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Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer
HASTA QUE TE ENCONTRÉ
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Capítulo I. Un adiós sin previo aviso.
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Imperio de Sohiam, 817 D.C.
El Jefe Masen, cabeza de la guardia imperial de Sohiam, dejó caerse de rodillas para que su cabeza quedase a la altura del vientre de su esposa y se lo quedó mirando por unos segundos con una pequeña y tierna sonrisa, esperando que todo acabase cuánto antes.
Le parecía injusto que después de todo lo que habían pasado, su felicidad se viese embadurnada por una guerra absurda, fruto de la locura y ambición de un emperador que no hacía otra cosa que acabar con la paz de otros Imperios. Sohiam no había podido eludir la guerra a causa del autoritarismo e inflexibilidad de Kuyak, por lo que se vio obligado a atacar para defenderse de las tropas enemigas.
Sohiam, el emperador por el que él luchaba, era alguien bondadoso, humilde, alguien que sería capaz de dar su propia vida por otra persona que realmente mereciese ese acto de su parte. Había logrado mejoras en la calidad de vida de todos los ciudadanos del Imperio; nadie pasaba hambre, todos trabajaban y eran felices.
Tanta era su magnanimidad y benevolencia que había rescatado a las Provincias cercanas de otros Imperios que colindaban con el suyo del ataque del ejército de Kuyak, y por eso se había aliado con el gran Imperio Bizantino, beneficiándose de la protección de éste hacia su Imperio y del cual había tomado la jerarquía y el nombre de los cargos de su complejo sistema. Pero lo que el reciente Protospatharios Masen apreciaba y estimaba más de su Emperador era el uso de su poder e influencia en la defensa y apoyo para que su familia y, en general, la corte imperial, aceptasen la alianza entre la que en esos momentos era su Bella y él.
Se habían enamorado desde el primer momento en el que Bella comenzó a trabajar a los nueve años, cuando quedó huérfana de padres, como empleada en la limpieza de Palacio para ayudar a las mujeres a llegar a los rincones más recónditos. Edward, con tan solo tres años más, acompañaba a su padre, Mega Domestikos de Sohiam, a una de las reuniones de la Corte, con la intención de comenzar a involucrar al mayor de sus hijos en temas políticos.
No pensó en aquel momento en el que sus miradas inocentes se cruzaron por primera vez y vieron sus futuros entrelazados, que sus deseos y sueños se verían frustrados por la persona a la que más había admirado en la vida, su padre, y por el resto de integrantes de la Corte. En un principio, durante el año siguiente, tan solo se atrevían a cruzar miradas, hasta que en un momento dado, esas miradas se convirtieron en saludos, y esos saludos poco a poco en conversaciones hasta el punto de quedar en lugares secretos a horas acordadas con la ayuda de alguna joven amiga de ambos.
A pesar de las constantes negativas de la Corte y de la lucha contra aquello que el Emperador consideraba puro, limpio e inmaculado, pudieron conseguir su propósito: prometerse.
Las costumbres solo amparaban los enlaces entre personas pertenecientes a la misma clase social a la que pertenecían, por lo tanto Edward Masen, para sus padres, debía tomar por esposa a alguna joven con título que estuviese a la altura de satisfacer sus necesidades e intereses tanto personales como económicos y sociales.
El Emperador, por primera vez, viendo la injusticia que estaban cometiendo todos contra uno de sus más fieles y sinceros simpatizantes, utilizó su supremacía con el objetivo de ayudarle. Le ofreció su Palacio como hogar cansado de escuchar la sarta de disparates que profanaban sus oídos.
Él no había conocido qué era ser padre, pues jamás había podido concebir hijos con su esposa; un problema de alguno de los dos o de ambos, quizá, que jamás había sido una preocupación para él.
Pero había visto la fuerza con la que aquel joven trabajaba defendiendo a muchas personas inocentes y también había sido testigo de su lucha por conseguir la aprobación de la mayoría y así poder alcanzar la felicidad con esa joven por la que sentía adoración. Y no dudaba en hacerlo heredero del Imperio cuando él tuviese que marcharse el día que los Dioses lo encontrasen oportuno. Era lo que él deseaba para su Tierra; una persona pura, capaz de luchar por la justicia de todos, de dejar su propia piel para salvar a los demás.
Edward no supo como agradecerle todo lo que había hecho por él y por Bella, pero le aseguró y dio su palabra de que jamás le fallaría y que estaría de por vida en deuda con él. Prueba de ello había sido toda la ayuda que le había ofrecido desde Palacio. Era un joven inteligente que sabía de estrategias y en el que habían confiado desde que había comenzado toda esa barbarie. Y a pesar de que parecía que la gloria aun descansaba en manos de Kuyak, no iba a darse por vencido tan fácilmente.
Hacía tan solo once meses que había contraído matrimonio con la mujer de su vida, y el hecho de que Kuyak se hubiese obstinado en hacer suyo un Imperio que no le pertenecía, le había hecho perder noches y noches de sueño, pensando en si realmente podrían combatir y obtener victoria en esa peligrosa y difícil batalla.
Cerró los ojos al escuchar el fuerte estruendo de otro proyectil impactar con potencia sobre su Tierra. Ese había caído realmente cerca.
Hacía dos días que habían empezado a batallar, dos días que no pegaba ojo, y el cansancio se hacía notar, pero, en esos momentos era más fuerte que nunca antes, porque ya no solo debía protegerse a sí mismo, sino que tenía la obligación de proteger a su dulce esposa y al hijo que venía en camino.
Levantó los brazos y rodeó la cadera de aquella mujer a la que amaba con locura, apoyando con cuidado sus labios en el ya abultado vientre de su esposa y propinando un sentido beso en aquel lugar, prometiendo a la vez, en silencio, que algún día los tres sonreirían de felicidad.
La guerra había acabado con muchísimos hombres en el frente y era deber de Edward ofrecer su ayuda, como había pasado ya con la mayoría de la guardia imperial. Muchos habían partido al lugar de la batalla y ahora le tocaba a él.
Estaba y estaría siempre en deuda con Sohiam, por lo que se veía en la obligación de hacer todo lo que estuviera en su mano para proteger el Imperio, de la misma forma que él había aceptado, bendecido y protegido su matrimonio.
-Ten mucho cuidado, por favor. - El débil sonido de la voz de Bella, a causa de la impotencia que ésta sentía unida al miedo, obligó al Protospatharios Masen a erguirse para mirarla a los ojos.
Ella también estaba cansada, sus ojeras la delataban. Miró aquellos pozos de color chocolate profundos y sinceros, que parecían dos libros abiertos, pues siempre era capaz de leer su alma a través de ellos.
No cabía duda de que estaba preocupada y que sentía pavor a causa de a lo que su marido tendría que enfrentarse. Sohiam siempre había sido un Imperio tranquilo y en paz y no entendía como ahora se encontraban en esas circunstancias.
Ella también se había enamorado de él desde el primer momento en el que miró sus ojos color verde, ese verde transparente que siempre la había hecho sentir segura y amada después de que sus padres murieran a causa de una enfermedad a la que nunca pudieron poner nombre. Ahora temía que sus sueños pudieran verse truncados por esa estúpida guerra.
Él elevó una de sus manos, acunando el suave rostro de su amada y posando la restante en la fina y sedosa tela de seda que caía con infinita suavidad, como una caricia, por su cuerpo, a la altura de su cintura.
-Lo tendré. No tengas miedo, mi amor. Volveremos a estar juntos. - Susurró apoyando su frente en la de ella, disfrutando de su cercanía. – No va a ser fácil, tienes que saberlo. Si por cualquier razón muero qui... – Ella se sobresaltó por la petición que Edward intentaba hacerle y esta vez ella fue quien elevó una de sus manos, pero para bofetearle el rostro.
-No… no puedes hablar en serio. – Esta vez sujetó el rostro de su marido con ambas manos y sus ojos se encontraron con los de él desesperados y decididos. – Escúchame bien. Quiero que salgas a luchar con todo lo que tienes y que te acuerdes de que aquí tienes a tu hijo esperando por ti. No acepto derrotas, te quiero a ti de vuelta; solo quiero eso… - A medida que su discurso avanzaba, Bella encontró imposible que las lágrimas se agolparan en sus ojos. Lo amaba, lo amaba con toda su alma y lo único que deseaba era que todo acabase para poder vivir junto a él la vida feliz que se merecían.
A Edward se le encogió el corazón al ver a su adorada mujer desbordando lágrimas de miedo y sufrimiento y lo único en lo que pudo pensar en esos momentos fue en pedirle a todos los Dioses que lo devolvieran a su lado cuando todo acabara.
-No lo estoy dando por hecho, pero debemos ser realistas. Voy a hacer todo lo que esté en mi mano, no dudes que lo haré, pero si me pasa algo… - Bella cerró los ojos, como si así las palabras de su marido le provocasen menos dolor. – … Quiero que luches por nuestro hijo y que los dos seáis felices. Prométemelo. – Los ojos de Bella permanecían cerrados, sin la menor intención de responder. No quería dejarlo marchas pero sabía que no tenía otra opción. Aunque le costase admitirlo, una batalla siempre traía de la mano muertos, y aunque le parecía inconcebible que su dulce y valiente esposo muriera, era cierto que no podía descartar esa posibilidad. – Júramelo. – Las manos de él volvieron a viajar al rostro de Bella y acarició suavemente sus párpados, esperando que ella los abriese.
-Sí… sí, te lo prometo, pero no te rindas, mi amor… - Le pidió ella, abriendo los ojos al final, una vez más, llenos de lágrimas.
Él asintió en respuesta, conforme con el compromiso que había adquirido su mujer y sin perder más tiempo la estrechó contra él en un necesitado abrazo. Hundió su nariz en el cuello de ella aspirando por última vez, hasta que pudiese volver a verla, el perfume dulce que emanaba y regó de besos el mismo.
Bella lo estrechó con fuerza entre sus brazos, estrechándose a él todo lo que fuera posible, dejando dulces besos en su cabello para después mirarlo cuando él se irguió para corroborar que todo cuanto le había dicho era cierto y que estaba en sus planes luchar para volver a su lado.
-No olvides que te amo… - Murmuró él antes de inclinarse y besar sus labios en un beso tan necesitado como el abrazo.
Bella dejó salir todos sus sentimientos en aquel beso también. Deseaba que volviera a su lado, que viera crecer a su hijo y que pudiese educarlo junto a ella. Le había rogado y rezado a los Dioses todas las noches para que eso sucediera, para que la felicidad volviera a su vida.
-Yo también te amo. – Contestó ella antes de volver a alcanzar sus labios.
Se perdieron en esos dulces besos, deseando tanto uno como el otro que éstos quedaran grabados el tiempo suficiente en su memoria hasta que pudiesen volver a verse.
-Estarás segura aquí. No salgas por favor… - Le pidió, dejando un beso en su frente.
-No lo haré, aquí te esperare. – Dijo ella besando su barbilla.
Suspiró largamente, sabiendo que tenía que dejarlo ir sin más espera. Así que se separó de él tragándose todas las lágrimas que amenazaban con desbordarse en sus mejillas de un momento a otro y con el corazón latiéndole frenéticamente sostuvo fuertemente con sus manos la armadura de hierro que protegería el torso de Edward.
Lo observó mientras se acercaba a ella a paso lento, descalzo, con aquella túnica roja de lana. Era fuerte, no tanto como lo era el Stratopedarch Emmett, pero contaba con la ventaja de anteponerse a cualquier movimiento de su adversario, lo había visto en sus entrenos; tan masculino y valiente… y era suyo. Ella estaba convencida de que lo conseguiría.
-Yo te vestiré. – Le anunció ella, acomodándole aquella pesada armadura. Aun no entendía como podía sostenerse en pie con tanto peso.
Posteriormente le calzó las botas y colocó las Grebas, para proteger las piernas y el Tahalí para guardar la pesada espada.
Por último se dio la vuelta para coger la última pieza de su uniforme. La Galea protegería la belleza de su rostro, ese rostro que quería volver a ver después de que todo pasara. Estaba adornado con plumas rojas, y al igual que el resto de su armadura llevaba adornos en oro.
Se la colocó delicadamente sobre su cabeza, y le sonrió, incapaz de decir ninguna palabra.
Edward no pudo evitarlo, volvió a abrazarla pero ahora con el estorbo que le suponía su armadura. Aun así, apreció su calidez y su aroma y fue todo lo que necesitó para llenarse de coraje de nuevo.
Volvió de nuevo a prometerle que volvería a por ella entre besos, besos que lo acompañaron hasta la puerta de sus aposentos.
Se alejó de allí, decidido a acabar cuanto antes con toda esa guerra, directo a las caballerizas. Su caballo ya estaba ensillado y listo para salir, por lo que trotó con él a gran velocidad hasta donde se había alzado un grandioso campamento.
-Protospatharios Edward. – Lo saludó Emmett al verlo llegar. Edward se quitó el casco para poder ver mejor y con mayor atención a Emmett.
-Stratopedarch Emmett¿Qué noticias me tienes? – Preguntó Edward presuroso. No quería perder tiempo.
-Hemos actuado como bien nos aconsejaste, y parece que han perdido algo de fuerza. Nos atacan nuevas tropas por el oeste, atravesando el Mar Rojo, así que he redistribuido a los hombres. Gracias a los Dioses que has traído refuerzos, aunque creo que todo está controlado.
-Bien… No hay mal que por bien no venga. –Susurró para sí mismo, pensando en Bella y en su esperado hijo. – Vamos a tomar el mando, te lo juro, Emmett. Vamos a ganar esta maldita guerra.
-Eso he esperado siempre, pongámonos manos a la obra.
Edward y Emmett junto con los demás jefes militares entraron en una conversación profunda sobre estrategias para alcanzar la gloria que el Imperio de Sohiam soñaba. Día tras día pequeños cambios por los nuevos acontecimientos en la batalla cambiaban el plan inicial, pero hasta el momento, parecía ser, que el Imperio que Edward sucedería se lograba a salvo de las sucias manos de Kuyak.
Hasta el tercer día aguantó sin entrar en batalla, siendo testigo de cómo muchos hombres morían por el Imperio, viendo como a otros les eran amputados algún miembro del cuerpo, siendo consciente que se habían ganado un lugar en el cielo por defender a su familia y a su tierra.
Por ello pensó que él no podía quedarse atrás. Era un gran luchador, bueno con la espada y el escudo y ante todo estaba la promesa a Sohiam. Debía luchar por todas aquellas personas a las que aquel hombre había protegido, debía luchar por su pueblo. Si tomaban una sola Provincia de las que formaban el Imperio cabría la posibilidad que cayeran más.
Y por otra parte, y la más importante para él. Si Kuyak tomaba el control del Imperio estaba seguro de que las mujeres no correrían buena suerte, y lo único que se le podía pasar por la cabeza era que dañasen a su preciosa esposa si eso ocurriese, y era algo que no podía permitir bajo ningún concepto.
Sin pensárselo dos veces, y sin escuchar los consejos del resto de Jefes avanzó con paso ligero unos kilómetros hasta llegar al lugar.
Gritos, gruñidos, espadas, flechas, proyectiles… Todo un caos en el campo de batalla, un caos que el creía poder solucionar. Lleno de coraje al ver como los adversarios atacaban con saña a algunos hombres con los que él había crecido, corrió hasta perderse entre toda esa muchedumbre.
Luchó día tras otro, siendo testigo de cómo el ejército de Sohiam ganaba ventaja en la batalla. Había sido herido en algunas partes de su cuerpo, pero nada que fuese demasiado doloroso, nada con lo que no pudiera seguir luchando.
Las guardias del bando contrario cada vez eran menores, a falta de hombres que lucharan y los Jefes militares del grupo de Sohiam cantaban victoria antes de la derrota completa, pues preveían el vencimiento de las tropas opuestas.
Tras once días de su llegada al campo de batalla y ocho días luchando duramente, sacó con fuerza su espada ensangrentada del pecho del que parecía que iba a ser su último oponente. Nunca le había gustado quitarle la vida a nadie, pero todo fuera por mantener a salvo y en armonía su tierra y la vida de Bella y de su hijo.
Levantó la cabeza, viendo una explanada llena de cadáveres y a unos pocos aun luchando, entre ellos a Emmett. A él ya nadie le atacaba. Sonrió al ser consciente de que a escasas horas podría volver a Palacio y que allí podría reunirse con su adorada Bella, a quien llenaría de abrazos y besos.
Pero parecía que no todo estaba a su favor y que el destino no quiso participar en la felicidad con la que tanto soñaba, pues un fuerte brazo que salió de la nada inmovilizó su cuerpo junto a sus brazos provocando que su espada cayera a la tierra.
A penas pudo mover un brazo y reaccionar. Una afilada espada tocó con saña y odio las cuerdas de su garganta tiñendo de rojo ennegrecido la armadura y también tierra por la que había luchado sin descanso, y en ese momento, en ese ínfimo y minúsculo momento en el que aun se sentía entre la vida y la muerte, dos ojos marrones lo miraron, agradeciéndole con creces todo lo que había hecho, aunque triste; triste por su ida.
El vaso de plata que Bella sostenía en sus manos cayó al suelo irremediablemente cuando su corazón comenzó a latir sin piedad.
Cada día recibía noticias sobre la batalla y sobre Edward, pero nunca eran suficientes. Si hubiese sido lo suficientemente seguro para que su hijo estuviese bien habría acompañado a su marido para ver con sus propios ojos si seguía ahí con ella.
-Señora… - Una de sus acompañantes, como a ella le gustaba llamar a las chicas que la servían, se acercó a ella preocupada. - ¿Está usted bien?
Alice, su mejor amiga, también la acompañaba en aquellos momentos, ofreciendo su apoyo y obteniendo el de Bella, pues su esposo también estaba reunido con Edward y Emmett.
A ella le había tocado, quizá la peor parte de todas, pues solía ver el futuro de todas las personas que la rodeaban. Y se quedó estática tras una visión demoledora para ella también; la imagen de su mejor amigo degollado y cayendo al suelo sin vida.
Bella, que aun sentía una enorme opresión en el pecho se llevó la mano a ese lugar y cerró los ojos, intentando controlar su respiración. Había tenido un mal presagio, una sensación horrorosa que la había hecho poner muy nerviosa.
-¿Está bien? – Le volvieron a preguntar. - ¿Le duele el vientre?
Bella quien aun se encontraba sometida a esas extrañas sensaciones miró a su acompañante con los ojos llenos de lágrimas, aunque no sabía ni por qué habían hecho acto de presencia. Quizá solo había sido algo relacionado con su embarazo.
-Sí, gracias, estoy bien… - Respondió no muy convencida, pero al girarse y mirar a Alice supo que algo no iba bien. – Alice… - Su mejor amiga seguía en aquel otro mundo dentro de su cabeza. - ¡Alice! – Gritó esta vez, sacándola de su trance.
Su morena amiga la miró horrorizada, parecía haber estado presente en aquella ejecución y el que tras ella el rostro de Bella apareciera de repente hizo que la joven se desesperara al no saber cómo darle la noticia.
Buscó a Rosalie con la mirada, la hermana de su marido, pero había salido hacía unos minutos, disculpándose porque no se encontraba muy bien. Desde hacía días sospechaba que estaba embarazada, pero le había rogado a Alice, quien sabía la respuesta que no le anunciara nada, pues aunque ella intuía que así era quería ser ella misma quien terminara convenciéndose.
-Alice… dime qué pasa. ¿Es… Jasper? – Se sintió cruel por un instante prefiriendo que fuese él a quien le pasase algo antes que a su amado esposo. - ¡Dime! – Alice negó con la cabeza apenada, a estas alturas Bella ya sabía de quien se trataba, pero no quería escuchar de los labios de su amiga lo peor que se temía. Se levantó súbitamente de su silla y se arrodilló frente a Alice, sosteniendo sus manos con fuerza, mirándola con súplica en los ojos. – No… dime que no… Él va a volver, me lo prometió. Alice…
-Bella… - Su corazón también dolía. Ella había sido una pieza clave en esa relación, había servido de correo entre ellos, había arreglado citas, había ayudado a preparar su boda… No era justo que ella, en esos momentos, tuviese que darle semejante noticia. Suspiró notando como sus lágrimas corrían por sus mejillas sin poder evitarlo.
-¡No! – Volvió a exclamar Bella.
Alice la miró con la pena bailando en sus lágrimas y asintió despacio, acompañando a ese movimiento con una afirmación verbal que hizo que Bella se desmayase.
Largos días habían pasado en la vida de Bella desde que supo la noticia. Unas horas más tarde, después de que Alice tuviese su visión, un mensajero proveniente del campo de batalla hizo acto de presencia en el Palacio corroborando la muerte del Protospatharios Masen. Una vez más Bella rompió en llanto y un ataque de ansiedad tomó posesión de ella dejándola exhausta.
Había tenido la pequeña esperanza de que la visión de Alice fuese equivocada, a pesar de que ninguna de ellas había fallado nunca, pero escucharlo de aquel hombre con quien había visto en tantas ocasiones a su marido, le hizo sentirse superada por la situación.
Después de proclamar la Gloria en el campo de batalla, condujeron el cuerpo inerte del Jefe de la guardia imperial a Palacio.
Él mismo, antes de morir, había pensando en que se reuniría con su preciosa esposa en escasas horas, pero jamás se le había pasado por la cabeza que un despiste, mientras pensaba en ella, podía causarle tal fatalidad. Ahora ella lo vería a él, pero el Protospathario ya no podría abrir sus ojos para admirarla como tantas otras veces había hecho con anterioridad.
La joven viuda, a sus diecisiete años, veló su muerte falta de lágrimas, a causa de todas las que había derramado horas anteriores. Lo observó casi sin pestañear en todo momento y halló orgullo hacia él dentro de esa espiral de dolor y angustia a la que se había visto sometida.
Había sido un hombre completo. Valiente, fuerte, decidido, estratega, democrático, humilde, cariñoso como nadie… Era el hombre de su vida y la había dejado, a ella y a su hijo por un estúpido error de su parte.
Emmett le había contado como había sido. Él, para su desgracia, había sido testigo de tan triste suceso, y lo peor de todo era que no había podido hacer nada para salvarlo.
Había magulladuras en su rostro sin color y había agradecido infinitamente que hubiesen tapado la herida de su cuello de una forma tan habilidosa que parecía estar vestido. Llevaba una túnica blanca y un pañuelo alrededor del cuello, y estaba expuesto en Palacio en un atrio sobre un lecho mortuorio, en medio de flores y guirnaldas.
Durante algunos días, Bella había perdido la cuenta, quizá tres, mujeres flautistas a sueldo tocaban música fúnebre, contratadas por Sohiam, quien no se había separado del lado de Bella y de los padres del Jefe, pues para él parecía haber sobrevivido a la muerte de un hijo.
La ceremonia se desarrolló de noche, y allí los familiares más cercanos y la Corte Imperial recordaron sus escasas victorias, haciendo énfasis a que a tan poca edad ya era uno de los grandes.
Sohiam, se comprometió a dedicarle una escultura en su nombre para situarla en la Gran Plaza, y encargó a uno de los artistas más emblemáticos de la época construirla con el mejor material que conociese. Además, también había habilitado una tumba familiar con el consentimiento de Bella, teniendo constancia de que a Edward le habría gustado que fuese así. Al menos allí, algún día, aquellos dos jóvenes que tanto habían sufrido para estar juntos, podrían estarlo de algún modo.
Bella no quiso quemar su cuerpo, así que, despidiéndose definitivamente de él, lo miró por última vez antes de que lo enterraran.
La noche era oscura. Muchas personas dirían que no había luna, pero concretamente ella sabía que no era así y que habían sido espesas nubes las que la habían escondido. Apretó sus puños contra su pecho, de manera que la capa que llevaba puesta de lana le abrigara más y siguió caminando entre arbustos y lápidas hasta llegar a la que deseaba.
Había dejado a su marido durmiendo profundamente y estaba completamente segura de que no notaría su ausencia, pues los días anteriores habían sido realmente difíciles para todos, sobretodo para su mejor amiga.
Había sido testigo del amor que Edward y Bella se profesaban. Para ella era injusto que en la vida de sus dos mejores amigos hubiese cabida para tal fatalidad. No comprendía por qué alguien como Edward había terminado de esa manera después de todo lo que había luchado, y por eso ella estaba allí, porque no podría ser inmediato, pero algún día, en otro siglo, en otra época, con otras costumbres, ambos debían vivir lo que entonces no les había sido posible.
Nadie sabía de ese don que usaría para ello, lo que ella denominaba magia blanca, ni siquiera sabía si daría resultado, pero no estaba de más intentarlo al menos. Haría lo que fuese por ellos dos. Cerró los ojos con fuerza, respiró hondo y frente a la tumba del Protospatharios Masen recitó.
-Tiempos van, tiempos vienen; amor en tierra, amor en corazones; si cierto es que la fuerza del sentimiento todo lo puede; amor para siempre en todas dimensiones.
Una lágrima rodó por la mejilla de la joven, quien sintió algo en su pecho que le comunicó que lo que estaba haciendo era lo correcto, y siguió recitando su oración hasta que la luz del alba comenzó a bañar el Imperio de Sohiam.
Si una estúpida guerra le había arrebatado a sus amigos el amor, ella se lo devolvería a ambos…
Protospatharios – jefe de la guardia imperial.
Stratopedarch – jefe del ejército en el campo de batalla, seguramente también tenía poderes legales.
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Toc, toc... ¿Nadie me abre? Me parece que he estado el tiempo suficiente lejos de FF como para que para muchas os hayáis olvidado de mí, pero tanto si os habéis olvidado como si no... ¡He vuelto un ratito! Al menos un ratito para que disfrutéis, espero, de algo que nació en mi mente escuchando y viendo el videoclip de The one that got away, de Katy Perry. He estado bastante liada y con la inspiración de vacaciones en una isla paradisiaca tomándose cócteles y tomando el sol... pero parece que ha vuelto bastante relajada y con energías renovadas.
La verdad es que en un principio pensaba escribir un One Shot, pero ya sabéis como es la mente de una autora, y bueno se ha alargado un pelín más hasta diez capítulos más epílogo. No quería subir nada hasta tenerlo completo, porque no me arriesgo a que la inspiración me abandone, así que me comprometo a subir dos capítulos cada semana ;)
Y ahora sí os dejo con el primero... Es triste, pero prometo que mejorará.
Un besazo enorme a todas. ¡QUE GANAS TENÍA DE VOLVER A HACER ESTO!
