sentía más sola que nunca. Abrió los ojos y se encontró cara a cara con su despertador, que pitaba insistentemente. Lo apagó y se puso en pie, sabiendo de antemano que su padre ya no estaría en casa. Estaba vistiéndose antes de ir al instituto cuando oyó sonar el teléfono. Se dirigió al salón, a tiempo para escuchar cómo saltaba el contestador:
—Eh… ¿Bethy? —La voz de su hermana resonó por todo el salón—. Seguramente estarás dormida o en la ducha, pero no quería molestarte. Sólo quería que supieras que hoy han faltado un par de profesores de la facultad, así que puede que venga a comer, y creo que papá se pasará a verme también. Espero que estés bien, cariño, te echo mucho de menos. Te quiero.
Beth se quedo allí plantada, aún en ropa interior, sintiendo como un ensayo de sonrisa se iba haciendo paso en su cara.
Quizás no todo estaba mal. Quizás podían volver a estar unidos.
. . .
Lo cierto es que, tras la muerte de su madre, los chicos eran la última cosa en la que le apetecía pensar. Había cortado con Jimmy poco después, y aunque el chico se lo tomó con bastante entereza y le aseguró que aún le tenía como un amigo siempre que quisiera, pudo ver el brillo de dolor en aquellos ojos. Beth no se sintió tan mal como esperaba. Una parte de ella estaba casi aliviada. Sabía que él estaba enamorado, pero ella no sentía las mariposas de las que todas sus amigas hablaban cuando se referían a sus novios. Sonreía, claro: era Jimmy, su amigo, un chico guapo que la trataba bien y el primero con el que se había besado. Pero, ¿mariposas? ¿Piernas que temblaran?
No había vuelto a sentir nada así desde aquél primer beso en el granero, y si era sincera, el responsable indirecto de aquella marea de emociones no fue Jimmy en absoluto, sino el hombre que tenía frente a ella, devorando con igual entusiasmo el bizcocho de coco que Patricia había traído el día anterior. Se chupó los dedos, observándole, divertida por el afán con el que se terminaba su trozo.
No, Beth no pensaba en chicos desde que su madre había muerto, pero eso no significaba que se hubiera olvidado de Daryl. Al fin y al cabo, él no era un chico, era un hombre. Bajó la mirada y se sonrojó, avergonzada por sus propios pensamientos.
—Estoy lleno —dijo él, reclinándose en la silla.
—Y yo —respondió Beth, tratando de disipar el color que se había apoderado de sus mejillas. Se giró para mirar al horno—. Creo que aún le queda un rato.
—Te esfuerzas mucho —oyó que musitaba el hombre. Beth se volvió, sorprendida, antes de sonreír.
—Qué va, el horno hace todo el trabajo —dijo, tratando de hacer una broma más que pésima. A juzgar por la mirada seria que le lanzó Daryl, tampoco a él le había hecho mucha gracia. Bravo, Beth, se dijo. ¿Por qué no podía ser ingeniosa y divertida como Maggie? Ella siempre sabía qué hacer para que los demás rieran. Empezó a juguetear con su tenedor, nerviosa.
—No me refiero a eso —respondió él. Beth apartó la vista del tenedor para mirarle—. No es que sea fácil llevar una casa tan joven. Y menos después de…
—No te preocupes por mí —le cortó ella, tratando de sonreír—. Estoy bien. Además, no lo hago todo yo sola. Maggie viene más a menudo de lo que crees. En serio —Beth nunca había sido una buena mentirosa, y la mirada penetrante de Daryl le complicaba la tarea aún más—. Y Patricia y Otis viven por aquí cerca y me ayudan muchísimo. El bizcocho lo trajo Patricia ayer mismo —verdad a medias. Si bien es cierto que la ayudaban con las tareas de la granja en las que ella era algo más novata, Patricia y Otis también tenían sus vidas y sus hijos propios. Además, a Beth no le gustaba la idea de que estuvieran todo el día allí. No quería la pena de nadie. No quería la compasión de nadie. Intentó mantener la sonrisa mientras él la escaneaba de arriba abajo, como viendo si se la creía o no. Fue el teléfono lo que la salvó de otra pregunta, pero tras cogerlo no estuvo segura de si podría volver a la mesa.
No sabía qué era lo que la controlaba más, si la rabia o la tristeza. A juzgar por la forma en la que se encogió sobre sí misma y fue bajando la voz hasta quedar reducida a nada menos que un vago susurro, supo que era lo segundo. Simplemente quería evaporarse como el humo. Sólo eso.
Un momento estaba sonriéndole a Daryl y creyendo que quizás podría haber solución a todo aquello, que volverían a comer todos juntos como antes, y al siguiente estaba sentada en la taza del retrete, tratando de contener las lágrimas mientras se mecía hacia delante y hacia atrás, con los ojos fuertemente cerrados.
—No llores, no llores, no llores… —murmuraba. Se tapó la boca de golpe cuando sintió que un sollozo trataba de abrirse paso por su garganta. Respiró hondo y se miró al espejo: nunca había sido esa clase de chicas que está guapa cuando llora, y aquella vez no era una excepción. Estaba horrible. Se secó la cara, enfadada, y se levantó para abrir el espejito del baño.
Supo que se había pasado en cuanto vio su muñeca chorreando, y el dolor punzante atravesándole el brazo. Abrió el grifo y empezó a echarse agua, tratando de cortar la sangre, y se le quedaron los ojos como platos al ver el rastro que había dejado por el suelo del baño.
— ¿Beth? ¿Beth, estás bien? —oyó la voz de Daryl a través de la puerta. Se le aceleró aún más el corazón. No quería que la viera así. No podía. Apartó la mano del grifo para coger la toalla, pero entonces tiró el dispensador de jabón al suelo. Lo dejó de nuevo en el lavabo y empezó a tirar con fuerza del rollo de papel, presionándose en la herida.
— ¡Sí, perfectamente! Enseguida salgo, perdona —exclamó, tratando de aparentar normalidad. Fue a ponerse en pie, pero con las prisas se dio un rodillazo contra el retrete—. ¡Mierda!
—Beth, ¿seguro que estás bien?
—Sí, en serio, ¡sin problemas! —dijo, quizás con un tono más chillón del que pretendía. Se aclaró la garganta y suspiró cuando oyó unos pasos dirigiéndose hacia la escalera. Suspiró y comenzó a apretarse aún más fuertemente la herida, antes de abrir el armarito y sacar el agua oxigenada.
. . .
—Bueno, debería ir poniendo la mesa. Cuatro asientos, ¿verdad? —murmuró, con aquella maldita sonrisa de la que parecía incapaz de despegarse. Sentía como si se la hubieran grapado a la cara.
— ¿Qué te ha pasado en el brazo? —preguntó Daryl. Se quedó petrificada, antes de dirigir los ojos hacia la manga. La maldita manga. Se la había puesto tan aprisa que ni se había dado cuenta de que aún no se había secado la mayor parte de la sangre. Se bajó la manga y negó con la cabeza.
—Nada, me he manchado en clase de Arte —musitó, pero antes de poder apartarse Daryl ya le había agarrado el brazo—. Es pintura, es…
No pudo seguir. No podía mirarle, mucho menos mirarse la muñeca. Se sintió repentinamente avergonzada. Notó que la miraba, pero ella no podía. Sintió que la cara se le teñía de rojo.
—Beth —murmuró él, pero ella se negaba a levantar la vista—. Beth.
Se apartó de un manotazo, sintiéndose humillada.
—No es nada —dijo. Cogió los cubiertos y se marchó al comedor, tratando de aparentar normalidad, culpándose por dentro. Quizás, si hubiera reaccionado de forma distinta, quizás…
— ¿No es nada? Vaya, ya me quedo más tranquila —le oyó decir tras ella. Se apresuró a marcharse a su habitación, pero él le cortó el paso—. Eh, no vas a irte así sin más.
Beth suspiró, sintiéndose agotada de repente.
— ¿Qué quieres que te diga, Daryl? —se sintió ligeramente orgullosa de haber sido capaz de aguantar el temblor de su voz.
— ¿Qué qué quiero que me digas? Quizás por qué tienes así la muñeca, Beth. ¿Quieres contármelo a mí o prefieres hacerlo con Maggie? ¿O con tu padre? ¿Qué prefieres, Beth?
Notó el enfado invadiéndola. Odiaba ese tono. ¿Por qué le hablaba como si fuera una niña de tres años?
—No serías capaz.
—Lo soy —afirmó tajantemente, pero pareció suavizar la expresión de pronto. Beth incluso creyó advertir un ligero quiebre cuando dijo—: Joder, ¿por qué te haces eso?
Beth reunió el valor suficiente para encontrarse con sus ojos, y se arrepintió al instante. Le temblaban las manos, y quería echarse a llorar allí mismo. Él alzó la mano para tocarla, pero ella se apartó. Se moría de vergüenza. No podía dejarle.
—Te dije que no lo hacía todo yo sola —murmuró—. Estoy bien, ¿de acuerdo?
—Beth —dijo él—, no estás bien.
Ella negó con la cabeza, y antes de que él pudiera retenerla más tiempo, se metió en su habitación y echó el pestillo. Le oyó pegar a la puerta llamándola, pero no pensaba abrir. Cerró los ojos y se dejó caer, deslizándose hasta llegar al suelo.
Beth no supo cuánto llevaba allí. Se había quedado dormida en el suelo, y cuando despertó, ya no entraba luz por las ventanas. Se puso en pie y abrió lentamente la puerta, encontrándose con el salón desierto y un inmenso silencio. Maggie y Glenn no estaban allí. Por supuesto.
Sintió algo parecido al temor cuando no vio a Daryl. ¿Se había marchado? Quizás se había aburrido de soportarla y se había ido en cuanto vio que no iba a abrirle la puerta. Se le formó un desagradable nudo en el pecho.
Pero entonces se giró y le vio sentado en el porche, con la espalda apoyada en una de las barandas, mirando a la carretera. Soltó el aliento, sin darse cuenta de que lo había estado conteniendo, y se dirigió hacia allí, muerta de miedo. No supo cómo fue capaz de abrir la mosquitera y reunir valor para sentarse frente a él, ni mucho menos para hablar, pero lo hizo. Y, para su sorpresa, él le contestó. La consoló. Ni siquiera intentó reprocharle lo que se hacía en el brazo, incluso aunque sabía que Maggie lo habría hecho. Simplemente le preguntó si le funcionaba. Se preocupó por ella, y Beth no tuvo más remedio que ser sincera. Tuvo que reprimir la expresión de sorpresa cuando él comenzó a hablarle de su madre. Hasta donde ella sabía, Daryl era un hombre muy reservado. Dudaba que hasta Maggie supiera cosas básicas de él. Era, incluso, tímido, así que el hecho de que estuviera contándole aquello suponía un paso muy grande para Beth.
Sintió más ilusión encendiendo una estúpida vela en una pequeña magdalena de chocolate para él que cocinando durante dos horas para una familia que parecía no llegar nunca. Le cantó "cumpleaños feliz", y sonrió –ésta vez de veras- cuando él sopló las velas. Esperó sinceramente que su deseo se cumpliera, antes de dejarse caer en la baranda frente a la suya. Sintiéndose más en paz que en mucho tiempo, empezó a mirar la enorme extensión de tierra y pasto que rodeaba su casa.
—Beth —susurró Daryl.
— ¿Sí? —respondió ella, sin despegar la vista del paisaje frente a ella.
—Gracias —farfulló. Beth le miró y sonrió.
—No es nada.
Daryl se la quedó mirando fijamente a los ojos antes de bajar la vista, como si fuera a hablar y luego hubiera cambiado de opinión. Ambos volvieron a fijar la vista en el horizonte, mientras Beth sentía que su propio descubrimiento la golpeaba como un tractor.
Tenía mariposas en el estómago.
